Cabeza de Cristo, Rembrandt.
Cuando publiqué la primera entrega avisé que soy
inconstante. Ya pasó un año desde la segunda lectura escrita, y aunque en ese tiempo leí varios libros (algunos
buenos) ninguno fue tan importante como para obligarme a escribir sobre él. Pero hoy terminé “Herejes”, de Leonardo Padura (Tusquets), y me resulta inevitable
contar las (muchas) gratas impresiones que me dejó este libro.
“Herejes” no es el primero sino el último libro (hasta
ahora) de la saga del Conde, Mario Conde, un cubano de 55 años, ex policía
devenido en detective, que sobrevive buscando libros antiguos en la Habana para
venderlos al exterior a través de un dealer del mercado negro, el Palomo
(divino personaje).
En “Herejes”, el Conde debe ayudar a un judío americano,
hijo de cubanos, que busca un original de Rembrandt que pertenecía a su familia
desde hacía siglos y que su abuelo trajo a Cuba desde Polonia en 1939, para
venderlo y así obtener un salvoconducto que les permita salvarse del nazismo. El
plan del abuelo Kaminsky no funcionó, ellos fueron asesinados por los nazis y
la pintura desapareció durante años. Ahora el nieto está decidido a aclarar ese
camino y necesita a Conde para rastrear aquella pintura tan particular: apenas
un rostro, la cara de un Cristo visiblemente judío pintado y firmado por
Rembrandt, que ha salido a subasta en Londres por varios millones de dólares.
Entonces, ¿estuvo en Cuba la pintura? ¿Cómo, cuándo salió?
No voy a contar la resolución de la pesquisa del Conde, pero
sí decir que en esa búsqueda se cruza con un grupo de emos. Sí, unos emos que
resultan ser el grupo de pertenencia de una chica desaparecida que termina
convirtiéndose en el segundo caso, o historia secundaria, de la novela. Un emo
en Cuba, ese podría ser el título de otro libro.
Pero este, “Herejes” se va desarrollando con una escritura
perfecta. Siempre, lo que más disfruto de un libro es eso: la escritura. Y
Padura escribe de puta madre. Disculpen el exabrupto, pero este Padura es bueno
en serio: sensible, con un humor que Balestra disfrutaría… Los guiños con la
novela negra son tantos, y tan buenos, que llegado al final de la lectura no
sabés si leíste una novela negra o una novela histórica. Porque sí: Padura
tiene tanta pluma (o teclado) que se permite meter en medio del relato policial
la historia del joven judío sefaradí ambientada en el floreciente Amsterdam del
siglo XVII llamado Elías Ambrosius, que además de servir de modelo para que
Rembrandt pinte el rostro que debe rastrear el Conde tres siglos y pico mas
tarde, se convierte en pupilo del genio holandés aunque eso lo lleve a renegar
de los preceptos del judaísmo y a enfrentarse y padecer la furia de su propia
tribu, indignada por el pequeño idólatra que desea dedicarse a la pintura. Esa
historia dentro de la historia es bellísima. Como lector, mi categoría
preferida es la de libros de mañana.
Es decir, libros que si los leés a la mañana en ayunas, tomando el primer termo
de mate, te dejan de buen humor para el resto del día. Todo “Herejes”, pero
sobre todo su capítulo “Libro de Elías”, es un libro para leer a la mañana y
quedarse todo el día contento.
Pero vuelvo al Conde: un personaje para disfrutarlo, auténtico
antihéroe, con una sensibilidad extraordinariamente sórdida y querendona. Su
encuentro con el mundo de los emos está tan bien planteado por el autor que
llama a la reflexión: esos pibes que prefieren autoexiliarse, sodomizarse,
lastimarse, vestirse de negro son los únicos y verdaderos revolucionarios de
una revolución encorsetada o de aquel sueño irresoluto de Fidel y el Che que
terminó con gente encerrada, fusilada, gente embalsada, o gente que vende su
cuerpo o sus mejores libros para conseguir dólares que les permitan matar el
hambre.
Conde se toma un ron sentado en un sillón encadenado para
que nadie se lo robe por la noche, a la luz de una lamparita que cada noche
debe retirar y guardar… ¿Esta es la revolución?, se pregunta el Conde. Como
tantos otros latinoamericanos, el Conde pertenece a una generación que creyó que
todos los males de la isla se terminarían con Batista y que la revolución y la
construcción del Hombre Nuevo sólo les traerían felicidades. Ahora, en el
comienzo de su vejez, el Conde puede notar que en los últimos estertores del
sueño revolucionario solo queda una moraleja: la burocratización de la
conciencia es la muerte de la ideología.
De ahí que en la novela aparezcan tantos ejemplos de
idealistas revolucionarios que van avanzando en la burocracia gracias a los
negociados que, debido a su lugar en la pirámide que preside “el gran líder”,
pueden llevar a cabo en el mercado negro de la Habana. Y serán esos propios
corruptos quienes llevarán a Conde hacia la pista del cuadro de Rembrandt.
Por donde se lo vea, el libro es bueno, buenísimo, excelente.
Y me hizo acordar mucho a Balestra: que no se entienda mal, el Conde es mejor
que Balestra. Pero el uruguayo es un aprendiz, y comparte con el Conde cierta
visión del amor a las mujeres: como Débora, Tamara, la amante de Conde, es un
satélite que no pide nada pero que da todo. Esa relación sirve de bálsamo para
lo que el detective, los detectives, deben enfrentar por el mundo.
Algo que no me gustó (lo único) es que el Conde se mueve
entre libros, vende y compra, los conoce, los lee, los disfruta. Incluso tuvo
el sueño de ser escritor. Si bien no me gustan esos guiños literarios en la
literatura (por su hedonismo gratuito), comparto la opinión que el Conde emite
sobre “el hijoeputa de Salinger, que escribía tan bien pero que no volvió a
escribir un libro”. Ese bartebysmo
siempre se agradece.
Y para terminar, me queda la alegría que me produce leer por
primera vez a un autor que es tan pero tan bueno y que, encima, tiene muchos
más libros que todavía no leí. Soy un lector feliz. No es poco.
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