"Esa noche vieron que los paisanos salían de las casas y se
alejaban hacia la costa cargando sillas y botellas de vino. Giovanni, que había
pasado todo el día fuera, se acercó a la casa para darles la noticia.
El Duce dará un discurso en Roma y
Don Caltanisetta ha sacado su radio a la calle para que todos podamos oírlo.
Su padre lo miró con furia, sin embargo asintió. Aunque no
le interesaba lo que podía llegar a decir ese sinvergüenza, debía continuar la
farsa que le permitía seguir con vida.
Se volvió hacia sus hijos mayores y les ordenó que lo
acompañaran.
-Tú también – dijo, sin mirar a
Giuseppina.
Desde
que se había acordado el compromiso, Marianno no era capaz de ocultar su
vergüenza ante su hija. Giuseppina lo sabía, pero eso no le bastaba para
perdonarlo.
-Tu prometido estará allí – agregó Giovanni,
sonriendo.
Marianno, Nino, los mellizos y Giuseppina fueron detrás de Giovanni.
Los carabinieris que se cruzaban en su camino lo saludaban y le gritaban
-Viva el Duce
haciendo
el saludo fascista.
Poco a poco se acercaron al grupo de paisanos que, de pie y
sentados en el suelo o en sillas, se agolpaban debajo del balcón de Don Caltanisetta.
Sobre ellos, el don fumaba sentado junto a algunos oficiales y una enorme caja
de madera que emitía el sonido de una marcha militar. En los dos extremos del
balcón habían colgado enormes banderas italianas que caían, flácidas, en
aquella calurosa tarde en la que no soplaba el viento.
Giovanni se adelantó; Giuseppina lo vio acercarse al grupo
de soldados que bloqueaban la puerta de la casa, cuidando que nadie se colara
en su interior. Por sobre las cabezas de los paisanos, Filippo empujaba a los
curiosos y daba órdenes a los jóvenes soldados que apenas le llegaban a la
altura de los hombros. Al ver a
Giuseppina, Filippo dejó lo que estaba haciendo y se acercó a ella.
-Buenas noches, me alegro de verte.
Giuseppina no dijo
nada, el que contestó fue su padre.
-Ella también.
Filippo la besó en la
mejilla y se marchó.
Para muchos, esa era la primera vez que veían una radio. Vicenzo
y Pietro entornaron los ojos como si quisieran descifrar el misterio que
envolvía aquella caja: ¿era posible que los músicos estuvieran escondidos allí
dentro? ¿o quizá estaban tocando en el salón del primer piso, a espaldas de don
Caltanisetta? Se lo preguntaron a Nino.
-Es una radio – les dijo su hermano
– la gente habla por ella desde Roma...
-¿Los músicos están Roma? –
preguntó Vicenzo, incrédulo.
-
No puede ser… - dijo Pietro.
Para ver mejor, Vicenzo se subió a los hombros de Pietro
durante unos minutos, y luego intercambiaron la posición. Hubieran querido
estar más cerca de la radio, tocarla, ver qué había en su interior… Tenían siete
años, pero hubieran hecho cualquier cosa por apoderarse de aquel prodigio.
Nino y su padre contemplaban todo sin hablar. Aburrida,
Giuseppina observaba a los paisanos que se acomodaban en las sillas y en el
suelo y bebían y hablaban a los gritos excitados por el vino que repartían los
hombres de Don Caltanisetta.
Cuando comenzó a sonar la Giovinezza los que estaban en el balcón se pusieron de pie. Los que
estaban en la calle hicieron lo mismo. Las voces se fueron apagando poco a
poco, y cuando terminó la música todos alzaron la vista hacia la radio.
Entonces el Duce comenzó a hablar:
-Combatientes de tierra, del mar y del aire. Camisas Negras de la
Revolución y de las Legiones, hombres y mujeres de Italia, del Imperio y del
Reino de Albania. ¡Escuchen! Una hora señalada del destino, sacude el
cielo de nuestra patria…
Se oyó un clamor de voces que obligaron al Duce a
interrumpir su discurso, en parte acallado por aquellos gritos y en parte para
disfrutar del efecto de sus palabras. En Castellamare todos se unieron a los
gritos que llegaban desde Roma y festejaban por adelantado la noticia que sólo
algunos esperaban oír. Giuseppina no lograba descifrar lo que gritaban. Al fin,
cuando todos se callaron, el Duce volvió a hablar:
-"…una hora de las decisiones irrevocables. La declaración de
guerra, ya ha sido consignada a los embajadores de…”
El Duce volvió a callar, y esta vez Giuseppina entendió lo
que gritaba la multitud:
-¡Guerra! ¡Guerra! – gritaban en
Roma.
