Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 25 de noviembre de 2015

"Con la sangre en el ojo", primeros capítulos.





Entró en puntas de pie y con la nariz fruncida por el asco. Cada objeto de la oficina estaba cubierto de polvo. En el piso, junto al fichero metálico de tres cajones, había decenas de masetas vacías amontonadas de manera irregular. La mujer las sorteó con pasos cortos y se detuvo frente a Balestra.
Él la observó desde el otro lado del escritorio, forzando media sonrisa desde su sillón raído. Aunque las trataba a menudo, no terminaba de relajarse frente a aquellas mujeres pasadas de moda y actualizadas a base de botox, silicona y Pilates. Las conocía bien, eran la mejor parte de su clientela: atractivas, omnipotentes, olvidadas por esposos e hijos, aferradas con uñas y dientes a su matrimonio destruido, al alcohol, a las pastillas, a hobbys estrafalarios o a las horas extras que les dedicaban sus jardineros y personal trainers.
­        Si vino a contratarme puede descontar la tintorería de mis honorarios – dijo Balestra señalando el otro sillón raído.
Ella lo fulminó con ojos verdes e irritados. Llevaba el cabello rubio recogido en una cola de caballo, y el cuerpo enfundado en una blusa escotada y una falda satinada ajustada que resaltaba su figura. Se tocó la nariz con una mano saturada de anillos y cadenas que tintineaban con cada uno de sus movimientos.  
­        Intenté llamarlo pero parece que no atiende ni el teléfono ni su celular… Vengo de parte de Martina Ordóñez – dijo, aún de pie.
Martina Ordóñez lo había contratado hacía seis meses porque le preocupaba que su marido la engañara, mientras que el pobre tipo inventaba viajes y congresos de Biología para que ella no sospechara que se sometía a quimioterapia. Martina Ordóñez. Tenía razón. Su marido la engañaba con un cáncer de próstata.
­        ¿Y usted es…?
­        Miriam Hirsh.
­        Encantado. ¿Por qué no se sienta?
­        Preferiría no hacerlo. Y además estoy apurada.
­        Usted dirá.
­        Quiero que siga a mi marido y… le saque unas fotos.
­        ¿Para su álbum familiar?
­        Para el juicio de divorcio – dijo mujer, sin ocultar su fastidio.
Balestra festejó su propio chiste en silencio y después intentó ser más gentil, tampoco era cuestión de dejar ir a una posible clienta:  
­        Su marido la engaña.
Miriam Hirsch asintió con dientes apretados.
­         ¿Sabe con quién?
­        No, pero los miércoles se encuentra con… mujeres en un departamento que tenemos en Puerto Madero.
­        ¿Cómo lo sabe?
Bajó la vista con incomodidad, y descansó el peso de su cuerpo en la otra pierna.
­        Por un mail anónimo…
Su duda significaba sólo una cosa: que escondía algo. Pero a él no le importaba saberlo. Al menos por ahora. 
­        ¿Su marido tiene una amante estable? ¿Relaciones casuales, prostitutas…?
­        No lo sé. Eso tiene que averiguarlo usted, ¿no?
Balestra tomó el atado de cigarrillos y encendió uno. Miriam Hirsch contuvo la respiración para que él sintiera la obligación de incorporarse y abrir la ventana. Pero Balestra no se movió; a esa hora la avenida Entre Ríos siempre era un caos. Pensó en bocinazos, frenadas e insultos, y su dolor de cabeza se hizo más intenso.
Miriam Hirsch seguía de pie frente a él, y miraba la oficina como si fuera un cadáver lleno de gusanos. Al fin soltó un largo suspiro.
­        ¿No me va a preguntar nada de mi marido? ¿Cómo es, dónde trabaja…?
Balestra reprimió sus ganas de echarla a empujones, y dijo:
­        Sólo necesito la dirección del departamento de Puerto Madero y la del trabajo. Ah… y una foto.
Después volvió a fumar en silencio. La mujer buscó algo en su cartera y le extendió una fotografía.
­        Andrés Hirsch.
Bronceado, con traje azul, los hombros anchos y un pelo ceniciento que le cruzaba la frente, Hirsch aparentaba la misma vitalidad que su mujer pero con menos cirugías.
