La última vez que vino a Buenos Aires, Frattini me contó que ese día había salido a caminar con su mujer por Avenida Las Heras. Dos ancianos entrañables, paseando bajo el sol. Al llegar al Parque, Frattini vio a un chico que miraba el césped con una pelota debajo del brazo. "¿Sabés qué había acá antes de que esto fuera una plaza?", le preguntó Frattini. Pero después, arrepentido, no le quiso dar la respuesta para no atormentarlo y quitarle la ilusión de jugar al fútbol ahí, en ese mismo lugar donde Frattini había estado encerrado en los años 60.
"Cuando
Domingo Faustino Sarmiento construyó la penitenciaría de la Avenida Las Heras, los
porteños pensaron que era demasiado grande para los pocos convictos que había.
“Algún día esta cárcel será demasiado pequeña para encerrarlos a todos”, dicen
que dijo Sarmiento, y su premonición se cumplió mucho antes de que llegara
Frattini.
Ubicada
en el centro de la ciudad, demasiado cerca de las zonas donde vivían los ricos
y los aristócratas porteños, la Penitenciaría parecía una ciudad secreta en la
que sólo vivían los hombres prohibidos. Tan prohibidos que ni siquiera podían
ser vistos por los vecinos, que por ley municipal debían tener las persianas de
sus ventanas cerradas hasta que cayera la noche.
Si
bien los exteriores del penal estaban delimitados por bellos jardines, al
cruzar la reja que protegía el perímetro todo era tan gris como en cualquier
cárcel. La diferencia, además del tamaño, era que allí los presos con buena
conducta podían mantenerse ocupados realizando distintas tareas. En los
talleres podían aprender el oficio de herrero, panadero, carpintero, sastre y
decenas de ocupaciones que permitían que el tiempo pasara más rápido. Allí, en
los tiempos de Perón, los ocho hornos del Penal trabajaban noche y día,
cociendo el pan que se repartía en todas las escuelas y hospitales públicos de
Buenos Aires. Aquella, dicen, fue una época dorada para los presos de Las Heras.
Al
llegar, Frattini fue destinado al Pabellón 1º. En el 5º, le dijeron, estaban
los presos más peligrosos del penal. Con el correr de los días, los fue
conociendo a todos. Los amigos en común, las historias que uno y otros
conocían, los acercaban hasta la confesión.
Así
conoció a los hermanos Prieto. Mario y Miguel Prieto. Miguel, el Loco Prieto,
como lo llamaban la prensa y sus amigos, era uno de los héroes del penal. Su
leyenda decía que siempre iba armado, pero que casi nunca disparaba. Eran
tiempos de valientes, y no de asesinos. El Loco Prieto podía entrar a un banco
y vaciar la caja fuerte sin hacer un solo disparo. Le bastaba mostrar la culata
de su pistola, asomando por la cintura, para que todos le hicieran caso. Su
leyenda era tan inmensa que había superado los límites de las cárceles. Los
diarios hablaban de él. Los policías hablaban de él. A Frattini le gustaba
oírlo hablar, siempre con los ojos en blanco, como si tuviera tatuados en las
pupilas cada uno de sus hechos.
-
Si sacás el arma, sólo es para
disparar – decía el Loco Prieto.
Y
no mentía.
Algunos
presos, que lo habían visto en acción, decían que nunca sacaba el arma en los
asaltos. Por más que tuviera que detener un camión en medio de la ruta, le
bastaba mostrar su rostro, apretar los dientes y correr levemente el saco para
dejar ver la pistola. Frattini valoraba esos detalles como ninguno. Escuchando
al Loco Prieto recordaba la estupidez de Zamudio y Peralta, caricaturas de
ladrones, más pendientes de dañar que de realizar su trabajo.
Dicen
que una de las pocas cosas que llevaba a Prieto a sacar el arma era la traición.
Para eso no había misericordia. Si un compañero lo vendía o lo estafaba, podía
darse por muerto. Entonces no amenazaba, no exigía arrepentimiento, no mediaban
las palabras. Directamente, se acercaba al traidor y con crueldad la agujereaba
a los tiros. Como un Loco.
