Soy de expulsar rápidamente las primeras versiones de textos que, generalmente, primero deben pasar meses, años, en el exilio de la carpeta "En proceso". Hoy encontré este comienzo de una novela que si bien tiene título ("El jinete de la medianera") y está por la mitad, todavía no pasó por la lupa que da el paso del tiempo. Sin embargo me sigue gustando. No sé si es el clima incómodo, si es que la madre se parece tanto a mi vecina, o esos hijos que parecen personajes de Tim Burton a la porteña. En fin. Volví a leerlo y me dio ganas de continuarlo. Pero para eso falta.
"Las macetas están ahí
desde hace seis años. Quince cubos de cemento gris que ocupan el patio de casa.
Mamá dice que las trajeron un día de sol. Pero yo estoy seguro de que llovía,
porque los hombres que descargaron las macetas dejaron sus pisadas de barro por
toda la casa, y mamá, que por entonces se preocupaba mucho por la limpieza, no
los dejó ir hasta que fregaron el piso. Mirna no recuerda nada, seguro que no estaba.
Nunca está. Es tan distinta a mamá. Lo único que tienen en común son las
pastillas. Pero con una diferencia: mamá las toma para poder seguir atornillada
a la cama y Mirna para poder pasar de cama en cama sin que ningún hijo la
atornille a un matrimonio.
Dice
que los hijos te amargan la vida como nosotros amargamos la de mamá. Nunca se
lo dije, pero yo no creo que mamá esté así por culpa nuestra. Antes era alegre,
cantaba, y nosotros ya habíamos nacido.
Lo
que hizo cambiar a mamá fue el asesinato. Ese día sí que había sol. Si no, el policía
que tocó el timbre para darnos la noticia no hubiera llevado anteojos negros. Mamá
nos había ido a buscar a la escuela con Sabina, que dormía en el cochecito. Caminamos
hasta nuestra casa sin decir nada. Mamá parecía triste. Algunas cosas se
presienten, porque las personas que se quieren están conectadas de alguna forma
extraña. Pobre papá. Ni siquiera tuvo tiempo para pedir las plantas y las
semillas al vivero. Por eso las macetas siguen en la misma posición en que la
dejaron aquellos hombres, y ahora están abandonadas y verdes de moho, acumulando
el polvo y el agua de lluvia donde se crían los enjambres de mosquitos que
sobrevuelan la casa.
-
Poné espirales, putaaaaaaaaaa – grita
mamá desde el cuarto.
Son
las once de la mañana. Anoche Mirna tampoco vino a dormir.
-
No está, los pongo yo – grito mientras
entorno los ojos y hago una mueca graciosa para que Sabina se ría y no le
preste atención a lo que mamá dice.
-
Esa me va a escuchar – grita mamá con
todas sus fuerzas.
Me
quito el sombrero y lo dejo sobre las macetas para que mamá no lo vea. La única
vez que me vio con el sombrero puesto me dio vuelta la cara de un cachetazo.
“No toques las cosas de tu papá”, dijo entonces.
-
Lucaaaaaaaaaaaaaassssssss,
estúuuuuuuupidoooooooooo.
El
mentón de Sabina empieza a temblar antes de que el grito de mamá se diluya en
el patio. Si no actúo rápido, va a empezar a faltarle el aire. Le hago señas
para que se cubra los oídos. Ella extiende los dedos de sus manos, presiona las
palmas contra las orejas y cierra los ojos. Siempre me hace caso. Le acaricio
el cabello y le beso la mejilla. Pobrecita. Ella nunca conoció a papá, pero
tampoco a nuestra otra mamá, la de antes del asesinato. Era buena, cariñosa, y
le gustaba mucho la música. Pero ahora no: lo único que podemos escuchar en la
casa es el silencio apenas alterado por el zumbido de los mosquitos.
Y
sus gritos.
-
Lucaaaaaaaaaaaassss.
Desde
el otro lado de la pared que delimita el patio llegan los murmullos del
Profesor X. Con Sabina lo llamamos así desde el día en que lo vimos llegar,
pelado y en silla de ruedas como el jefe de los X-MAN, ese que lee la mente. El
Profesor X nunca habla fuerte. Murmura, solo o con su mujer, siempre murmura, y
en las dos semanas que lleva viviendo en el departamento de al lado pude aprender
a descifrar sus murmullos:
-
Qué mujer insoportable.