­        Todavía tiene pinta… no creo que ande con prostitutas – dijo ella.
­        Con pinta y con plata puede andar con quien quiera, lo digo por experiencia.
­        Conmigo ya no va a joder más. Sáquele las fotos al muy hijo de puta.
Una mujer decidida, con carácter. Balestra valoró el insulto chabacano: un toque de realismo que la alejaba de su apariencia de muñeca Barbie para la tercera edad. Miró el calendario pegado con cinta skotch en la pantalla de su computadora, que estaba apagada, como siempre. Se suponía que aquel círculo rojo que encerraba el jueves 10 debía recordarle el vencimiento de algo que podía ser un impuesto, el geriátrico de su madre, un préstamo o cualquiera de las deudas que tenía.  
La mujer, que no podía ver la pantalla, sonrió lo suficiente para que Balestra notara su ironía:
­        Un detective con computadora…  ¿desde cuando?
­        Los tiempos cambian. Le aclaro que cobro la mitad por adelantado y la otra mitad al final de la investigación. 
­        Mire que pasado mañana es miércoles…
Aunque hacía más de dos meses que nadie le encargaba un caso, Balestra decidió que si tenía que trabajar para ella, al menos intentaría marcarle los límites:
­        Esta semana va ser imposible. Tengo que resolver otros casos.
La mujer soltó un bufido mientras escribía algo en el dorso de una tarjeta. 
­        Somos pocos detectives para una ciudad con tantos maridos infieles…
­        Acá tiene un adelanto y mi tarjeta.
­        Su teléfono…
­        No. Si quiere decirme algo, venga a verme a San Isidro. Ahí tiene la dirección de mi casa.
Le entregó la tarjeta y un sobre: dentro, Balestra encontró el doble de lo que costaba toda la investigación.
­        Cuando me entregue las fotos le pago el resto.
­        Con esto basta.
­        Eso lo decido yo. Y ya que está páguele a alguien para que limpie este chiquero. Si sabía que estaba tan sucio no venía.
­        Y si sabía que su marido le metería los cuernos tampoco se hubiera casado.
Fue la única vez que ella sonrió, pero Balestra supo contemplar la belleza que se escondía detrás de aquel abanico de arrugas.
­        A la oficina de Capital, Andrés va generalmente por la mañana, después se va a la fábrica, que queda en San Martín. Haga el trabajo con muchísima discreción. Tiene que sacar las fotos este miércoles, sin falta. Venga a verme cuando haya terminado.
Con carácter, precavida, decidida y sensual, la señora Hirsch se fue como vino: sin saludar, en puntas de pie, bamboleando un culo que se resistía al paso del tiempo.
Cuando se quedó solo, Balestra se guardó los billetes en un bolsillo y la foto en un cajón. Al ver la cara de idiota saludable de Andrés Hirsch, se dijo por enésima vez que este sería el último caso de infidelidad que aceptaba.


Se asomó a la ventana abierta: el tránsito estaba detenido por una manifestación frente al Congreso. Las bocinas sonaban entre los insultos. En medio de la avenida, un taxista discutía con su pasajera mientras ella sostenía a un niño que vomitaba a través de la ventanilla abierta. Más arriba, el cielo seguía tan azul como en los últimos días: nada parecía indicar la proximidad de la tormenta que todos esperaban.
Balestra bajó la persiana, y sin embargo eso tampoco le devolvió la calma. Sintió unas ganas enormes de estar en la isla, viendo el río bajar y subir su espejo marrón durante el resto del día, del año, de los veinte años que le quedaban por vivir. El Tigre era la promesa que cada semana lo ayudaba a soportar Buenos Aires; cada viernes, al atardecer, se subía a su lancha y con ella se adentraba en los canales oyendo el canto de los pájaros, ansioso por llegar a su casa.
El domingo era siempre una tortura: tener que regresar a la ciudad para buscar personas desaparecidas durante años o perseguir hombres y mujeres infieles, niños descarriados y drogadictos en recuperación. Una vida de mierda en una ciudad de mierda. Pero sólo debía sobrevivir hasta el viernes. Entonces podría volver a la soledad del Tigre… después de todo hacía veinticinco años que venía aguantando la agresividad de aquella ciudad que no era la suya y que nada tenía que ver con el Uruguay en el que recordaba haber vivido la primera mitad de su vida.
