Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 30 de diciembre de 2015

Fugas.





Fuga de Hidalgo, del Penal de Devoto:
 
"El verano de 1960 fue insoportable. El sol parecía apuntar con toda su luz y su calor exclusivamente hacia el Penal de Devoto. Desde hacía cinco días, Frattini estaba confinado en un calabozo del Celular 5º a causa de una pelea en la que no había participado pero de la que había preferido no dar detalles a los celadores. El silencio tenía esas cosas: generaba tanto la confianza ciega de sus compañeros como la furia de los guardias.
-        Ah, ¿no vas a hablar? Entonces al calabozo – le habían dicho.
Y allí estaba: asándose en el celular del quinto piso junto con otros cuatro internos castigados. El calabozo era tan estrecho, que a veces se rozaban los codos o las rodillas bañadas de sudor. El aire parecía estancado allí dentro. De a ratos, Frattini y los demás se turnaban para respirar el aire limpio que entraba por las ventanas tan altas que bordeaban el techo.
Cuando llegó su turno, ayudó a bajar al compañero que estaba subido sobre sus hombros y cambiaron los roles. Con cuidado, Frattini pisó las rodillas del tipo, apoyó sus propias rodillas en los hombros del otro y al fin consiguió pararse.
De pronto, algo le llamó la atención. En la esquina, un hombre fumaba con una campera doblada sobre su brazo.
-        Ese boludo de ahí tiene campera. Con el calor que hace – dijo, para compensar el interés que sus compañeros mostraban debajo de él.
Pero entonces vio algo que no esperaba.
De pronto, frente a la ventana a la que estaba pegado, vio caer algo, y otra cosa más. Cuatro bultos pasaron delante de sus ojos y, abajo, se convirtieron en presos que emprendían su fuga.
-        Se escapan, hay unos turros que se están escapando – gritó Frattini, excitado.
-        ¿Quiénes son? – preguntaron sus compañeros.
-        Creo que son del 7º…
Cuando cayó el quinto preso, él tuvo que quitar la cabeza de la ventana para no ver lo que pasaba.
-        No, pelotudo – gritó Frattini.
-        ¿Qué pasa, Pistola?
-        Es Hidalgo.
Había caído con tanta mala fortuna que se había clavado una de las lanzas de la reja en medio del pecho y había rebotado hasta la calle. Ahí estaba ahora, con una terrible herida, gimiendo en medio de un charco de sangre. En ese momento, mientras Hidalgo sangraba y los otros escapistas dudaban qué hacer, comenzaron a oírse las sirenas. Pronto, por la calle del desaguadero Frattini vio acercarse a un Jeep cargado de guardias que disparaban hacia el lugar donde los otros presos se ocultaban, aun dentro del penal. 
-        ¿Qué pasa, Pistola?
Frattini no entendía lo que oía. Estaba completamente absorbido por las imágenes. Y en ese preciso instante, vio que el hombre de la esquina tiraba el cigarrillo al piso con parsimonia, y dejaba caer la campera que hasta ese momento había ocultado la ametralladora que tenía en la mano. Entonces comenzó a disparar.
-        Qué huevos que tiene ese hijo de puta – gritó Frattini, emocionado.
Los cartuchos caían de la ametralladora mientras los guardias retrocedían, volvían a subirse al Jeep y se marchaban de la escena. Desde su posición privilegiada, Frattini vio que el hombre de la ametralladora les hacía señas a los presos. Ellos comenzaron a saltar la reja mientras el tipo volvía a descargar otra balacera sobre la parte trasera del jeep que se alejaba. Hidalgo estaba perdido, pero los demás ya corrían en libertad. La calle estaba desierta.
Con sorpresa, con fascinación, Frattini vio que el hombre volvía a ocultar el arma debajo de la campera y se alejaba caminando tranquilamente. Después lo vio subirse a un auto que lo esperaba y se marchó, dejando tras de sí cientos de cartuchos de bala y decenas de policías heridos."

Fuga del Lacho Pardo del Penal de Las Heras:
 
"Además de historias de robos y asesinatos, a veces los presos contaban historias de regeneraciones fallidas. Muchos habían intentado cambiar de trabajo, dejar las armas, ser como los demás. El aburrimiento, el aislamiento, el silencio, pero sobretodo la soledad del encierro los enfrentaba con sus miserias, con las ausencias que habían acompañado sus años criminales. Algunos incluso lloraban, y perjuraban que cuando acabaran de cumplir la condena dejarían todo para reinsertarse en la sociedad.
Durante meses leían los diarios buscando anuncios con ofertas de trabajo. Se presentaban en todos, acompañados por su prontuario pero sobretodo por una inexperiencia que no podían ocultar: ninguno sabía hacer otra cosa que robar, y aunque estuvieran dispuestos a aprender cualquier tarea, los empleadores nunca se decidían a contratarlos. Así, empujados al desempleo, volvían a dedicarse a lo único que sabían hacer. Acaban siendo asesinados o, en el mejor de los casos, detenidos y confinados otra vez a prisión.
Por entonces Frattini había aprendido que la regeneración de un delincuente no dependía de su deseo, de su decisión, sino de la respuesta que encontrara en el mundo que lo rodeaba. Un mundo que desconfiaba de ellos y les negaba cualquier posibilidad de rectificación.
Otros, como Frattini, sólo querían recuperar la libertad para poder continuar su carrera criminal. De esos, Frattini y la mayoría se limitaban a soportar la condena en silencio, esperando el día de la liberación. Otros, en cambio, habían sido condenados a demasiados años de prisión, un tiempo precioso que no estaban dispuestos a resignar. A esos la única esperanza que les quedaba era la fuga, como a Lacho Pardo.
En Las Heras todos sabían que pronto se iba a fugar. Frattini se preguntaba cómo haría el Lacho para sortear los seis controles que separaban a los presos de la libertad. Un día, en el recreo, oyeron por los altavoces la orden de regresar al Pabellón. El ajetreo de los guardias, las armas que portaban, todo indicaba que algo había pasado. Todos los internos se presentaron para una nueva requisa improvisada. En voz baja, Frattini le preguntó al que tenía al lado qué había pasado. El preso lo miró y, con ojos soñadores, dijo:
-        El Lacho Pardo se las tomó.
Días después, al fin supieron lo que había pasado. Una hermana del Lacho lo había ido a visitar emperifollada con dos vestidos, uno debajo del otro. Inexplicablemente, la chica se había quitado uno y se lo había entregado al Lacho sin que los guardias se dieran cuenta de nada. Al día siguiente, disfrazado de mujer, Pardo se había mezclado entre las visitas y había cruzado los cinco primeros controles sin ser descubierto. Al fin, al llegar al último puesto de seguridad, los pantalones que llevaba debajo del vestido se deslizaron por sus piernas y el guardia descubrió la verdad. A los gritos, comenzó a alertar al resto del personal penitenciario, pero ya era tarde: el Lacho Pardo corría por Avenida Las Heras como una mujer enajenada, alzando los brazos con felicidad. Lo esperaba un auto. Se subió y nunca más volvió a caer en prisión."

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