Entro a casa.
-
¿Dónde está tu hermana? – grita mamá.
-
No sé – le contesto mientras comienzo a
despegar los espirales sin que se rompan. Lo consigo sin problemas. Es una de
las habilidades que tengo.
Con
cuidado, inserto en el centro de cada uno de los seis espirales un
escarbadientes, que después clavo sobre trozos de telgopor que distribuyo por
todo el piso. En cámara lenta, las volutas de humo gris se unen para formar una
nube repelente que comienza a expandirse por toda la casa.
Al
entrar al cuarto de mamá descubro que se quitó el camisón. Hacía un mes que tenía
puesta la misma ropa. Sonrío. Cuando mamá está desnuda parece otra. Su cuerpo no
se contaminó con la tristeza. Mamá es hermosa.
-
¿Qué me mirás? – dice, encendiendo un
cigarrillo. Después, recorre el cuarto con la mirada y pregunta: - ¿Dónde está la
nena? Si se manda una cagada la mato a ella y te mato a vos.
Pero
yo sé que no va a matarnos. Si nos matara cada vez que lo dice, ya hubiéramos
resucitado más veces que un gato.
-
Está con las macetas. ¿Querés un mate
cocido?
-
Después. Primero llename la bañadera.
-
¿Te vas a bañar? – pregunto asombrado.
Mirna
dice que mamá ya está muerta, que respira, que fuma y grita, pero que lo hace
como si fuera un cadáver. “Ella se murió, pero su cuerpo todavía no lo sabe”,
dice Mirna. Pero a veces, cuando mamá hace cosas distintas a dormir, gritar,
fumar y ver la tele, creo que es el principio de un cambio, que ella se va a
poner bien y que todo va a ser como antes.
-
Hoy es cinco – dice mamá y apaga el
televisor, donde un policía mira el cadáver de un ladrón abatido.
Es
difícil saber en cuál vivimos porque nuestros días son todos iguales.
-
Dale, serví para algo. Ponéme a llenar
la bañadera y cambiate la ropa. Sacate ese jogging de mierda. Vestí a la nena y
espérenme en el living.
Mirna
tendría que ver esto: en treinta segundos, mamá hizo y dijo más cosas que en
los últimos seis meses.
Sentados
en el living, cambiados y peinados, Sabina y yo ahora jugamos a dígalo con
mímica. Es uno de nuestros juegos preferidos, porque podemos jugar sin que mamá
se altere. Sabina está imitando a un mono, pero yo finjo que no lo sé, así el
juego se alarga y ella se mantiene entretenida y feliz por más tiempo. Pero entonces
se abre la puerta del baño y mamá surge desde una nube de vapor, envuelta en
una toalla. Al verla, el mono se convierte en Sabina asustada. Mamá se acerca e
intenta acariciarla, pero ella se trepa por mis piernas para que la abrace
fuerte. Está temblando otra vez. Mamá nos mira y de pronto tengo miedo de que
no le guste cómo nos vestimos: yo me puse un jean y una camisa que eran de papá,
y a Sabina un vestidito floreado que usaba Mirna cuando era chica y mamá tenía
fuerzas para comprarnos ropa.
-
Qué linda que estás, Sabi – dice mamá, y
le tiemblan los labios, como cuando no toma las pastillas.
Al
pasar junto a la ventana de vidrios sucios, un rayo de sol rebota contra su
cabello húmedo, arrancándole cientos de destellos rojos que brillan como el
fuego de una estufa.
No
me acuerdo cuándo fue la primera vez que limpié la casa. Sé que fue hace mucho,
después de que la tía Sofía se fuera a España, cuando los sillones aún no
estaban rotos y la alfombra era gris y no tenía los manchones que la cubren
ahora.
Mamá
fuma con las piernas abiertas y la espalda contra el respaldo del sillón. Mira
el techo. Es una de las dos cosas que mira. El techo y la tele. Sabina no
quiere salir de entre mis brazos. Siempre fue igual. Tiene seis años pero
cuando mamá está adelante se vuelve todavía más pequeña, casi un bebé, que
tiembla y emite en mi oído esos ruiditos que sólo yo entiendo.