Villarino
era otro peso pesado que tenía muchas cosas en común con el Loco Prieto. Él
tampoco usaba su arma. Lo que le interesaba era robar, hacer su trabajo,
obtener un botín y marcharse sin problemas. Un profesional que nunca se dejaba
llevar por el mal humor del día ni por la sed de revancha que podría sentir
hacia la policía que lo perseguía desde hacía años. Durante su primera estadía
en Las Heras, Frattini a Villarino sólo lo vio de lejos. Lo llamaban el Rey del
Boleto, porque nunca nadie sabía qué parte era verdad y qué parte mentira de
todo lo que contaba. Pero lo contaba tan bien, que nadie podía resistirse a sus
historias.
Otro
de los personajes de Las Heras era el Mono Paz. Nunca nadie tuvo un sobrenombre
tan acertado como él. Morocho, con la cabeza repleta de pelos negros, cejas
espesas, ojos lascivos y una dentadura maltratada, parecía un primate.
Además
de historias de robos y asesinatos, a veces los presos contaban historias de
regeneraciones fallidas. Muchos habían intentado cambiar de trabajo, dejar las
armas, ser como los demás. El aburrimiento, el aislamiento, el silencio, pero
sobretodo la soledad del encierro los enfrentaba con sus miserias, con las
ausencias que habían acompañado sus años criminales. Algunos incluso lloraban,
y perjuraban que cuando acabaran de cumplir la condena dejarían todo para
reinsertarse en la sociedad.
Durante
meses leían los diarios buscando anuncios con ofertas de trabajo. Se
presentaban en todos, acompañados por su prontuario pero sobretodo por una
inexperiencia que no podían ocultar: ninguno sabía hacer otra cosa que robar, y
aunque estuvieran dispuestos a aprender cualquier tarea, los empleadores nunca
se decidían a contratarlos. Así, empujados al desempleo, volvían a dedicarse a
lo único que sabían hacer. Acaban siendo asesinados o, en el mejor de los
casos, detenidos y confinados otra vez a prisión.
Por
entonces Frattini había aprendido que la regeneración de un delincuente no
dependía de su deseo, de su decisión, sino de la respuesta que encontrara en el
mundo que lo rodeaba. Un mundo que desconfiaba de ellos y les negaba cualquier
posibilidad de rectificación.
Otros,
como Frattini, sólo querían recuperar la libertad para poder continuar su
carrera criminal. De esos, Frattini y la mayoría se limitaban a soportar la
condena en silencio, esperando el día de la liberación. Otros, en cambio,
habían sido condenados a demasiados años de prisión, un tiempo precioso que no
estaban dispuestos a resignar. A esos la única esperanza que les quedaba era la
fuga, como a Lacho Pardo.
En
Las Heras todos sabían que pronto se iba a fugar. Frattini se preguntaba cómo
haría el Lacho para sortear los seis controles que separaban a los presos de la
libertad. Un día, en el recreo, oyeron por los altavoces la orden de regresar
al Pabellón. El ajetreo de los guardias, las armas que portaban, todo indicaba
que algo había pasado. Todos los internos se presentaron para una nueva requisa
improvisada. En voz baja, Frattini le preguntó al que tenía al lado qué había
pasado. El preso lo miró y, con ojos soñadores, dijo:
-
El Lacho Pardo se las tomó.
Días
después, al fin supieron lo que había pasado. Una hermana del Lacho lo había
ido a visitar emperifollada con dos vestidos, uno debajo del otro.
Inexplicablemente, la chica se había quitado uno y se lo había entregado al
Lacho sin que los guardias se dieran cuenta de nada. Al día siguiente,
disfrazado de mujer, Pardo se había mezclado entre las visitas y había cruzado
los cinco primeros controles sin ser descubierto. Al fin, al llegar al último
puesto de seguridad, los pantalones que llevaba debajo del vestido se
deslizaron por sus piernas y el guardia descubrió la verdad. A los gritos,
comenzó a alertar al resto del personal penitenciario, pero ya era tarde: el
Lacho Pardo corría por Avenida Las Heras como una mujer enajenada, alzando los
brazos con felicidad. Lo esperaba un auto. Se subió y nunca más volvió a caer
en prisión.