-¡Guerra! ¡Guerra! – gritaba don Caltanisetta
en el balcón.
-¡Guerra! ¡Guerra! – gritaban
algunos paisanos, parados sobre las sillas.
-¡Guerra! ¡Guerra! – gritaron Vicenzo
y Pietro a coro, y sólo se detuvieron cuando su padre los sujetó del cuello.
El Duce continuó:
-“… a los embajadores de Gran Bretaña y de Francia.”
Desde el balcón, uno de los oficiales disparó al aire una,
dos, tres veces, alzando su pistola y provocando a los paisanos, que volvieron
a gritar:
-¡Guerra! ¡Guerra!
Junto a Giuseppina, su padre sudaba con nerviosismo. Ella
sólo podía oír frases sueltas, palabras incomprensibles que se mezclaban con
los gritos de quienes estaban a su alrededor:
-“…Nuestra conciencia está absolutamente tranquila… …un gran pueblo
es realmente tal, si considera sagrados sus empeños y si no evade las pruebas
supremas que ha dispuesto el curso de la Historia… porque un pueblo de cuarenta
y cinco millones de almas, no es verdaderamente libre si no ha liberado el
acceso a su océano... …cuando se tiene a un amigo se marcha hasta el final con
él… con Alemania, con su pueblo, con sus victoriosas fuerzas armadas...
Alguien, de pie sobre una silla, agitó una bandera italiana
y todos aplaudieron. Don Caltanisetta alzó la mano y de pronto se hizo un
silencio. En medio del paroxismo que se extendía desde los Alpes hasta aquel
último rincón del país, el Duce los animaba a tomar una decisión irrevocable:
-“…Pueblo italiano, corre a las armas y demuestra tu tenacidad, tu
ánimo, tu valor."
Música. Una melodía de violines y platillos envolvió la
calle, el pueblo entero. En el balcón don Caltanisetta se abrazaba con los
oficiales, los paisanos batían palmas mientras los soldados disparaban sus
fusiles al cielo violáceo, aún vacío de estrellas.
-Vamos – ordenó Marianno y, seguido
por Nino y Giuseppina, comenzó a abrirse paso entre la gente.
Vicenzo
y Pietro se demoraron algunos minutos observando a los soldados que sujetaban
la radio en el balcón y se disponían a cargarla al interior de la casa. Su
padre, Nino y Giuseppina los esperaban en una esquina. Al verlos llegar,
Marianno se acercó a ellos y les dio una bofetada a cada uno. Hipnotizados por
el fervor que los rodeaba, Vicenzo y Pietro ni siquiera sintieron el golpe.
Marianno murmuró un insulto y apuró el paso.
En el camino se cruzaron con una anciana vestida de negro,
que aferraba un rosario y lloraba levantado las manos al cielo.
-Santa Madonna, Santa Madonna.
Al llegar a la casa, la abuela estaba de pie en la puerta
frotándose las manos en el delantal.
-Comenzó la guerra – dijo
Giuseppina.
-Desgraciados, nos matarán a todos.
Marianno mandó a Nino y a los mellizos a acostarse; al día
siguiente saldrían para el campo. Sus hijos se quitaron las ropas y se
acostaron rápidamente, aunque no pudieron dormirse hasta poco antes del
amanecer: desde la cama podían oír los festejos, los cánticos y los disparos
que continuaron durante toda la noche de aquel 10 de junio de 1940.
Marianno, en cambio, se quedó fumando junto al pozo,
contemplando el reflejo de la luna sobre un trozo de mar. El azote de la Providencia
volvería a castigarlos a todos, y él miraba los buques petrificados en las
aguas calmas del Golfo sabiendo que no bastarían para detener a los enemigos
del Duce.
En la cama, con el pequeño Giulio entre sus brazos,
Giuseppina lloraba por su destino, pero más aún por haber permitido que Vito se
fuera. Había sido una cobarde al rechazarlo. Ahora lo sabía. En el silencio de
la casa, Giuseppina decidió que lo único que quería era escaparse con Vito."
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