Sobre
la mesa que separa los sillones hay una vieja tetera con agua caliente, y vasos
y tres saquitos de mate cocido. Las tazas se fueron rompiendo con el tiempo. Por
eso tomamos todo en vasos. Todo es una forma de decir, porque en casa sólo
tomamos agua y mate cocido. Pero me da igual: ninguna bebida es más importante que
desayunar con mamá, los días cinco, antes de salir a cobrar el alquiler. Desayunamos
en silencio, un silencio placentero que se termina con el último sorbo de mate
cocido.
-
¿Cerraste la puerta del patio? –
pregunta mamá.
-
Sí.
-
Andá a revisar. Si la puerta está abierta…
– insiste, siempre pendiente de nuestra inseguridad.
-
Si querés voy de nuevo.
-
Por favor, Luqui – dice, y por los pocos
segundos que demora en decir ese sobrenombre, el que usaba papá para llamarme,
mamá vuelve a ser la misma de antes.
Trato
de pararme, pero no es fácil. Sabina está aferrada a mi cuerpo como un koala de
rulos colorados y piel blanca como la leche.
-
Bajate que ya vengo.
-
No te vayas – me susurra al oído.
Siento
sus uñitas clavándose en la piel de mi cuello.
-
¿Podés revisar la puerta, inútil? –
grita mamá.
Entonces
me incorporo, haciendo un esfuerzo enorme para que mis piernas soporten mi peso
y el de Sabina, que al fin deja de clavarme las uñas. Camino hasta la puerta
que da al patio. Está bien cerrada. Ya lo sabía. Sin poder evitarlo, miro hacia
afuera con la esperanza de que haya ocurrido un milagro. Pero las macetas
siguen ruinosas y vacías, como toda la casa.
-
Vamos – dice mamá.
Se
incorpora del sillón, tira el cigarrillo por la mitad al suelo y se acerca a la
puerta. Sin que lo note, recojo el cigarrillo y me lo guardo en el bolsillo. Junto
a la puerta, mamá se queda tiesa, como congelada. Todos los días cinco le pasa
lo mismo. Pobre mamá. Ni siquiera se atreve a salir al pasillo que conecta los
tres departamentos que alguna vez fueron una sola, nuestra casa.
-
No va a pasarnos nada, ma – digo para
alentarla.
-
¿Seguro, Luqui?
-
Te lo juro.
Soy el único que puede tranquilizarla.
Esa es otra de mis habilidades.
Abro
las tres cerraduras de la puerta y salgo con Sabina en brazos. Mamá nos mira
desde dentro de la casa. Da un paso, asoma la cabeza y mira hacia el pasillo.
-
Dale, no hay nadie – digo y comienzo a
andar.
Paso
delante de la puerta del Profesor X, que está escuchando música, la misma
música triste de siempre, y continúo hasta el primer departamento, junto a la puerta
de calle.
-
¿Podemos salir? – me pregunta Sabina en
voz baja.
-
No, la calle es peligrosa y la gente es
mala – le digo.
Detrás,
puedo sentir las pisadas dubitativas de mamá. Ni siquiera soporta estar cerca
de la calle. Me detengo junto a la puerta del primer departamento y toco el timbre
de los perucas. Mamá los llama así. Dice que son ladrones y narcotraficantes. A
mí me resultan simpáticos. Son como diez, y los sábados se ríen hasta tarde.
Quizá sea eso lo que le molesta a mamá.
Cuando
se abre la puerta, ella me toma de la mano.
-
Buenos días, señora – dice la peruca.
-
La plata – dice mamá, con un esfuerzo
sobrehumano, mirando de reojo las sombras que se mueven en la rendija de la
puerta de calle.
La
inquilina retira unos billetes de dentro de su escote y se los extiende a mamá,
que mira la plata con tanto asco como si fuera un pañal sucio.
Me
adelanto al estallido y recojo los billetes con un movimiento rápido.
-
No los toques, mirá si te contagia algo
– dice mamá.
Las
uñas de Sabina se entierran en mi cuello.
-
Tranquila – le digo a Sabina, y: -, disculpe
– le digo a la inquilina, mientras tiro de la mano de mamá para alejarnos.
A
mitad del pasillo, mamá se detiene junto a la puerta del Profesor X.
-
¿No vamos a casa? – pregunto.
-
Primero quiero presentarme con el vecino
nuevo.
Su
voluntad me conmueve. Llama a la puerta y de pronto, la música se apaga.