Pero
Frattini nunca pensó en escaparse. Los meses que pasó en Las Heras fue un
ejemplo de buena conducta. Tanto es así que logró que lo trasladaran al penal
de Santa Rosa. Cuando se iba de Las Heras, alguien le dijo, con cierta envidia,
que se iba de vacaciones. Frattini entendió a qué se refería cuando llegó a La
Pampa y vio aquel cielo límpido, brillante que se abría sobre el playón del
penal.
Todos
los internos que aguardaban la libertad allí, contaban con una condena, es
decir que habían logrado escapar del limbo donde miles de otros presos purgaban
sus penas no reconocidas. Como en Las Heras, allí también había talleres de
oficio, y rápidamente Frattini consiguió que lo designaran a la panadería.
El
horario de trabajo iba a contramano de la vida carcelaria. Mientras los presos
dormían, él y otros pocos trabajaban en torno a los grandes hornos. Lejos de
fastidiarlo, aquello era una excelente forma de escapar de la realidad.
Cuando
todos se acostaban, él se marchaba a trabajar. Cuando todos tenían que vivir
encerrados en cuatro paredes, él saludaba a los guardias y salía del penal para
dirigirse a la panadería. Cuando todos despertaban sin saber qué hacer, él
llegaba agotado por el trabajo, listo para dormir.
Ya
no podía escribirse con sus amigas de la revista O Cruzeiro, pero al menos
podía entretenerse con tareas que creía nunca le podrían interesar. Pero aquello
era una panacea para su encierro. En menos de un mes, ya había entablado
relación con los convictos más peligrosos, pero también con aquellos que
sufrían el encierro con temor a ser asesinados, violados o torturados por el
resto. Quizá fuera el recuerdo de Zamudio, quizá su propia infancia, lo cierto
es que se interesaba por aquellos desvalidos que no podían defenderse. Así
conoció al Turquito, un muchacho delgado y nervioso de apenas veintiún años.
Un
amanecer, luego del trabajo, Frattini regresó a su celda con la idea de tomar
unos mates antes de irse a dormir. Al pasar junto a la celda del Turquito, lo
vio en calzoncillos y camiseta de pie sobre la cama. Su rostro era una máscara
de espanto, como si el suelo de la celda estuviera repleto de alimañas que
quisieran devorarlo. A pocos metros de distancia, el celador contemplaba el
pasillo y miraba con interés hacia la celda del Turquito.
-
¿Qué pasó, Turco? ¿Qué hacés así? –
preguntó Frattini, sosteniendo la mirada del celador.
El
Turquito lo miró, abstraído en una ensoñación. Al fin pareció reconocerlo y
dijo:
-
Ahora me viene a buscar la
requisa, pero no voy a ir.
-
¿Y por qué te vienen a buscar?
-
Dicen que rompí un vidrio. Pero yo
no fui. Te lo juro, Pistola. Yo de acá no pienso irme. No, no me van a sacar… -
dijo el Turquito, temblando.
El
miedo lo había convertido otra vez en lo que era: un muchacho asustado
encerrado en una cárcel llena de convictos peligrosos y guardias ansiosos por
matar el tiempo torturando gente.
-
Quedate tranquilo, no va a pasar
nada… - dijo Frattini, sin mucho convencimiento.
El
Turquito sacudió la cabeza.
-
Me quieren matar, Pistola. Yo no
rompí el vidrio. Me sacaron al patio… estaba aburrido y le tiré un par de
piedras a las palomas, pero vidrio no rompí ninguno. Ayudame.
-
Vos quedate tranquilo. No te va a
pasar nada.
Frattini
se alejó. Estaba demasiado cansado para aguantar los miedos ajenos. Además, el
Turquito siempre había sido un chico exagerado. Lo más probable era que lo
confinaran un par de días al calabozo, y nada más.
Frattini
entró a su celda, que estaba abierta. Ese era otro de los beneficios de tener
un trabajo a contra tiempo: como sus horarios cambiaban permanentemente y tenía
tan buena conducta, los celadores nunca se preocupaban en cerrar su celda.
