Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 5 de julio de 2016

No hay, al principio, nada. Pero al final de todo está Saer.





Hoy, en el diario El País de España salió una nota sobre un autor tan insignificante y promocionado como es Houellebecq, donde se anuncia que habrá una exposición con imágenes “de sus obsesiones”. No leí la nota porque este tipo (cuyo cuerpo ha devenido en el de una señorona de peluquería) no me interesa, pero sirvió para recordar a Saer. No por sus parecidos, claro, sino por algo que pasó la segunda (y última vez) que ví a Saer en mi vida.

La primera fue a finales de los años 90. Mis suegros, cariñosamente empecinados en civilizarme y darme herramientas para mi formación, me invitaron a la charla que Saer iba a dar en el Club de Cultura Socialista de la calle Moreno. Fui, nervioso como pocas veces. Saer llegó, le sirvieron un whisky y dijo “Me olvidé el DNI, pero me acordé que Freddy Storani es el ministro del interior y entonces no volví a buscarlo”. Todos le festejamos el chiste, yo también, aunque no sabía por qué. Después, sumado a la ronda íntima previa a la charla general, alguien le dijo a Saer que yo estaba escribiendo mi primera novela y, aunque lo pedí, la tierra se negó tragarme. Él sonrió por compromiso, ¿qué otra cosa podía hacer? De la charla que dio no me acuerdo nada, sólo la imagen desarreglada de ese tipo que escribió varios de los mejores libros que tengo en mi biblioteca.

La segunda vez que lo vi fue en Barcelona. Lo habían invitado a participar de un evento llamado Cosmópolis, algo así como un supermercado fiestero de la literatura, dos palabras (fiesta y literatura) que nunca voy a aceptar como parte de lo mismo. Entre el público, además de algunos latinos, sobre todo argentinos, también había muchos europeos, más que nada franceses.

La visión que los europeos tienen de América Latina oscila entre las FARC, la Capoeira y Macondo, un mérito del boom y un estigma que cargamos los que pertenecemos a generaciones posteriores a la época de los 60-70. Y casualmente aquel día en Cosmópolis un catalán le preguntó Saer cuánto lo había influido el boom latinoamericano. Saer respondió con respeto pero su respuesta fue entre dudosa, forzada y fingida. Algo así como “y bue… qué vamos a hacer, dicen que fueron importantes”. La cadena de Saer estaba tensa, se notaba, y se le terminó de salir minutos más tarde cuando una francesa, que evidentemente sabía que él venía desde Francia, le preguntó qué opinaba de Houellebecq. Ahí Saer ya no pudo esconder el enojo. “¿Qué quiere que le diga de ese? Mejor no opino, no me interesa, es un asqueroso”. En ese momento (tenía 27 años) su respuesta me dejó sorprendido; hoy (al borde del abismo de los 40) me arrepiento de no haberlo aplaudido de pie.

Cuando terminó la charla, y los buitres y las palomas nos arremolinamos delante de Saer, yo aproveché un descuido y lo encaré sosteniendo Delivery, mi primera novela: “Seguro que en su casa tiene una mesa desnivelada. Si pone este libro debajo de la pata, se le va el problema”, le dije. O algo así, pero un mensaje claro: no se lo doy con la esperanza de que lo lea, sino que quiero dárselo. Como si esa novelita bastara para pagarle a Saer todo el disfrute que me produjeron sus libros. El tipo me miró con curiosidad por un segundo, y yo me fui satisfecho. Había cruzado los Andes de mi timidez, le había dado mi libro “al groso”.

Después de tantos años, confieso que mi vida de padre me impide seguir leyendo a Saer, porque es un autor que no se puede leer de a ratos, cinco páginas por día. Hay que meterse en el río y nadar. Sin embargo, los suyos siguen siendo los libros que más me sacudieron entre los 20 y los 30, cuando uno es permeable a las sacudidas. El primero que leí fue La pesquisa, que comparado con los otros parece un librito de nada. Del resto, hay tres que son fundamentales: El entenado, El limonero real y Nadie nada nunca.

Y sobre todo una frase, que es la letanía del país en que vivimos: “No hay, al principio, nada”. Al principio no hay/hubo nada, pero al final, 11 años después de su muerte, podemos decir que quedó de todo: y seguramente la suya sea la obra literaria más importante de la segunda mitad del siglo XX argentino.

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