Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 23 de noviembre de 2015

Lecturas escritas III: "Herejes", de Leonardo Padura.



Cabeza de Cristo, Rembrandt.



Cuando publiqué la primera entrega avisé que soy inconstante. Ya pasó un año desde la segunda lectura escrita, y aunque en ese tiempo leí varios libros (algunos buenos) ninguno fue tan importante como para obligarme a escribir sobre él. Pero hoy terminé “Herejes”, de Leonardo Padura (Tusquets), y me resulta inevitable contar las (muchas) gratas impresiones que me dejó este libro.

“Herejes” no es el primero sino el último libro (hasta ahora) de la saga del Conde, Mario Conde, un cubano de 55 años, ex policía devenido en detective, que sobrevive buscando libros antiguos en la Habana para venderlos al exterior a través de un dealer del mercado negro, el Palomo (divino personaje).
En “Herejes”, el Conde debe ayudar a un judío americano, hijo de cubanos, que busca un original de Rembrandt que pertenecía a su familia desde hacía siglos y que su abuelo trajo a Cuba desde Polonia en 1939, para venderlo y así obtener un salvoconducto que les permita salvarse del nazismo. El plan del abuelo Kaminsky no funcionó, ellos fueron asesinados por los nazis y la pintura desapareció durante años. Ahora el nieto está decidido a aclarar ese camino y necesita a Conde para rastrear aquella pintura tan particular: apenas un rostro, la cara de un Cristo visiblemente judío pintado y firmado por Rembrandt, que ha salido a subasta en Londres por varios millones de dólares. Entonces, ¿estuvo en Cuba la pintura? ¿Cómo, cuándo salió?

No voy a contar la resolución de la pesquisa del Conde, pero sí decir que en esa búsqueda se cruza con un grupo de emos. Sí, unos emos que resultan ser el grupo de pertenencia de una chica desaparecida que termina convirtiéndose en el segundo caso, o historia secundaria, de la novela. Un emo en Cuba, ese podría ser el título de otro libro.

Pero este, “Herejes” se va desarrollando con una escritura perfecta. Siempre, lo que más disfruto de un libro es eso: la escritura. Y Padura escribe de puta madre. Disculpen el exabrupto, pero este Padura es bueno en serio: sensible, con un humor que Balestra disfrutaría… Los guiños con la novela negra son tantos, y tan buenos, que llegado al final de la lectura no sabés si leíste una novela negra o una novela histórica. Porque sí: Padura tiene tanta pluma (o teclado) que se permite meter en medio del relato policial la historia del joven judío sefaradí ambientada en el floreciente Amsterdam del siglo XVII llamado Elías Ambrosius, que además de servir de modelo para que Rembrandt pinte el rostro que debe rastrear el Conde tres siglos y pico mas tarde, se convierte en pupilo del genio holandés aunque eso lo lleve a renegar de los preceptos del judaísmo y a enfrentarse y padecer la furia de su propia tribu, indignada por el pequeño idólatra que desea dedicarse a la pintura. Esa historia dentro de la historia es bellísima. Como lector, mi categoría preferida es la de libros de mañana. Es decir, libros que si los leés a la mañana en ayunas, tomando el primer termo de mate, te dejan de buen humor para el resto del día. Todo “Herejes”, pero sobre todo su capítulo “Libro de Elías”, es un libro para leer a la mañana y quedarse todo el día contento.  

Pero vuelvo al Conde: un personaje para disfrutarlo, auténtico antihéroe, con una sensibilidad extraordinariamente sórdida y querendona. Su encuentro con el mundo de los emos está tan bien planteado por el autor que llama a la reflexión: esos pibes que prefieren autoexiliarse, sodomizarse, lastimarse, vestirse de negro son los únicos y verdaderos revolucionarios de una revolución encorsetada o de aquel sueño irresoluto de Fidel y el Che que terminó con gente encerrada, fusilada, gente embalsada, o gente que vende su cuerpo o sus mejores libros para conseguir dólares que les permitan matar el hambre.

Conde se toma un ron sentado en un sillón encadenado para que nadie se lo robe por la noche, a la luz de una lamparita que cada noche debe retirar y guardar… ¿Esta es la revolución?, se pregunta el Conde. Como tantos otros latinoamericanos, el Conde pertenece a una generación que creyó que todos los males de la isla se terminarían con Batista y que la revolución y la construcción del Hombre Nuevo sólo les traerían felicidades. Ahora, en el comienzo de su vejez, el Conde puede notar que en los últimos estertores del sueño revolucionario solo queda una moraleja: la burocratización de la conciencia es la muerte de la ideología.
De ahí que en la novela aparezcan tantos ejemplos de idealistas revolucionarios que van avanzando en la burocracia gracias a los negociados que, debido a su lugar en la pirámide que preside “el gran líder”, pueden llevar a cabo en el mercado negro de la Habana. Y serán esos propios corruptos quienes llevarán a Conde hacia la pista del cuadro de Rembrandt.

Por donde se lo vea, el libro es bueno, buenísimo, excelente. Y me hizo acordar mucho a Balestra: que no se entienda mal, el Conde es mejor que Balestra. Pero el uruguayo es un aprendiz, y comparte con el Conde cierta visión del amor a las mujeres: como Débora, Tamara, la amante de Conde, es un satélite que no pide nada pero que da todo. Esa relación sirve de bálsamo para lo que el detective, los detectives, deben enfrentar por el mundo.

Algo que no me gustó (lo único) es que el Conde se mueve entre libros, vende y compra, los conoce, los lee, los disfruta. Incluso tuvo el sueño de ser escritor. Si bien no me gustan esos guiños literarios en la literatura (por su hedonismo gratuito), comparto la opinión que el Conde emite sobre “el hijoeputa de Salinger, que escribía tan bien pero que no volvió a escribir un libro”. Ese bartebysmo siempre se agradece.

Y para terminar, me queda la alegría que me produce leer por primera vez a un autor que es tan pero tan bueno y que, encima, tiene muchos más libros que todavía no leí. Soy un lector feliz. No es poco.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario