Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 5 de enero de 2017

"Su rostro en el tiempo". Fragmento inédito.







"En la entrada de la estación había un laurel, y con algunas de sus ramas los artesanos habían armado dos coronas que ubicaron en los andenes para sujetar la enorme bandera que ahora cruzaba las vías. Vestidos con sus ropas de domingo, los paisani comían semillas de zapallo y contemplaban con ansiedad las montañas esperando descubrir un tren bajo el sol de aquel cielo inmaculado. Pero muchos de ellos ni siquiera sabían lo que era un tren, y los más pequeños imaginaban carros dorados tirados por bellos caballos alados, modernos artilugios con forma de delfín. Se sorprendieron al ver aquella mole de acero vomitando su continua bocanada de humo, y quizá por eso todos suspiraron a la vez. Pero no pudieron escucharse, la locomotora ya había hecho sonar su bocina estridente.
Los rieles vibraron, y vibraron también los andenes y los muros de la estación. Gianni se había subido a uno de los faroles; con los ojos entornados calculaba cuántos segundos tardaría el tren en detenerse.
Ciento cincuenta y dos.
Entonces la locomotora soltó un último aliento de vapor que, impulsado por el Sirocco, envolvió a todos con una brisa tibia y asfixiante. Algunos tosieron, sin embargo nadie se atrevió a decir nada: contenían la respiración, hechizados por el poder que irradiaba aquella máquina.
Se acercaron para verla con detenimiento, tocaron las barandillas de metal, las puertas de madera, intentaron ver más allá del polvo que cubría las ventanillas. Poco a poco, primero un hombre, luego una mujer, intentaron subir a los vagones.  Sólo se detuvieron ante las armas de los soldados, y los vieron acercar una escalera hasta una de las puertas del primer vagón. Uno de ellos señaló a la banda de músicos e inmediatamente comenzaron a tocar una melodía chillona por sobre los gritos de la multitud. Los dos acordeonistas eran de Saccia, el violinista de Scopello y el niño que tocaba la trompeta había nacido en Calatafimi, era hijo de un hermano del padre de Giuseppina. Aún debían pasar varios años para que el pequeño trompetista se convirtiera en un hombre lo suficientemente celoso como para querer asesinar al amante de su mujer. Subido a un farol, su primo, el futuro amante, no podía saberlo: sólo se preocupaba por descubrir al Duque o al menos a dos de sus hermanos, escondidos en algún rincón de la estación. 
Todos conocían las fotografías del Duque, sin embargo eran escasos los datos que tenían de él: sabían que hablaba cinco idiomas, que era un excelente deportista y que había marchado con su gran ejército sobre la Capital, en el norte, para luego ser coronado en un circo lleno de banderas. Después de todo, eso era lo que decían los frescos de Segesta. En la Iglesia de Nuestra Santísima Madonna del Socorro habían colgado una imagen suya; cada día alguien se encargaba de llevarle flores al Duque retratado de pie junto a la bandera. Generoso, el trazo del pintor había delineado un cuerpo maduro, vigoroso, que inspiraba respeto y sumisión.
El sólo recuerdo de aquella imagen obligó a todos los que estaban en el andén a retroceder un paso. El Duque al fin había pisado la Isla. Esta vez todos pudieron oírse suspirar. Lo observaron largamente sin decir nada; por un momento la melodía quedó flotando en el aire limpia de sonidos molestos: y los músicos tocaban mal.
El Duque les dedicó una sonrisa forzada. Parecía fastidiado. Y en verdad lo estaba, ¿cómo hacían aquellos campesinos para respirar un aire tan denso y agobiante?
Entonces alguien se acercó al Duque y le tendió un ramo de flores, un abanico, una copa de vino fresco. Como si esa fuera la señal para su entrada, por detrás del Duque aparecieron tres frailes vestidos con negras sotanas que les llegaban hasta el suelo: uno, el más obeso, se apresuró a probar el vino para comprobar que no estuviera envenenado; otro arrancaba los pétalos de las flores y los lanzaba por donde caminaba el Duque, que era perseguido por el fraile más alto, encargado de mover el abanico.
Escoltada por varios soldados, la pequeña comitiva cruzó el andén y se detuvo ante la puerta de acceso a la oficina de la estación. El suelo estaba cubierto de flores y cáscaras de semillas de zapallo: cientos de bocas masticaban al mismo tiempo y esperaban, exigían, las palabras de aquel orador tan elocuente.
Y el Duque giró sobre sus talones, golpeó los tacos de sus botas y alzando el brazo, dijo:
­Bienvenidos.
Cruzó la puerta mientras los frailes bendecían a la multitud. Todos comenzaron a murmurar. Esperaron algunos minutos creyendo que el Duque volviera a aparecer, pero ya se había marchado por una puerta secreta y ahora iba camino al Castillo, rodeado por los tres frailes que lanzaban bendiciones desde el automóvil que los transportaba.
En la estación hacía rato que el murmullo se había convertido griterío: la multitud, desilusionada, intentaba subir al tren para verlo por dentro o conseguir algún souvenier de un día tan memorable. Hubo empujones, insultos y alguien hasta se atrevió a lanzar una piedra contra el maquinista, que les gritaba desde la locomotora. Los soldados tuvieron que bloquear las puertas y las ventanas. Pero ya era imposible contenerlos.
Cuando estaban por ingresar a los vagones, alguien sugirió una nueva táctica: entonces, de boca en boca, los paisani se fueron enterando de que afuera, en el camino, otros soldados habían comenzado a repartir comida, vinos y frutas. En un instante, atraídos por los regalos, todos se apresuraron en abandonar los andenes. Pronto el vino fresco calmó los gritos y la música volvió a sonar, aunque ésta vez todos parecían disfrutar de ella.
La fiesta continuó hasta caer la tarde. Después, tal como lo había planeado, Vito aprovechó la confusión de la partida del Duque para subirse al último vagón y ocupar el asiento que le correspondía. Cuando el tren volvió a ponerse en marcha dejó tras de sí un pueblo en el punto más dulce de su embriaguez.
Algunos juraban que darían la vida por el Duque, otros pensaban que podrían abandonar la Isla en ese mismo tren. Finalmente el tiempo los complacería a todos. Menos a Giuseppina, que lloraba y maldecía al Duque, a los soldados  y al maldito tren que se había llevado a su hermano. Quería estar muerta: se rasguñaba y se retorcía en el suelo. En un momento, exhausta, se tendió de lado sobre la tierra: comenzaba a oscurecer. Poco a poco, el cielo comenzó a brillar con el fulgor de unas estrellas que se habían apagado mucho antes de que construyeran el Templo, el Castillo y la estación. Y sin embargo estaban ahí. Atrapadas en la noche."



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