Agotado,
se sentó en la cama y comenzó a preparar el mate. Encendió la radio que había
conseguido a cambio de un par de retratos, y puso música.
Un
rato después, los gritos del Turquito callaron el parafraseo del Polaco
Goyeneche.
-
Verdugos, suéltenme… no me van a
llevar – gritaba desesperado, el Turquito.
Frattini
sintió que la boca se le llenaba de saliva.
Dejó
el mate y salió de su celda para ver qué pasaba. Entonces vio que dos guardias
tomaban al Turco de los brazos y las piernas e intentaban sacarlo de la celda.
Aterrorizado, el Turquito se retorcía y gritaba pidiendo auxilio. En el
forcejeo, tal vez sin intención, los guardias le golpearon la cabeza contra las
rejas de la celda.
-
Suéltenme…
Poco
a poco, los presos que dormían comenzaron a despertarse por los gritos. Todos
se acercaron a los barrotes para ver lo que pasaba. Frattini, que estaba fuera
de la celda, se acercó al Turco e intentó calmar a los guardias, diciendo que
el Turquito tenía un ataque de nervios. Los guardias lo insultaron y volvieron
a tirar del muchacho, que en su frenesí, se golpeaba contra el suelo y las
paredes mientras lo llevaban al calabozo de castigo.
De
pronto, Milla, uno de los presos importantes, gritó:
-
Pistola, abrí las celdas que lo
están fajando al Turco.
Frattini
no lo dudó ni un segundo. Inmediatamente, abrió cada una de las celdas del
pabellón. A la distancia, previendo un nuevo motín, el celador cerró las rejas
que permitían el acceso al pabellón y se marchó corriendo para dar la voz de
alarma. Pronto, todos los presos estaban fuera de sus celdas y golpeaban los
barrotes con todo lo que tenían a la mano, exigiendo la liberación del
Turquito.
Pasaron
las horas. Por la noche, el director del penal se presentó en el Pabellón.
-
Métanse en las celdas – dijo.
-
Primero liberen al Turco – dijo
uno de los presos.
-
El pibe no hizo nada – dijo
Frattini.
El
Director sacudió la cabeza.
-
Era el único que estaba en el
patio. Si no fue él quien rompió el vidrio, ¿quién fue? ¿El espíritu santo?
-
Pero le golpearon la cabeza contra
la pared, casi lo matan – dijo Milla.
-
No exageren, fue un accidente –
dijo el Director. Y luego, en tono amenazante, agregó: - Si no vuelven a las
celdas va a ser peor.
-
Queremos al Turquito de vuelta –
dijo Milla.
El Director resopló, aburrido. Luego hizo un gesto con su
mano derecha y se retiró acompañado por los guardias. Todos imaginaban lo que
podía pasar: un motín que duraba mucho siempre terminaba mal. Las cosas se
conseguían de inmediato, o no se conseguían nunca.
Al amanecer, con el rostro descansado por el sueño, el
Director emitió su sentencia:
-
Bueno, muchachos, se terminó.
Frattini, Milla y los demás cabecillas se van a ir al calabozo de castigo, y
los que no entren en las celdas en este momento, también van a ser castigados.
Piensenló. Yo los espero acá. Tengo toda la vida para esperarlos.
Bajo
la desganada mirada del Director, que estaba junto a la reja, los presos se
reunieron a debatir mientras los guardias observaban la escena desde lejos. Frattini
y Milla tomaron la palabra:
-
Nos entregamos. Si no, la va a
pagar todo el Pabellón.
Los
demás asintieron.