Se cebó un mate, pero el agua ya estaba fría. En la cocina buscó algo para beber, pero sólo encontró una botella con un resto de vino tinto. Sirvió un vaso, lo probó y lo escupió en la pileta. Bebió un trago de agua de la canilla para quitarse el sabor agrio del vino y luego regresó al escritorio. Lo esperaba una pila de papeles, fotos y tarjetas relativas a los últimos casos. Algún día ordenaría los expedientes y los guardaría en los cajones del fichero. Pero no hoy. Tenía plata y comenzaba a oscurecer: se merecía un vermouth y una picada. Abrió el cajón del escritorio, tomó la foto de Hirsch y anotó la dirección de la oficina del tipo en un papel.
Buscó su celular en vano. Intentó llamar para que sonara y apareciera, pero se le había gastado la batería. Lo siguió buscando durante un rato, hasta que al fin se dio por vencido. Entonces se dirigió al baño para encontrarse con su reflejo desmejorado: un metro ochenta de altura y ciento diez quilos dentro de una camisa arrugada y un traje gris gastado, tan gastado como la mata de cabellos negros que le cubría la cabeza y que, en las sienes, comenzaban a volverse plateados para recordarle que ya había comenzado la cuenta regresiva de su muerte. Como si él no lo supiera.
Se lavó la cara, se cambió la ropa y salió a la calle.
Afuera el aire caliente estaba tan quieto como el tráfico. Los conductores seguían insultándose unos a otros. Un grupo de chicos de la calle había aprovechado el atasco para limpiar los parabrisas de los vehículos a pesar de las quejas de los conductores; otros hacían malabares con naranjas junto al cordón. Los empleados de los negocios permanecían en la calle viendo el espectáculo, como si la desesperación de aquellos que no podían regresar a sus casas fuera el aliento que ellos mismos necesitaban para seguir trabajando hasta que se cumpliera su horario de salida.
Balestra caminó por Entre Ríos alejándose del Congreso, desde donde llegaban los gritos de un megáfono que reclamaba justicia por algo que él no llegaba a entender, pero que podía ser cualquier cosa: los porteños se indignaban con facilidad, eran verdaderos profesionales del reclamo.
Cruzó Avenida Belgrano y en la esquina de Combate de los Pozos buscó al Rengo, que mendigaba en medio de la vereda sosteniéndose en las muletas: las mismas ropas ajadas de siempre, la barba crecida y la piel sucia de tierra y hollín.
Al verlo, el linyera sonrió con los tres dientes negros que aún le quedaban en la boca.
­        ¿Viste qué quilombo? 
­        ¿Qué pasa?
­        Los bomberos… cruzaron las autobombas frente al Congreso y no dejan pasar el tráfico.
­        ¿Qué piden?
­        Agua deben pedir, si hace tanto que no llueve…
­        ¿Y vos? ¿Todo bien?
­        Peor que los bomberos. Todo el día acá parado y no junté un mango… tendría que conseguirme uno de esos pendejos drogados que llevan las rumanas… los pendejos dan más lástima que los viejos, ¿viste?
­        Tengo un laburito…
­        ¿Sí? Era hora, loco…   
Balestra le entregó el papel con la dirección de la oficina de Andrés Hirsch.
­        Mañana andá a esta dirección y mirame a este tipo – dijo, mostrándole la foto, que el Rengo contempló durante algunos segundos.
­        Lo que usted diga, jefe…
Buscó un billete de veinte y se lo entregó al Rengo. Cuando Balestra se fue, el mendigo seguía mirando el rostro rojizo de Juan Manuel de Rosas.


Llamó a Débora desde el teléfono del bar. Después se ubicó en su mesa de siempre, al fondo. Desde la barra, el Polaco le marcó al mozo que había comenzado a trabajar ese día: un morocho andino de baja estatura, una mata de cabellos enredados y un gesto que mostraba la fragilidad de un bonsái recién trasplantado. Balestra lo llamó y le pidió un plato de quesos y fiambres, un americano cargado y le recordó que le pusiera poco hielo. El mozo regresó trayendo un vaso de hielo con unas gotas de Cinzano, Fernet y soda. Balestra se bebió la copa de un trago, volvió a llamar al mozo y le pidió que se inclinara sobre la mesa. Con una mano apartó la solapa del saco para que el otro pudiera ver la culata del arma.