- -
¿Quién es? – pregunta el Profesor X al
otro lado de la puerta.
- -
La vecina – dice mamá.
La puerta se abre para mostrarnos
la silla de ruedas y la cara enojada del Profesor X. Siempre está enojado. Sabina
dice que es porque los X-MAN lo abandonaron en Argentina. Yo creo que es por su
mujer. A veces, aunque no entiendo lo que dicen, los escucho discutir desde el
patio.
Ahora Sabina se desliza por entre
mis brazos hasta que sus pies tocan el suelo. Lo mira con la vista fija y le
pregunta:
-
-
¿Qué estoy pensando?
Es
la primera vez que la escucho hablar con alguien que no sea de la familia. Pero
el Profesor X no lo sabe, y vuelve a poner su mejor cara de enojado para
contestarle:
-
-
Yo qué sé.
Sabina
se vuelve y me mira con un gesto triste, desencantado. Extiende los brazos y cuando
la alzo, me dice:
-
-
No es el Profesor X.
- -
Estúpida, no molestes al señor – dice
mamá.
Las
uñas de Sabina vuelven a clavarse en mi cuello. La acaricio. Haría cualquier
cosa con tal de calmarla.
- -
Mucho gusto. Nosotros vivimos en el
fondo. Quería pedirle un favor: siempre revise que la puerta de calle esté bien
cerrada. Hay muchos robos – dice mamá,
inquieta, ansiosa por regresar a casa.
- -
No se preocupe – dice el Profesor X.
-
-
Gracias – dice mamá.
Entonces el Profesor X dice:
-
-
¿Y yo le puedo pedir que no grite todo
el tiempo?
Sin contestarle, mamá se aleja
rápidamente hacia el fondo del pasillo, para detenerse junto a la puerta de
nuestra casa.
Sin
embargo yo me quedo allí, mirando con sorpresa al Profesor X, que mueve las
manos para alejar a los mosquitos.
-
-
¿Te puedo hacer una pregunta? – murmura.
Digo
que sí con la cabeza.
-
-
Ustedes no van a la escuela, ¿no?
Sabina
se revuelve entre mis brazos y gira la cabeza para mirar al Profesor X con una sonrisa.
Mamá se acerca a nosotros, me toma de la mano y nos arrastra hasta nuestra
puerta.
-
-
Rápido, entren – grita, sacando las
llaves con torpeza.
Va
directamente a su cuarto mientras yo guardo la plata en el escondite.
- -
Vení, Lucas – grita mamá desde el cuarto.
Ya
se quitó la ropa y encendió la tele. En la pantalla, un auto está volcado sobre
una ruta de la Costa Atlántica. Mientras mamá se coloca el camisón para volver
a acostarse, dice:
-
-
Traeme un vaso de agua.
Voy
a la cocina, lleno un vaso con agua de la canilla y vuelvo a su cuarto. Ella se
mete una pastilla en la boca y bebe un largo trago de agua. Le quito el vaso y
lo dejo sobre su mesa de luz, donde papá sonríe desde distintas fotos. Entonces
mamá me lanza un cachetazo que me toma desprevenido.
-
-
Te prohíbo que hables con ese tipo, ¿me
escuchaste? – grita.
-
-
Sí – digo, tocándome la cara.
Ahora
mamá me abraza y llora. Después de pegarme siempre llora.
- -
No sé qué haría sin vos, Luqui.
Al
salir, busco a Sabina con la mirada, sabiendo que el grito de mamá la debe
estar ahogando por dentro. Pero no está por ninguna parte. Seguro que se
desmayó. La busco entre los muebles rotos, debajo de su cama.
-
-
Sabiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii – grito.
-
-
Si le pasó algo a la nena te mato –
grita mamá.
Pero
Sabina no dice nada. No contesta. No sé dónde está.
Desesperado,
salgo al patio y la encuentro parada sobre la pila inestable de macetas, rodeada
por una nube de mosquitos. A pesar de su esfuerzo, no logra alcanzar el canto
de la pared que da al departamento del Profesor X.
-
-
¿Qué hacés? Te vas a caer… - le digo al
bajarla.
Ella
me mira, y en sus ojos veo algo nuevo, distinto.
-
-
Es él - dice."
No hay comentarios.:
Publicar un comentario