Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 11 de octubre de 2016

Work in progress: El jinete de la medianera.



Soy de expulsar rápidamente las primeras versiones de textos que, generalmente, primero deben pasar meses, años, en el exilio de la carpeta "En proceso". Hoy encontré este comienzo de una novela que si bien tiene título ("El jinete de la medianera") y está por la mitad, todavía no pasó por la lupa que da el paso del tiempo. Sin embargo me sigue gustando. No sé si es el clima incómodo, si es que la madre se parece tanto a mi vecina, o esos hijos que parecen personajes de Tim Burton a la porteña. En fin. Volví a leerlo y me dio ganas de continuarlo. Pero para eso falta.



"Las macetas están ahí desde hace seis años. Quince cubos de cemento gris que ocupan el patio de casa. Mamá dice que las trajeron un día de sol. Pero yo estoy seguro de que llovía, porque los hombres que descargaron las macetas dejaron sus pisadas de barro por toda la casa, y mamá, que por entonces se preocupaba mucho por la limpieza, no los dejó ir hasta que fregaron el piso. Mirna no recuerda nada, seguro que no estaba. Nunca está. Es tan distinta a mamá. Lo único que tienen en común son las pastillas. Pero con una diferencia: mamá las toma para poder seguir atornillada a la cama y Mirna para poder pasar de cama en cama sin que ningún hijo la atornille a un matrimonio.
Dice que los hijos te amargan la vida como nosotros amargamos la de mamá. Nunca se lo dije, pero yo no creo que mamá esté así por culpa nuestra. Antes era alegre, cantaba, y nosotros ya habíamos nacido.
Lo que hizo cambiar a mamá fue el asesinato. Ese día sí que había sol. Si no, el policía que tocó el timbre para darnos la noticia no hubiera llevado anteojos negros. Mamá nos había ido a buscar a la escuela con Sabina, que dormía en el cochecito. Caminamos hasta nuestra casa sin decir nada. Mamá parecía triste. Algunas cosas se presienten, porque las personas que se quieren están conectadas de alguna forma extraña. Pobre papá. Ni siquiera tuvo tiempo para pedir las plantas y las semillas al vivero. Por eso las macetas siguen en la misma posición en que la dejaron aquellos hombres, y ahora están abandonadas y verdes de moho, acumulando el polvo y el agua de lluvia donde se crían los enjambres de mosquitos que sobrevuelan la casa.
-        Poné espirales, putaaaaaaaaaa – grita mamá desde el cuarto.
Son las once de la mañana. Anoche Mirna tampoco vino a dormir.
-        No está, los pongo yo – grito mientras entorno los ojos y hago una mueca graciosa para que Sabina se ría y no le preste atención a lo que mamá dice.
-        Esa me va a escuchar – grita mamá con todas sus fuerzas.
Me quito el sombrero y lo dejo sobre las macetas para que mamá no lo vea. La única vez que me vio con el sombrero puesto me dio vuelta la cara de un cachetazo. “No toques las cosas de tu papá”, dijo entonces.  
-        Lucaaaaaaaaaaaaaassssssss, estúuuuuuuupidoooooooooo.
El mentón de Sabina empieza a temblar antes de que el grito de mamá se diluya en el patio. Si no actúo rápido, va a empezar a faltarle el aire. Le hago señas para que se cubra los oídos. Ella extiende los dedos de sus manos, presiona las palmas contra las orejas y cierra los ojos. Siempre me hace caso. Le acaricio el cabello y le beso la mejilla. Pobrecita. Ella nunca conoció a papá, pero tampoco a nuestra otra mamá, la de antes del asesinato. Era buena, cariñosa, y le gustaba mucho la música. Pero ahora no: lo único que podemos escuchar en la casa es el silencio apenas alterado por el zumbido de los mosquitos.
Y sus gritos.
-        Lucaaaaaaaaaaaassss.
Desde el otro lado de la pared que delimita el patio llegan los murmullos del Profesor X. Con Sabina lo llamamos así desde el día en que lo vimos llegar, pelado y en silla de ruedas como el jefe de los X-MAN, ese que lee la mente. El Profesor X nunca habla fuerte. Murmura, solo o con su mujer, siempre murmura, y en las dos semanas que lleva viviendo en el departamento de al lado pude aprender a descifrar sus murmullos:
-        Qué mujer insoportable.
Entro a casa.
-        ¿Dónde está tu hermana? – grita mamá.
-        No sé – le contesto mientras comienzo a despegar los espirales sin que se rompan. Lo consigo sin problemas. Es una de las habilidades que tengo.
Con cuidado, inserto en el centro de cada uno de los seis espirales un escarbadientes, que después clavo sobre trozos de telgopor que distribuyo por todo el piso. En cámara lenta, las volutas de humo gris se unen para formar una nube repelente que comienza a expandirse por toda la casa.
Al entrar al cuarto de mamá descubro que se quitó el camisón. Hacía un mes que tenía puesta la misma ropa. Sonrío. Cuando mamá está desnuda parece otra. Su cuerpo no se contaminó con la tristeza. Mamá es hermosa.
-        ¿Qué me mirás? – dice, encendiendo un cigarrillo. Después, recorre el cuarto con la mirada y pregunta: - ¿Dónde está la nena? Si se manda una cagada la mato a ella y te mato a vos.
Pero yo sé que no va a matarnos. Si nos matara cada vez que lo dice, ya hubiéramos resucitado más veces que un gato.  
-        Está con las macetas. ¿Querés un mate cocido?
-        Después. Primero llename la bañadera.
-        ¿Te vas a bañar? – pregunto asombrado.
Mirna dice que mamá ya está muerta, que respira, que fuma y grita, pero que lo hace como si fuera un cadáver. “Ella se murió, pero su cuerpo todavía no lo sabe”, dice Mirna. Pero a veces, cuando mamá hace cosas distintas a dormir, gritar, fumar y ver la tele, creo que es el principio de un cambio, que ella se va a poner bien y que todo va a ser como antes.
-        Hoy es cinco – dice mamá y apaga el televisor, donde un policía mira el cadáver de un ladrón abatido.
Es difícil saber en cuál vivimos porque nuestros días son todos iguales.  
-        Dale, serví para algo. Ponéme a llenar la bañadera y cambiate la ropa. Sacate ese jogging de mierda. Vestí a la nena y espérenme en el living.
Mirna tendría que ver esto: en treinta segundos, mamá hizo y dijo más cosas que en los últimos seis meses.  

Sentados en el living, cambiados y peinados, Sabina y yo ahora jugamos a dígalo con mímica. Es uno de nuestros juegos preferidos, porque podemos jugar sin que mamá se altere. Sabina está imitando a un mono, pero yo finjo que no lo sé, así el juego se alarga y ella se mantiene entretenida y feliz por más tiempo. Pero entonces se abre la puerta del baño y mamá surge desde una nube de vapor, envuelta en una toalla. Al verla, el mono se convierte en Sabina asustada. Mamá se acerca e intenta acariciarla, pero ella se trepa por mis piernas para que la abrace fuerte. Está temblando otra vez. Mamá nos mira y de pronto tengo miedo de que no le guste cómo nos vestimos: yo me puse un jean y una camisa que eran de papá, y a Sabina un vestidito floreado que usaba Mirna cuando era chica y mamá tenía fuerzas para comprarnos ropa.
-        Qué linda que estás, Sabi – dice mamá, y le tiemblan los labios, como cuando no toma las pastillas.
Al pasar junto a la ventana de vidrios sucios, un rayo de sol rebota contra su cabello húmedo, arrancándole cientos de destellos rojos que brillan como el fuego de una estufa. 

No me acuerdo cuándo fue la primera vez que limpié la casa. Sé que fue hace mucho, después de que la tía Sofía se fuera a España, cuando los sillones aún no estaban rotos y la alfombra era gris y no tenía los manchones que la cubren ahora.
Mamá fuma con las piernas abiertas y la espalda contra el respaldo del sillón. Mira el techo. Es una de las dos cosas que mira. El techo y la tele. Sabina no quiere salir de entre mis brazos. Siempre fue igual. Tiene seis años pero cuando mamá está adelante se vuelve todavía más pequeña, casi un bebé, que tiembla y emite en mi oído esos ruiditos que sólo yo entiendo.
Sobre la mesa que separa los sillones hay una vieja tetera con agua caliente, y vasos y tres saquitos de mate cocido. Las tazas se fueron rompiendo con el tiempo. Por eso tomamos todo en vasos. Todo es una forma de decir, porque en casa sólo tomamos agua y mate cocido. Pero me da igual: ninguna bebida es más importante que desayunar con mamá, los días cinco, antes de salir a cobrar el alquiler. Desayunamos en silencio, un silencio placentero que se termina con el último sorbo de mate cocido.
-        ¿Cerraste la puerta del patio? – pregunta mamá.
-        Sí.
-        Andá a revisar. Si la puerta está abierta… – insiste, siempre pendiente de nuestra inseguridad.
-        Si querés voy de nuevo.
-        Por favor, Luqui – dice, y por los pocos segundos que demora en decir ese sobrenombre, el que usaba papá para llamarme, mamá vuelve a ser la misma de antes.
Trato de pararme, pero no es fácil. Sabina está aferrada a mi cuerpo como un koala de rulos colorados y piel blanca como la leche.
-        Bajate que ya vengo.
-        No te vayas – me susurra al oído.
Siento sus uñitas clavándose en la piel de mi cuello.  
-        ¿Podés revisar la puerta, inútil? – grita mamá.
Entonces me incorporo, haciendo un esfuerzo enorme para que mis piernas soporten mi peso y el de Sabina, que al fin deja de clavarme las uñas. Camino hasta la puerta que da al patio. Está bien cerrada. Ya lo sabía. Sin poder evitarlo, miro hacia afuera con la esperanza de que haya ocurrido un milagro. Pero las macetas siguen ruinosas y vacías, como toda la casa.
-        Vamos – dice mamá.
Se incorpora del sillón, tira el cigarrillo por la mitad al suelo y se acerca a la puerta. Sin que lo note, recojo el cigarrillo y me lo guardo en el bolsillo. Junto a la puerta, mamá se queda tiesa, como congelada. Todos los días cinco le pasa lo mismo. Pobre mamá. Ni siquiera se atreve a salir al pasillo que conecta los tres departamentos que alguna vez fueron una sola, nuestra casa.
-        No va a pasarnos nada, ma – digo para alentarla.
-        ¿Seguro, Luqui?
-        Te lo juro.
Soy el único que puede tranquilizarla. Esa es otra de mis habilidades.
Abro las tres cerraduras de la puerta y salgo con Sabina en brazos. Mamá nos mira desde dentro de la casa. Da un paso, asoma la cabeza y mira hacia el pasillo.
-        Dale, no hay nadie – digo y comienzo a andar.
Paso delante de la puerta del Profesor X, que está escuchando música, la misma música triste de siempre, y continúo hasta el primer departamento, junto a la puerta de calle.
-        ¿Podemos salir? – me pregunta Sabina en voz baja.
-        No, la calle es peligrosa y la gente es mala – le digo.
Detrás, puedo sentir las pisadas dubitativas de mamá. Ni siquiera soporta estar cerca de la calle. Me detengo junto a la puerta del primer departamento y toco el timbre de los perucas. Mamá los llama así. Dice que son ladrones y narcotraficantes. A mí me resultan simpáticos. Son como diez, y los sábados se ríen hasta tarde. Quizá sea eso lo que le molesta a mamá.
Cuando se abre la puerta, ella me toma de la mano.
-        Buenos días, señora – dice la peruca.
-        La plata – dice mamá, con un esfuerzo sobrehumano, mirando de reojo las sombras que se mueven en la rendija de la puerta de calle.
La inquilina retira unos billetes de dentro de su escote y se los extiende a mamá, que mira la plata con tanto asco como si fuera un pañal sucio.
Me adelanto al estallido y recojo los billetes con un movimiento rápido.
-        No los toques, mirá si te contagia algo – dice mamá.
Las uñas de Sabina se entierran en mi cuello.
-        Tranquila – le digo a Sabina, y: -, disculpe – le digo a la inquilina, mientras tiro de la mano de mamá para alejarnos.
A mitad del pasillo, mamá se detiene junto a la puerta del Profesor X.
-        ¿No vamos a casa? – pregunto.
-        Primero quiero presentarme con el vecino nuevo.
Su voluntad me conmueve. Llama a la puerta y de pronto, la música se apaga.