­        Al próximo ponele sólo dos hielos. Por cada hielo de más, te llevás una bala.
El mozo palideció. Después sonrió, nervioso, y se alejó en dirección a la barra. Balestra lo vio hablar con el dueño y señalar su propia mesa. El dueño saludó a Balestra con la misma mano que luego utilizó para golpear la nuca del mozo, que los miraba sin entender nada.
Débora llegó dos americanos más tarde: pantalones y blusa blanca, chaqueta beige de mangas tres cuarto. Para entonces Balestra ya había recuperado la tranquilidad y cierta facilidad de palabra; al verla llegar se incorporó con la intención de besarla, pero ella rechazó el beso, se sentó y se inclinó hacia delante para comenzar un reproche que él apenas si oyó, concentrado en aquella blusa que prometía un par de tetas bronceadas por el sol del Caribe.
­        ¿Por qué no nos encontramos directamente en tu oficina?
­        Tenía ganas de salir un poco, a veces pienso que no convivo demasiado con los porteños.
­        Yo soy porteña, pero la convivencia te la debo. Bastante tuve en mis vacaciones.
­        ¿Sabés que la mayoría de divorcios se producen después de las vacaciones?
­        No me extraña.
Balestra llamó al mozo, que esta vez se acercó con el mismo respeto con el que se hubiera acercado a un relicario que contuviera los huesos de un mártir.
-        Un Gancia con limón y mucho hielo, y otro americano.
Cuando regresó, el mozo mostró con orgullo el vaso repleto de Gancia en el que flotaban sólo dos cubos de hielo. Balestra negó con la cabeza, meditando el mismo dilema de siempre: nada lo entretenía más que desvirgar a los mozos que contrataba el Polaco, pero nada que lo irritara tanto como una bebida mal preparada.
­        ¿Querés una bala por cada hielo que no pusiste?
Aburrida, Débora retiró un cigarrillo del paquete de Balestra y alejó al mozo diciendo:
­        Está bien, no le des bola.
­        ¿Cómo te fue en el Caribe?
­        Bien, mal... igual que siempre. ¿Y vos? Te hacía en el Tigre…
­        ¿Y perderme este encuentro? Ni loco.
Débora se inclinó un poco más: la hendija que separaba sus tetas a Balestra le provocó una erección que él no trató de reprimir, sino de mantener hasta que llegara el momento oportuno. Un momento que, al parecer, se vería aplazado hasta nuevo aviso.
­        Vine a saludarte, no más. Tenemos una cena en la casa del director del canal.
­        Ni que fuera un canal de cocina… ¿Cuándo nos vemos?
­        El miércoles a la mañana tengo libre… ¿nos vemos en la oficina?
­        No puedo. Tengo un caso.  
­        Entonces hablemos en la semana. Quizá el fin de semana esté libre… Enrique está preparando un informe especial sobre la trata de blancas en la Triple Frontera.
­        Hablando de colores, decime: ¿bombacha negra o blanca?
­        Te dejo con la intriga. Pero si querés el fin de semana puedo llevar todo el muestrario al Tigre.
Débora apoyó su vaso en la mesa, se puso de pie y fingió decirle algo al oído: con su cabello suelto ocultó de los demás clientes una lengua tibia que acarició el lóbulo de la oreja izquierda de Balestra. Después dijo
­        Te llamo.
Y se fue.
A Balestra no le quedó otra que esperar a que el bar cerrara y terminar la noche hablando con el Polaco, uniendo sus esfuerzos para que los recuerdos de Uruguay se volvieran más nítidos con cada vaso de grapa.


Al día siguiente despertó con las ropas pegadas al cuerpo, bañado de sudor. Estaba sentado frente a la televisión: en la pantalla, un oso hormiguero escarbaba con sus pezuñas la entrada de un hormiguero. Al ver su larga lengua rosada impregnada de insectos, Balestra recordó el aliento de Débora endulzado por el Gancia. Su propio aliento era una mezcla de tabaco y alcohol que resultó inmune al cepillo de dientes y el dentífrico con sabor a menta.
Se duchó y preparó el mate. Pasó el día revisando la máquina de fotos, limpiando el arma y esperando que el Rengo llegara con alguna información que pudiera justificar el operativo del día siguiente. Sin embargo, cuando llegó, el Rengo estaba preocupado por otra cosa.
­        ¿Problemas con la competencia, Rengo?
­        Mataron a la Loca – dijo el mendigo mientras se quitaba su disfraz de tullido. Apoyó las muletas contra una pared y flexionó las piernas.
­        ¿Quién es la Loca?
­        Una minita joven, linyera también, a veces se dejaba coger…
Más por solidaridad que por interés, Balestra hizo algunas preguntas para aparentar que compartía la tristeza del Rengo.
­        ¿Una pelea?
­        La Loca no era boluda… ella no se peleaba con nadie.
­        ¿Cómo murió?
­        Quemada.
­        ¿Qué?
­        La encontraron toda chamuscada en la boca del subte.
Los ojos del Rengo dejaron caer unas lágrimas que formaron dos surcos verticales en su rostro cubierto de tierra y hollín. Sollozaba y se sorbía los mocos para demostrar una entereza que había perdido hacía años, cuando llegó borracho a una concentración y se despidió de su carrera de futbolista dándole una paliza a su director técnico y a dos dirigentes de Nueva Chicago. Balestra pensó en ofrecerle un pañuelo de papel, pero al fin optó por servir dos vasos de la grapa que había comprado el día anterior.
Con el primer vaso el Rengo recuperó un poco de memoria y recordó lo que había ido a hacer a aquella oficina de la avenida Entre Ríos.
­        El tipo entró a las ocho en el edificio, solo, con un auto de la reputamadre… después salió a pie con otro tipo a la hora del almuerzo. Los seguí. Comieron en un restaurante japonés, de esos donde la gente come pescado crudo… La comida hay que cocinarla, eso lo sé hasta yo. Después volvieron a la oficina y a eso de las dos el tipo se fue solo en el auto.
­        Gracias, Rengo.
Ablandado por las huellas del llanto del Rengo y por la tercera grapa, Balestra le entregó un billete de cincuenta. Antes de irse, el mendigo paseó su mirada por la oficina y dijo:
­        Qué despelote que tenés acá… ¿cuánto hace que no limpiás?
­        Mucho. Me gusta eso de “del polvo venimos y al polvo vamos”.
­        Con la Loca muerta, yo nunca más voy a echarme un polvo.
El Rengo volvió a montarse en sus muletas y Balestra lo acompañó hasta la salida.  
­        Hay que ser hijo de puta para quemar a una persona viva.
­        Hay gente para todo, Rengo.
­        ¿Te puedo pedir un favor? Yo sé que vos vivís de esto y trabajás con gente que te paga… y yo…
El Rengo volvió a llorar, pero esta vez Balestra no se sintió capaz de soportar la tristeza ajena. Intentó cerrar la puerta, pero el mendigo había apoyado un pie para mantenerla abierta.
­        Andá, ya vas a encontrar otra mina, Rengo.
­        ¿Vos podés averiguar quién la mató? Yo no puedo pagarte, pero si querés te puedo limpiar la oficina durante un año, dos, lo que haga falta.
­        Andá tranquilo, Rengo. Voy a ver qué puedo hacer...
Primero lo vio sonreír con tres dientes felices, y después, cuando comprendió lo que iba a pasar y atinó a alejarse, ya era demasiado tarde: el Rengo lo había estrechado con unos brazos que despedían un perfume a baño de estación de tren que ya se había impregnado en la oficina de Balestra, imponiéndose sobre los demás olores que lo acompañaban a diario.


Esa noche recibió un llamado de Miriam Hirsch, que quería recordarle que al día siguiente su marido volvería a hacerla cornuda al día siguiente. Una adivina vengativa que, seguramente, aunque eso no lo dijo, buscaba reunir pruebas para un juicio de divorcio que le permitiera acostarse con todos los hombres que pudiera pagar el bolsillo de su futuro ex marido.
