Hace muchos años, por casualidad, una noche escuché a
Alejandro Apo leyendo por radio un texto que me hizo llorar. Se titulaba “Esperándolo
a Tito”, y tiempo después me enteré que el autor era un tipo llamado Eduardo
Sacheri.
Hoy terminé de leer “Papeles en el viento”, la primera
novela que leo del autor. Para describir un poco el argumento, tengo que decir
que el texto arranca con el velorio del Mono, hermano de Fernando y amigo de
Mauricio y el Ruso. Hay dos líneas narrativas: una corre en tiempo pasado,
contando la infancia, adolescencia y juventud de estos cuatro amigos, hasta el
momento en que el Mono enferma de cáncer y muere. La otra línea narrativa va en
presente y cuenta la misión que tienen los tres amigos supervivientes tras la
muerte del Mono: recuperar la guita que el muerto invirtió comprando a
Pittilanga, una promesa de jugador de fútbol que nunca terminó de explotar. La
idea de Fernando, el Ruso y Mauricio es recuperar los 300.000 dólares del pase
para poder entregarle una mensualidad a la hija del Mono y, por el derecho que
da esa plata, poder verla seguido y hacerla de Independiente muy a pesar de “la
turra” de la madre. Todo está contado con humor, sin golpes bajos, con mucha
calle pero sin que esa calle ensucie la escritura, que es pulcra.
De un libro espero pocas cosas que, si no las
tiene, me generan una decepción enorme. A un libro le pido que me emocione, me
conmueva, me cuente una historia, me haga reír, me de miedo, bronca… y tengo
que decir que “Papeles en el viento” me dio todo eso. Literariamente, tengo mis
objeciones: le sobran como 100 páginas y hay palabras demasiado intelectuales
para lo que pide la historia. Quiero creer que esos errores son debido a las
presiones de algún editor o, quizá, cierta ansiedad del autor para que se lo
reconozca en los círculos literarios. Algo que, creo, nunca va a pasar porque Sacheri se limita a contar una
historia sin pretensiones. Y, todos sabemos, los círculos literarios (o vitivinícolas,
gastronómicos, artísticos o lo que sea) viven de pretensiones porque esas
pretensiones forman el contorno que protege a los que están dentro
para que la quintita circular no sea invadida por los bárbaros o por los ajenos. Y encima a Sacheri se le ocurre contar una historia sin decirle a nadie qué es bueno o qué es malo, qué hay que pensar, a quién hay que votar, qué música escuchar, en fin, qué hay que consumir para ser in (porque el consumo cultural también es consumo, le joda a quien le joda).
Tengo que confesar que me gustan los autores que vienen de
afuera, quizá porque yo, cuando soy autor, sé que carezco de la formación
teórica de la literatura, del autorcito europeo de moda al que hay que citar, de
ser autorreferencial todo el tiempo, de escribir sólo para unos pocos lectores elegidos
(porque, todos saben, si te leen muchos es porque tu libro es malo). Por eso le
pago la cuenta a Sacheri. Como lo hago con Mario Puzo, Robert Graves e incluso
con el enorme Alejandro Dumas (padre), que en su época era acusado por su
masividad.
No me gustan las cosas exclusivas porque vengo de un lugar
donde la exclusividad se miraba desde afuera y uno tenía que entrar por una
ventana que alguien se olvidó de cerrar. Sacheri, particularmente,
entró porque Alejandro Apo leyó un cuento suyo al aire hace mucho tiempo. Y
después el tipo tuvo la posibilidad de mostrar su talento. Un talento fresco
que roza lo absurdo, pícaro sin ser pretencioso, con un humor a prueba de
enfermedades, de descensos, de sequía de títulos y esa cancha que, parece, nunca va a terminar de construirse.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario