Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 18 de noviembre de 2016

Giuseppina al sol.

PH: Ferdinando Scianna. Niño fotografiando chica.


"Al principio Giuseppina y Nino no entendían por qué debían ir a la escuela. Preferían quedarse en la calle o entre los canastos de la verdulería. Por eso el día en que Rosalía los peinó, los vistió con ropa limpia y les entregó un cuaderno y un lápiz ínfimo a cada uno, Giuseppina comenzó a llorar.

­  -   ¿No me querés más?
­   -  Te quiero, Pina, pero tenés que aprender a leer, porque cuando seas grande te vas casar con un hombre rico. Y a los ricos les gustan las mujeres bellas que saben leer.
­   -  Giovanni dijo que el maestro golpea a los niños.
­   -  A los que son malos… pero vos sos buena.
­   -  ¿Y por qué Vito no viene con nosotros?
­   -  Vito tiene que ayudar a tu padre en el campo. Vamos, se hace tarde…
Giovanni y Nino tomaron de la mano a Giuseppina y se despidieron de su madre. Cruzaron el pueblo en silencio; Giovanni los guiaba a través de las calles angostas y Giuseppina miraba el suelo empedrado sin dejar de llorar. Era la primera vez que se alejaba de su casa para ir a otro lugar que no fuera la iglesia. A diferencia de los domingos, ahora que los campesinos estaban en el campo y los pescadores en el mar, el pueblo parecía abandonado. Sólo se veían ancianos conversando, mujeres gritando en las ventanas mientras colgaban la ropa en sogas que cruzaban las calles, y carabinieris que iban en motocicleta.  
A mitad de camino, a Giuseppina se le cayó el cuaderno y tuvo que inclinarse para recogerlo. Cuando se incorporó vio el horizonte cubierto de bruma y más abajo unos botes anclados en el Golfo. Ese día descubrió que el mar era mucho más grande y bello de lo que se alcanzaba a ver desde el pozo o desde la plaza de la iglesia.
Al llegar a la escuela, Giovanni se separó de sus hermanos y se acercó a un grupo de niños que arrojaban piedras a una mancha en la pared. Los saludó y se unió al juego. Nino y Giuseppina miraban la escena a la distancia, demasiado asustados como para acercarse.
Un hombre alto y desgarbado, vestido con un traje a rayas y una camisa blanca, salió por la puerta e hizo sonar la campana oxidada que pendía de un poste. Inmediatamente, los niños abandonaron sus juegos y entraron al salón.
Nino y Giuseppina se quedaron solos en el patio vacío.
Pasaron algunos minutos.
­   -  Pina... si el maestro se enoja… – dijo Nino.
Giuseppina estaba asustada, le costaba respirar. De pronto vio a Giovanni salir por la puerta acompañado por el hombre del traje a rayas, y los dos se acercaron a ellos.
­   -  Mis hermanos tienen miedo de entrar – dijo Giovanni.
­   -  Yo no – dijo Nino soltando la mano de Giuseppina.
Ella miraba el suelo: los zapatos negros del hombre brillaban sin una sola mota de polvo.
­   -  Qué hermosa niña. ¿Cómo te llamás?
­   -  Giuseppina.
­   -  Giuseppina… es un bello nombre. Yo me llamo Vito.
Giuseppina levantó la vista: el maestro tenía un ojo de cada color.  
­   -  Vito también es un bello nombre – dijo ella.
En el salón una veintena de niños los esperaban de pie. El maestro les indicó a Giuseppina y Nino que ocuparan un banco justo delante de Giovanni. Los demás los miraban y comentaban cosas entre ellos; algunos se reían, otros bostezaban. El maestro pidió silencio. Antes de empezar la clase se persignaron y rezaron por la salud del Papa y del Duce.
Los niños sólo tomaron asiento cuando se los indicó el maestro. En medio de un rumor de voces, papeles y abrigos, Giuseppina le preguntó a Giovanni quién era el Duce.
­   -  Aquel - su hermano señalaba la foto enmarcada que había sobre la pizarra, a un lado del crucifijo.

Sus primeros días de clase la hicieron cambiar de opinión sobre la escuela. Ya no quería quedarse en casa. Le gustaba que el maestro le enseñara esos libros que contenían dibujos de mujeres con vestidos de vivos colores y cintas que les sujetaban el cabello. Ninguna se envolvía la cabeza con pañuelos, como hacían las mujeres del pueblo; las mujeres de los libros mostraban sus rostros sin vergüenza, llevaban sombrillas para el sol, los labios pintados de rojo y unos ojos claros como el agua. 
Cada día, uno de los alumnos más adelantados, como Giovanni, debía leer en voz alta una página del libro. La primera vez que Giuseppina oyó leer a su hermano, notó que los demás se reían de él; el maestro Vito, en cambio, se sujetaba la barbilla y con los ojos cerrados movía la cabeza de un lado a otro. A Giovanni le temblaba la voz, leía entrecortado; de vez en cuando alzaba la vista del libro y miraba a sus compañeros. Hasta que el maestro se puso de pie y lo detuvo. Ese día, al salir de clase, Giovanni buscó a cada uno de los niños que se habían reído de él. Giuseppina lo vio alzar la mano y descargar golpes sobre niños asustados, que aullaban y se cubrían la cabeza con los brazos ante Giovanni, que tenía los ojos rojos de furia.
Algunos días, Giovanni y Nino acompañaban a Giuseppina hasta la esquina de la casa y luego se marchaban hacia la costa. Giuseppina les pedía a sus hermanos que la dejaran ir con ellos, pero Giovanni le decía que el mar era peligroso para las niñas, que podía ahogarse. Entonces ella los veía alejarse y regresaba a la casa junto a su madre y a Mariannina, su hermana más pequeña, que había nacido un año atrás, o simplemente se quedaba de pie junto al pozo viendo el mar hasta que sus hermanos regresaban de la playa con el cabello mojado.
Vito, en cambio, sólo regresaba los sábados, y llegaba cubierto de polvo. A veces Giuseppina lo esperaba subida a un almendro que había en la esquina de su calle. Desde lo alto podía ver llegar a los campesinos cargando canastos de cebollas, tomates y berenjenas. Luego, a lo lejos, una estela de polvo se agitaba en el aire: al ver a Giuseppina subida al almendro, Vito azotaba al burro con más fuerza y las ruedas rebotaban contra el camino, levantando el polvo y la rabia de los demás campesinos, que maldecían a Vito, a su padre, al burro y a toda la familia. Luego el carro se detenía junto al almendro y Vito tomaba en brazos a su hermana para ayudarla a bajar.  
Cada sábado, después de lavarse en el corral, Vito cortaba una hoja de la planta de albahaca que su madre tenía en el alféizar de la ventana, se la colocaba detrás de una oreja y se sentaba con Giuseppina en la calle a tomar el fresco de la tarde. Conversaban apoyados contra la pared de la casa, en voz muy baja, mientras anochecía. Si Vito le preguntaba cómo había pasado la semana, Giuseppina le hablaba de lo mal que leía Giovanni y de las cosas que le contaba el maestro. Pero a Giuseppina más que hablar lo que le gustaba era oír la voz de Vito, por eso le preguntaba cosas del campo, del camino que conducía a Bruca… le preguntaba cualquier cosa con tal de escucharlo hablar. Y, temerosa, se abrazaba al cuerpo de Vito al oírlo decir que los fascistas de Roma eran unos bastardos, que los montes estaban plagados de bandidos justicieros armados con luparas y que al sur de la isla estaba el África, donde la gente era negra y luchaba contra animales gigantes que perseguían y devoraban a los niños.
Vito también le hablaba de la campiña, de caminos que cruzaban ríos secos y colinas donde había flores de colores mucho más bellos, incluso, que los vestidos de las mujeres de los libros. Vito tenía once años, tan sólo tres más que ella, pero parecía saberlo todo. Un día le habló de las treinta y ocho columnas del templo de Segesta y del teatro griego donde una vez, dijo, había visto a un niño de cabellos rojos como el fuego sentado entre las piedras blancas con una cabra de largos cuernos ensortijados. 
Giuseppina apoyaba la cabeza sobre el pecho de su hermano, envuelta en el perfume de la albahaca, y lo oía hablar con los ojos cerrados, abandonada a aquellas manos curtidas de campesino que sólo se volvían suaves cuando la acariciaban a ella."

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