PH: Ferdinando Scianna. Niño fotografiando chica. |
"Al principio Giuseppina y Nino no
entendían por qué debían ir a la escuela. Preferían quedarse en la calle o entre
los canastos de la verdulería. Por eso el día en que Rosalía los peinó, los
vistió con ropa limpia y les entregó un cuaderno y un lápiz ínfimo a cada uno,
Giuseppina comenzó a llorar.
-
¿No me querés más?
-
Te quiero, Pina, pero tenés que
aprender a leer, porque cuando seas grande te vas casar con un hombre rico. Y a
los ricos les gustan las mujeres bellas que saben leer.
-
Giovanni dijo que el maestro golpea
a los niños.
-
A los que son malos… pero vos sos
buena.
-
¿Y por qué Vito no viene con
nosotros?
-
Vito tiene que ayudar a tu padre
en el campo. Vamos, se hace tarde…
Giovanni y Nino tomaron de la mano a
Giuseppina y se despidieron de su madre. Cruzaron el pueblo en silencio; Giovanni
los guiaba a través de las calles angostas y Giuseppina miraba el suelo
empedrado sin dejar de llorar. Era la primera vez que se alejaba de su casa
para ir a otro lugar que no fuera la iglesia. A diferencia de los domingos, ahora
que los campesinos estaban en el campo y los pescadores en el mar, el pueblo
parecía abandonado. Sólo se veían ancianos conversando, mujeres gritando en las
ventanas mientras colgaban la ropa en sogas que cruzaban las calles, y carabinieris que iban en motocicleta.
A mitad de camino, a Giuseppina se le
cayó el cuaderno y tuvo que inclinarse para recogerlo. Cuando se incorporó vio
el horizonte cubierto de bruma y más abajo unos botes anclados en el Golfo. Ese
día descubrió que el mar era mucho más grande y bello de lo que se alcanzaba a
ver desde el pozo o desde la plaza de la iglesia.
Al llegar a la escuela, Giovanni se separó
de sus hermanos y se acercó a un grupo de niños que arrojaban piedras a una
mancha en la pared. Los saludó y se unió al juego. Nino y Giuseppina miraban la
escena a la distancia, demasiado asustados como para acercarse.
Un hombre alto y desgarbado, vestido con
un traje a rayas y una camisa blanca, salió por la puerta e hizo sonar la
campana oxidada que pendía de un poste. Inmediatamente, los niños abandonaron
sus juegos y entraron al salón.
Nino y Giuseppina se quedaron solos en
el patio vacío.
Pasaron algunos minutos.
-
Pina... si el maestro se enoja… – dijo
Nino.
Giuseppina estaba asustada, le costaba
respirar. De pronto vio a Giovanni salir por la puerta acompañado por el hombre
del traje a rayas, y los dos se acercaron a ellos.
-
Mis hermanos tienen miedo de
entrar – dijo Giovanni.
-
Yo no – dijo Nino soltando la mano
de Giuseppina.
Ella miraba el suelo: los zapatos negros
del hombre brillaban sin una sola mota de polvo.
-
Qué hermosa niña. ¿Cómo te llamás?
-
Giuseppina.
-
Giuseppina… es un bello nombre. Yo
me llamo Vito.
Giuseppina levantó la vista: el maestro
tenía un ojo de cada color.
-
Vito también es un bello nombre –
dijo ella.
En el salón una veintena de niños los
esperaban de pie. El maestro les indicó a Giuseppina y Nino que ocuparan un
banco justo delante de Giovanni. Los demás los miraban y comentaban cosas entre
ellos; algunos se reían, otros bostezaban. El maestro pidió silencio. Antes de
empezar la clase se persignaron y rezaron por la salud del Papa y del Duce.
Los niños sólo tomaron asiento cuando se
los indicó el maestro. En medio de un rumor de voces, papeles y abrigos,
Giuseppina le preguntó a Giovanni quién era el Duce.
-
Aquel - su hermano señalaba la
foto enmarcada que había sobre la pizarra, a un lado del crucifijo.
