"Castellamare del Golfo ocupaba una pequeña
porción de tierra entre las montañas y el mar; apiñadas unas encima de otras
alrededor de la orilla, las casas formaban un mosaico de blancos y ocres
deslucidos. Sobre el promontorio que dominaba el golfo se alzaba un antiguo castillo,
construido por los musulmanes en los tiempos en que se apropiaron de la costa, del
pueblo y de la isla entera, una isla que a lo largo de veinticinco siglos también
había sido invadida por griegos, cartagineses, romanos, normandos, franceses,
españoles, saboyanos… Las ruinas de sus imperios ahora yacían desparramadas al
sol, olvidadas en esa isla abandonada a su propio olvido.
Entre el castillo y el puerto de
Castellamare se extendía una almadraba donde los pescadores faenaban sus
botines al sol: en el suelo, los peces brillaban con una agonía de espejos inquietos.
Seducidos por aquellos reflejos y por los altos muros del castillo, los
marineros que navegaban por primera vez frente a esas costas imaginaban que Castellamare
debía guardar enormes riquezas. Sin embargo, al desembarcar sólo encontraban un
pueblo de pescadores y campesinos pobres.
En Castellamare todos vivían de cara al
mar; para ellos el Mediterráneo era un paño calmo y generoso que hacia el
horizonte se fundía con otro paño, aún más sereno, de un azul infranqueable. Por
entonces en el pueblo nadie imaginaba que podían descender tantos paracaidistas
de ese cielo alto, limpio y resplandeciente."
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