Los hombres y las mujeres que lo contrataban se parecían a esos animales carroñeros que aparecían en Animal Planet: podían esperar durante años a que sus enemigos se cansaran, cayeran y murieran en las fauces de los leones para comerse sus vísceras y roerles los huesos. Porque, ¿cuánto tiempo hacía que la señora Hirsch sabía que su marido la engañaba? Años, tal vez. Pero su instinto había despertado de golpe, y ahora no se detendría hasta revolverle las entrañas.
Buscó en los demás canales de aire alguna información sobre el homicidio de la Loca. Los noticieros pasaron por alto el crimen, todos menos uno, que la noche anterior había mandado un móvil a cubrir una maratón de nudistas y por casualidad encontró el cadáver todavía humeante junto a la boca del subte. Según la cronista había sido un accidente: la víctima, que era alcohólica, había comprado una botella de alcohol fino y se la estaba bebiendo cuando alguien arrojó una colilla encendida, con tan mala suerte para la Loca que calló sobre sus ropas y ella, del susto, se volcó le líquido sobre el cuerpo y comenzó a arder. Para Balestra la explicación dejaba mucho que desear: cualquiera sabía que era más barato comprar un litro de vino que un litro de alcohol fino.
Después, el rostro de buldog acicalado del presentador del noticiero le cambió el humor y lo obligó a pensar en otras cosas: ¿cómo había logrado ese tipo casarse con semejante mujer? Era un misterio, y como todos los misterios que Balestra no podía resolver, le provocaba una ira incontenible.
­        Cornudo - gritó.
Balestra volvió a insultarlo tomándose el pito mientras el otro hablaba del Merval, de los mercados bursátiles, el precio del dólar y anunciaba un futuro informe periodístico sobre trata en la Triple Frontera.


El matadero de Andrés Hirsch estaba ubicado en el tercer piso de un antiguo galpón portuario convertido en edificio modernista. El balcón daba a uno de los diques malolientes que, a pesar de la intención del arquitecto, brindaban una vista que nunca sería la de Ámsterdam o Venecia. No había seguridad privada, ni tampoco un portero que controlara la entrada y la salida de los visitantes: un detalle de lo más apropiado para alguien que quisiera ocultar el encuentro con amantes, dealers o testaferros. Sin embargo, los trajes color caqui de Prefectura recorrían el paseo peatonal sin descanso.
Balestra permaneció sentado en su auto durante un par de horas, escuchando a un locutor de radio que discutía con todos los oyentes que se comunicaban con su programa. Paradójicamente, a pesar del maltrato de aquel tipo, los oyentes no dejaban de oír el programa ni de llamar para hablar con él. Gente masoquista, pensó Balestra; sin embargo la música era aceptable y hacía más llevadera la espera y el calor de otro día agobiante.
Hacia el mediodía Andrés Hirsch bajó de un taxi que se detuvo en la puerta del edificio. Llevaba un traje azul con delgadas líneas celestes, camisa blanca y corbata azul. Antes de entrar, un gesto típico de infiel paranoico, miró hacia ambos lados de la calle. Después se metió en el edificio.
Balestra apagó la radio con un poco de rabia: él, que prefería evitar las multitudes, había tenido que soportar dos horas de grandes orquestas para que al fin pasaran el cuarteto de cuerdas que sonaba ahora. Al cerrar el auto, decidió que después de terminar la investigación pasaría el día en la oficina escuchando su propia música.
Miró por la puerta acristalada: el vestíbulo de entrada del edificio estaba vacío. De un bolsillo Balestra retiró una ganzúa y pasó algunos minutos intentando abrir la puerta. Cuando lo consiguió, subió las escaleras hasta el tercer piso y buscó una buena posición para esperar el momento oportuno. Se atrincheró en las escaleras. Desde allí podía ver las ventanas del departamento de Hirsch, ocultas por cortinas blancas. Vio dos sombras que iban y venían de un lado a otro; también oyó una voz, sólo una voz. Quizá Hirsch estuviera hablando por teléfono, o bien prefería amantes mudas.  