-                 -        ¿Quién es? – pregunta el Profesor X al otro lado de la puerta.
-                -         La vecina – dice mamá.
La puerta se abre para mostrarnos la silla de ruedas y la cara enojada del Profesor X. Siempre está enojado. Sabina dice que es porque los X-MAN lo abandonaron en Argentina. Yo creo que es por su mujer. A veces, aunque no entiendo lo que dicen, los escucho discutir desde el patio.
Ahora Sabina se desliza por entre mis brazos hasta que sus pies tocan el suelo. Lo mira con la vista fija y le pregunta:
-                 -        ¿Qué estoy pensando?
Es la primera vez que la escucho hablar con alguien que no sea de la familia. Pero el Profesor X no lo sabe, y vuelve a poner su mejor cara de enojado para contestarle:
-                  -        Yo qué sé.
Sabina se vuelve y me mira con un gesto triste, desencantado. Extiende los brazos y cuando la alzo, me dice:
-                  -        No es el Profesor X.
-                  -        Estúpida, no molestes al señor – dice mamá.
Las uñas de Sabina vuelven a clavarse en mi cuello. La acaricio. Haría cualquier cosa con tal de calmarla.
-                -        Mucho gusto. Nosotros vivimos en el fondo. Quería pedirle un favor: siempre revise que la puerta de calle esté bien cerrada. Hay muchos robos  – dice mamá, inquieta, ansiosa por regresar a casa.
-                  -        No se preocupe – dice el Profesor X.
-                  -        Gracias – dice mamá.
Entonces el Profesor X dice:
-                   -        ¿Y yo le puedo pedir que no grite todo el tiempo?
Sin contestarle, mamá se aleja rápidamente hacia el fondo del pasillo, para detenerse junto a la puerta de nuestra casa. 
Sin embargo yo me quedo allí, mirando con sorpresa al Profesor X, que mueve las manos para alejar a los mosquitos.
-                        -        ¿Te puedo hacer una pregunta? – murmura.
Digo que sí con la cabeza.
-                        -        Ustedes no van a la escuela, ¿no?  
Sabina se revuelve entre mis brazos y gira la cabeza para mirar al Profesor X con una sonrisa. Mamá se acerca a nosotros, me toma de la mano y nos arrastra hasta nuestra puerta.
-                       -        Rápido, entren – grita, sacando las llaves con torpeza.
Va directamente a su cuarto mientras yo guardo la plata en el escondite.
-                        -        Vení, Lucas – grita mamá desde el cuarto.
Ya se quitó la ropa y encendió la tele. En la pantalla, un auto está volcado sobre una ruta de la Costa Atlántica. Mientras mamá se coloca el camisón para volver a acostarse, dice:
-                      -        Traeme un vaso de agua.
Voy a la cocina, lleno un vaso con agua de la canilla y vuelvo a su cuarto. Ella se mete una pastilla en la boca y bebe un largo trago de agua. Le quito el vaso y lo dejo sobre su mesa de luz, donde papá sonríe desde distintas fotos. Entonces mamá me lanza un cachetazo que me toma desprevenido.  
-                        -        Te prohíbo que hables con ese tipo, ¿me escuchaste? – grita.
-                        -        Sí – digo, tocándome la cara.
Ahora mamá me abraza y llora. Después de pegarme siempre llora.
-                        -        No sé qué haría sin vos, Luqui.
Al salir, busco a Sabina con la mirada, sabiendo que el grito de mamá la debe estar ahogando por dentro. Pero no está por ninguna parte. Seguro que se desmayó. La busco entre los muebles rotos, debajo de su cama.
-                       -        Sabiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii – grito.
-                       -        Si le pasó algo a la nena te mato – grita mamá.
Pero Sabina no dice nada. No contesta. No sé dónde está.
Desesperado, salgo al patio y la encuentro parada sobre la pila inestable de macetas, rodeada por una nube de mosquitos. A pesar de su esfuerzo, no logra alcanzar el canto de la pared que da al departamento del Profesor X.
-                        -        ¿Qué hacés? Te vas a caer… - le digo al bajarla.
Ella me mira, y en sus ojos veo algo nuevo, distinto.
-                      -        Es él - dice.

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