Sus primeros días de clase la hicieron
cambiar de opinión sobre la escuela. Ya no quería quedarse en casa. Le gustaba
que el maestro le enseñara esos libros que contenían dibujos de mujeres con
vestidos de vivos colores y cintas que les sujetaban el cabello. Ninguna se
envolvía la cabeza con pañuelos, como hacían las mujeres del pueblo; las
mujeres de los libros mostraban sus rostros sin vergüenza, llevaban sombrillas
para el sol, los labios pintados de rojo y unos ojos claros como el agua.
Cada día, uno de los alumnos más
adelantados, como Giovanni, debía leer en voz alta una página del libro. La
primera vez que Giuseppina oyó leer a su hermano, notó que los demás se reían
de él; el maestro Vito, en cambio, se sujetaba la barbilla y con los ojos
cerrados movía la cabeza de un lado a otro. A Giovanni le temblaba la voz, leía
entrecortado; de vez en cuando alzaba la vista del libro y miraba a sus
compañeros. Hasta que el maestro se puso de pie y lo detuvo. Ese día, al salir
de clase, Giovanni buscó a cada uno de los niños que se habían reído de él.
Giuseppina lo vio alzar la mano y descargar golpes sobre niños asustados, que aullaban
y se cubrían la cabeza con los brazos ante Giovanni, que tenía los ojos rojos de
furia.
Algunos días, Giovanni y Nino acompañaban
a Giuseppina hasta la esquina de la casa y luego se marchaban hacia la costa. Giuseppina
les pedía a sus hermanos que la dejaran ir con ellos, pero Giovanni le decía
que el mar era peligroso para las niñas, que podía ahogarse. Entonces ella los
veía alejarse y regresaba a la casa junto a su madre y a Mariannina, su hermana
más pequeña, que había nacido un año atrás, o simplemente se quedaba de pie junto
al pozo viendo el mar hasta que sus hermanos regresaban de la playa con el
cabello mojado.
Vito, en cambio, sólo regresaba los
sábados, y llegaba cubierto de polvo. A veces Giuseppina lo esperaba subida a
un almendro que había en la esquina de su calle. Desde lo alto podía ver llegar
a los campesinos cargando canastos de cebollas, tomates y berenjenas. Luego, a
lo lejos, una estela de polvo se agitaba en el aire: al ver a Giuseppina subida
al almendro, Vito azotaba al burro con más fuerza y las ruedas rebotaban contra
el camino, levantando el polvo y la rabia de los demás campesinos, que
maldecían a Vito, a su padre, al burro y a toda la familia. Luego el carro se
detenía junto al almendro y Vito tomaba en brazos a su hermana para ayudarla a bajar.
Cada sábado, después de lavarse en el
corral, Vito cortaba una hoja de la planta de albahaca que su madre tenía en el
alféizar de la ventana, se la colocaba detrás de una oreja y se sentaba con
Giuseppina en la calle a tomar el fresco de la tarde. Conversaban apoyados
contra la pared de la casa, en voz muy baja, mientras anochecía. Si Vito le
preguntaba cómo había pasado la semana, Giuseppina le hablaba de lo mal que
leía Giovanni y de las cosas que le contaba el maestro. Pero a Giuseppina más
que hablar lo que le gustaba era oír la voz de Vito, por eso le preguntaba
cosas del campo, del camino que conducía a Bruca… le preguntaba cualquier cosa
con tal de escucharlo hablar. Y, temerosa, se abrazaba al cuerpo de Vito al
oírlo decir que los fascistas de Roma eran unos bastardos, que los montes
estaban plagados de bandidos justicieros armados con luparas y que al sur de la
isla estaba el África, donde la gente era negra y luchaba contra animales
gigantes que perseguían y devoraban a los niños.
Vito también le hablaba de la campiña, de
caminos que cruzaban ríos secos y colinas donde había flores de colores mucho
más bellos, incluso, que los vestidos de las mujeres de los libros. Vito tenía once
años, tan sólo tres más que ella, pero parecía saberlo todo. Un día le habló de
las treinta y ocho columnas del templo de Segesta y del teatro griego donde una
vez, dijo, había visto a un niño de cabellos rojos como el fuego sentado entre
las piedras blancas con una cabra de largos cuernos ensortijados.
Giuseppina apoyaba la cabeza sobre el
pecho de su hermano, envuelta en el perfume de la albahaca, y lo oía hablar con
los ojos cerrados, abandonada a aquellas manos curtidas de campesino que sólo
se volvían suaves cuando la acariciaban a ella."
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