Lo despertó el ruido del ascensor. Se había quedado dormido sólo unos segundos, pero le pareció que acaba de despertar después de una larga cura de sueño. Del ascensor bajó un repartidor de empanadas, un adolescente desgarbado que tocó timbre, esperó unos minutos y, al no obtener respuesta, se marchó insultando en voz alta para que lo oyeran todos los habitantes del edificio.
La amante de Hirsch no aparecía por ninguna parte. Balestra sabía que en algunos casos ellas esperaban dentro del departamento y, tal vez por eso, dedicado a lo suyo, Hirsch no había podido ni querido responder al timbre. Balestra se incorporó y se acercó a la puerta con la máquina fotográfica colgada al cuello. El mejor promedio de la promoción 1980 de la Escuela Nacional de Policía de Uruguay convertido en un papparazzi de maridos infieles.  
Se puso nervioso, y comenzaron a sudarle las manos. Dos veces tuvo que agacharse para recoger la ganzúa que dejaron caer sus dedos húmedos y temblorosos. Pensó en Hirsch cogiendo con su amante y sintió unas ganas enormes de besar los pechos bronceados de Débora. La ansiedad de que llegara ese momento le dio el envión que necesitaba para hacer su trabajo.
Apoyó una oreja en la puerta y oyó un gemido quedo. Hirsch ya estaría tendido sobre o debajo o al costado de su amante, exhausto, y no se movería durante los próximos segundos. La foto perfecta. Balestra introdujo la ganzúa en la cerradura, pero al tocar la puerta se encontró con que estaba abierta.


Al entrar, Balestra supo que Hirsch no se movería en los próximos segundos ni en los próximos años: boca abajo en la cama, estaba tendido sobre un charco de sangre que ya había comenzado a gotear sobre la alfombra. Tocó el cuerpo: aún estaba tibio. Tibio y muerto.
Como un acto reflejo, Balestra se llevó una mano a la sobaquera buscando su pistola, después le quitó el seguro y comenzó a registrar el departamento. Las ventanas del cuarto estaban abiertas de par en par y las cortinas se agitaban con el viento. La puerta de servicio estaba cerrada con llave; el otro cuarto estaba vacío, y también el baño, la cocina, los placares y el enorme living con vista al dique. Nada parecía indicar que había habido otra persona además del muerto. Balestra se tocó la frente, nervioso, y se sentó en un sillón con el arma apuntando en todas direcciones.
No tendría que haber aceptado el trabajo; lo supo en cuanto vio a la señora Hirsch de pie ante su escritorio. Pero necesitaba la plata, y ahora tenía un cadáver en la cama y su presencia en el departamento lo comprometía con aquella muerte. Evaluó la situación. Homicidio, sus propias huellas en la puerta, una amante vengativa que luego de matar a Hirsch se había escapado vaya a saber por dónde.
Su propio caso ya había acabado; la señora Hirsch podía quedarse tranquila: su marido no sólo no volvería a engañarla sino que además le ahorraría los gastos del juicio de divorcio. Lo que Balestra debía hacer era limpiar sus huellas del pomo de la puerta, tomar la máquina fotográfica y largarse de ahí. Pero había algo que lo retenía, quizá la sensación de verse envuelto en un caso importante, con muerto y todo.
Se incorporó para examinar a Hirsch. El asesino se había ensañado con el rostro: al girar el cadáver Balestra descubrió un corte que le había rasgado el pecho; las cuencas de los ojos estaban vacías, y los ojos derramados en un líquido viscoso que manchaba la almohada.
 Después, con cuidado, se asomó a la ventana evitando tocar nada. Con la puerta de servicio cerrada, esa ventana era la única salida que podía haber usado el asesino, pero tendría que haber saltado dos metros para alcanzar el balcón contiguo. O tal vez se habría marchado por la puerta principal mientras él dormitaba en las escaleras… Apremiado por el fantasma de su propia incompetencia, Balestra decidió fotografiar el escenario para analizarlo más tarde, después de hacer unos llamados y entregarle la información a su clienta.
Antes de salir le dedicó una última mirada al cadáver. Limpió el pomo de la puerta y bajó las escaleras, eufórico, con más adrenalina de la que su cuerpo había producido en los últimos veinte años.


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