Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 5 de diciembre de 2016

Enanos rumanos.



La historia de mi vecino chino que desapareció de la ventana tras la cual leía, hace ya unas semanas, dejando un cordón policial y una mancha de sangre en el piso, me recordó la desaparición de cierto rumano allá hace tiempo. Terminaban los 90´, conseguir trabajo era una quimera y sólo nos quedaba encender el cielo de colores. Acá, el cuento.



Enanos rumanos

Mi último trabajo había sido como vendedor en un negocio mayorista de pirotecnia. Después de las fiestas de Navidad y de Fin de Año, el dueño decidió cerrar la empresa y despidió a todos los empleados. Pagó la indemnización, regaló algunos fuegos artificiales y nos dejó en la calle.
Pasé todo un mes en el balcón de casa, tomando cerveza y contemplando cómo se iluminaba el cielo cada vez que encendía un cohete. Eran de distintos colores, y el que más me gustaba era amarillo.
Una noche, que recuerdo muy calurosa, bajé a comprar más cerveza y vi un hombre que observaba mi casa desde la vereda de enfrente. Era rubio, usaba bigotes y llevaba pantalón color café, camisa blanca a rayas rojas y, doblada sobre su brazo izquierdo, una campera azul.
Se acercó y me preguntó si conocía a la persona que hacía brillar el cielo. Tenía un acento extraño, que supuse polaco, ruso o tal vez ucraniano. Volvió a preguntarme:
-          ¿Conoce al que hace brillar el cielo?
La frase me causó gracia.
-          Soy yo - dije.
Me miró con desconfianza. Se acomodó el bigote y dijo que todas las noches venía a ver las luces que salían de mi casa. Yo estaba medio borracho, y tal vez por eso me pareció que debía invitarlo. Hacía más de treinta días que no hablaba con nadie.
Cuando subimos, le pregunté dónde había nacido:
-          En Romanía - dijo, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Encendí el cohete más grande que quedaba y él, maravillado, festejó las explosiones azules, verdes, rojas y amarillas. Después brindamos con cerveza. Me contó que vivía a dos cuadras de mi casa, que alquilaba el galpón de unos peruanos que se pasaban todo el día tomando vino y peleándose entre ellos. Había llegado a la Argentina hacía siete años. Era artesano. Dijo tener una empresa de decoración.
-          ¿Vos sos decorador? - pregunté.
-          Fabrico enanos de cemento, esos que se ponen en los jardines y en los parques.
-          ¿Puedo verlos? - pregunté, pero porque seguía borracho.
-          Sería un orgullo que conozca mi trabajo - dijo el rumano.
Antes de salir, le regalé algunos cohetes y busqué dos botellas para comprar más cerveza. El canal de televisión del servicio meteorológico había pronosticado lluvia, pero en el cielo despejado se veían miles de estrellas.

La puerta de la casa estaba abierta. Al final del pasillo, un perro enorme dormía sobre una manta. El rumano comenzó a caminar y fui detrás de él. Pensé que el perro podría atacarnos, agarré una de las botellas por el pico para defenderme.
Pero el perro ni siquiera se molestó en levantarse y tuvimos que saltarlo. La puerta daba a una pequeña habitación sin ventanas. El rumano me hizo señas para que me mantuviera callado. En la oscuridad, puede ver a tres hombres dormir sobre una cama de dos plazas. El olor a vino era insoportable.
Seguimos caminando, cruzamos otra puerta y al fin llegamos al galpón. Encendió las luces. El lugar estaba lleno de enanos de jardín pintados de diferentes colores. Medían menos de un metro de altura, llevaban barbas, bigotes, camisas, pantalones largos, cortos, jardineros y sombreros de distintos tamaños.
No pude contener la risa. El rumano me miraba y se tocaba el bigote.
-          Sos un artista - dije, y señalé los enanos.
-          Gracias. Es una buena profesión - dijo.
Nos quedamos en silencio. El rumano salió un momento y yo me incliné para ver las estatuas más de cerca. La superficie era suave y el brillo de la pintura reflejaba la luz de los tubos fluorescentes que iluminaban el galpón.
El rumano volvió con una botella de vodka y dos vasos de plástico. Después de servir, levantó su vaso y gritó:
-          Por nuestra empresa.
Y aprovechó mi silencio para decir:
-          A mí lo que me falta es un gerente de ventas, tengo buenos productos pero me falta mercado. Usted me puede ayudar, los vendemos a veinte pesos. Mitad y mitad - y se sirvió más vodka.
Yo no tenía trabajo, y sin aportar nada podría conseguir una suma importante. Los enanos eran un negocio redondo: poco trabajo, grandes ganancias. El rumano no dejaba de hablar. Me confesó que era una máquina, que fabricaba cuatro enanos por día, veintiocho por semana, ciento doce al mes.
Mientras él hablaba, yo tomaba vodka y sacaba cuentas: ciento doce enanos a veinte pesos daban un total de dos mil doscientos cuarenta, de los que me corresponderían mil ciento veinte pesos.
Acepté.
Cuando pensaba que nada malo podía pasarme, que mi suerte al fin había cambiado, dijo:
-          En una empresa lo más importante es separar la producción de la venta, y como usted es el vendedor tiene que llevarse los enanos a su departamento.
La idea no me gustaba, pero tampoco me parecía tan mala como para perderme el negocio. Lo que sí hice fue exigir que él se hiciera cargo del costo de la producción. Aceptó: mi empuje comercial lo había cautivado.
Cada enano pesaba más de diez kilos, y sólo podía cargar dos por vez. Pensé que el rumano iba a ayudarme, pero dijo que tenía que ir a ver a un proveedor y me dejó solo. Doscientos siete enanos, ciento cuatro viajes desde el galpón hasta mi casa.
Sentía que con cada viaje la temperatura aumentaba un grado. Los peruanos, dormidos, decían cosas que yo no llegaba a entender. Pensaba que podían despertarse de un momento a otro, que el perro estaba entrenado para matar y que con una sola palabra de los peruanos podía destrozarme.
A las cinco de la mañana, justo cuando el kiosco de diarios abría, comenzó a llover. Los taxistas me tocaban bocina y se reían de mí. Sentí tanta vergüenza que intenté correr con un enano en cada brazo, pero pisé una baldosa floja y al caer al suelo se rompieron los dos. La calle estaba inundada, y el agua arrastró piernas, brazos, gorros y cabezas de enano. Se taparon las alcantarillas. El nivel del agua, que cubría las ruedas de los autos, me impedía avanzar.
Cuando fui a buscar el último, el rumano me esperaba con dos vasos de vodka y una sonrisa que parecía estirar su bigote.
-          Argentino emprendedor - dijo.
Brindamos. Yo estaba muy mojado y empezaba a tener frío.
-          ¿Vamos a tirar más fuegos artificiales? - preguntó.
-          Mañana - dije y me fui con la última estatua.
Al amanecer, regresé a mi casa llena de enanos de jardín.

Durante los primeros tres días ofrecí nuestros productos en casas, viveros, casa-quintas, countryes y departamentos. Todos se mostraban muy interesados pero nadie compraba. Llevaba un enano de muestra, y como era pesado decidí comprar una carretilla. Al subir por calles inclinadas, el enano caía de espaldas y rodaba cuesta abajo. Se rompieron nueve.
En una casa me atendió una chica belga, que dijo integrar el Frente por la Liberación de Duendes, Gnomos y Enanos de Jardín. Dijo también que algún día los enanos serán libres de la esclavitud y ocuparán los bosques y plazas de todo el mundo. Antes de que pudiera irme sacó una escoba y comenzó a golpearme. Salí corriendo, y dejé abandonado al enano y la carretilla.
Pronto me di cuenta de que el público tenía serios problemas para aceptar a los enanos y que nunca podría vender ninguno. La empresa era un fracaso, pero pensé que decírselo al rumano hubiera sido una crueldad. Podría utilizar lo que quedaba de indemnización para comprar todo el stock de enanos, me dije.
En pocos días me quedé sin un peso, ya no podía comer ni pagar los impuestos ni comprar cerveza. A mi alrededor, los enanos parecían reírse. La única solución era salir a la calle y tratar de venderlos a diez, a cinco, a un peso. El rumano tendría que aceptar el cambio de valor. No eran tiempos de andar con pretensiones.
Cuando fui hasta la casa de los peruanos y pregunté por él, me dijeron que se había ido, que había vuelto a su país.
Volví a casa y, rodeado por los enanos, me senté en el balcón. Destapé la última cerveza y encendí el cielo con todos los cohetes que me quedaban.

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