Al
fin, Frattini llamó al Director y dio por terminado el motín. Lentamente, los
presos regresaron a sus celdas. Cuando todos estuvieron dentro, el celador
activó el mecanismo y las rejas se cerraron. Frattini, Milla y otros dos
permanecieron en sus lugares, con las manos en alto. Sólo entonces el Director
dio la orden de que los guardias se acercaran. Formaron dos filas en torno a la
puerta para custodiar la salida de los cuatro cabecillas. La reja del Pabellón
se abrió con un ruido metálico. El Director invitó a Frattini y a los demás a
salir. Así lo hicieron, con las manos a la espalda. A medida que pasaban por el
cerco de guardias, recibieron una descarga de insultos, golpes y patadas. El
ataque era feroz, pero sólo podía ser el prólogo de un largo y cruel castigo:
encierro, picana, torturas. De pronto, Frattini vio que Milla se llevaba una
mano a la boca, retiraba la Gillette que tenían escondida bajo la lengua y
comenzó a cortarse los brazos para evitar la picana.
Pronto,
los brazos de Milla comenzaron a sangrar a chorros.
-
González, pare esa hemorragia –
gritó el Director, desesperado, temiendo que si Milla moría le cayera un
destacamento de funcionarios judiciales.
Inmediatamente,
González y otro guardia tomaron a Milla e intentaron detener la sangre con sus
manos. Milla gritaba, dolorido y excitado por el dolor, mientras su sangre se
derramaba por las manos de los guardias.
-
Deje eso oficial – dijo el
Director.
González,
lleno de sangre ajena, retiró sus manos de los brazos de Milla, que reía y los
insultaba a los gritos. Al fin, Milla fue conducido a la enfermería, mientras
que Frattini y los otros dos esperaban ser conducidos al calabozo de castigo.
Pero se equivocaban. Con sorpresa, Frattini vio como lo sacaban del penal bajo
un sol que quemaba la vista. Los cargaron en un camión, les pegaron, los
transportaron hasta una comisaría de Santa Rosa y los ubicaron en calabozos
individuales.
Con
una nostalgia anticipada, Frattini comenzó a extrañar su trabajo en la panadería,
el cielo calmo del amanecer y cada uno de los privilegios que había sabido
ganar hasta entonces. Sin embargo, con el correr de los días, se sorprendió de
la suerte que había tenido. Estaba esperando el almuerzo cuando se acercó un
hombre a los barrotes de su calabozo.
-
Pistola, qué orgullo tenerte acá –
le dijo el tipo.
-
¿Y vos quién sos? – preguntó
Frattini.
-
Un preso como vos. Pero por buena
conducta me encargo de cocinarles a los canas. Así que vos, Milla y los otros
van a ser mis invitados – dijo el tipo, sonriendo con las encías.
El
grupo de presos que cocinaba en la comisaría conocía a la perfección todas las
anécdotas, desde el golpe al Yerbatero hasta el motín de los últimos días. La
fama lo había precedido, y desde aquel día Frattini y los demás recibieron más
atenciones que de sus propias madres.
Al
fin, pasado un mes en el que se comportaron como obedientes inquilinos, él,
Milla y los otros dos obtuvieron un permiso para pasar media hora al día al
aire libre. Aquella primera salida descubrió que la comisaría estaba frente a
una plaza. Cada vez que ellos salían a caminar, esposados y custodiados por
varios agentes armados, unos parlantes pregonaban al pueblo que esos cuatro
hombres eran peligrosos y habían comandado un cruel motín. Era mentira, pero
bastaba para que los vecinos los señalaran de lejos y para que los niños que
jugaban en la plaza se marcharan corriendo a sus hogares. Y todo por defender
al Turquito miedoso.
Cuarenta
y cinco días después del motín, Frattini y los demás regresaron al Penal de
Santa Rosa. Para entonces la historia se había derramado sobre todos los oídos
de los Pabellones, y fueron recibidos como héroes. Durante cuatro días,
regresaron a la vida carcelaria, gozando de los recreos, de los partidos de
fútbol al aire libre y de la mísera libertad del preso que no está castigado.
Frattini pensó que lo peor había pasado, que las autoridades habían olvidado el
hecho. Sin embargo, al cuarto día, los cuatro cabecillas del motín fueron
conducidos ante el Director.
-
Ahora van a ir a la ropería a
buscar sus cosas - dijo.
-
¿Adónde vamos? – preguntó
Frattini, confundido.
-
A Las Heras.
Los
cuatro presos bajaron la vista. Las vacaciones se habían terminado."
No hay comentarios.:
Publicar un comentario