Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 6 de julio de 2017

Autobiografía de un futbolista fracasado I.

1997: desde San Bernardo a La Serena






Me gusta el fútbol. Mejor dicho, me gustan pocas cosas más, además del fútbol. Una de ellas es escribir. Me gusta el fútbol y me gusta escribir. Y sin embargo esas dos cosas nunca se juntan, salvo en algunos casos. Quizá porque me genera más respeto escribir sobre fútbol que escribir sobre cualquier otra cosa, incluidos los genocidios, los incestos o los asuntos policiales.

En un punto, supongo, debe ser porque como la mayoría de chicos yo también soñaba ser jugador de fútbol. Sin embargo, a los 40 tengo que aceptar que ya no voy a ser jugador de fútbol. Una lástima. Pero, ¿y si de una vez por todas escribo fútbol? ¿No sería aceptar finalmente mi fracaso como futbolista? ¿O sería una forma de procesarlo, de fingir una terapia psicológica autoasistida? No lo sé. Hoy vivo de lo que escribo, no de lo que juego. Y en el fondo siento, sino vergüenza, al menos un poco de añoranza por eso que no pude ser.

Porque durante muchos años, 15 para ser más preciso, tuve la fantasía de vivir del fútbol, el mejor juego del mundo. Yo no quería ser lo que soy, yo quería ser como el Beto Márcico, como Marangoni, Latorre, o al menos como el Turco Apud. Por eso jugué al fútbol todo el tiempo, al menos hasta que la cosa se puso seria y me di cuenta de que no soportaba correr y hacer gimnasia bajo la lluvia o el frío. Que tampoco tenía ganas de acostarme temprano y guardarme para un partido amistoso mientras mis amigos se iban a los cumpleaños de 15. Y menos, y esto es una confesión que sólo me animo a hacer ahora que tengo hijos, mucho menos iba a jugar al fútbol si mi abuelo Carlos no estaba al borde la cancha.

Así que a los 15 dejé de entrenar y probarme.

Terminé el colegio. 

Empecé a trabajar de cadete. Y empecé la facultad.

En el mismo momento en que yo entraba al CBC de Sociología, mis amigos del barrio y de la escuela, pibes más sacrificados y mucho más talentosos que yo como el Cabezón Ferreyra y Ariel Graña, al fin habían llegado a primera e incluso, si tenías cable o si habías logrado comprar el decodificador trucho en el Centro, los podías ver por la tele marcando a la Bruja Verón o a GiannlucaVialli.

Pero la fantasía irrealizable seguía lastimando. La explicación que yo me daba era esta: “si yo hubiera querido hubiese llegado”. Mentira. La verdad es que difícilmente podría haber llegado a ningún lado si mientras mis compañeros corrían alrededor delParque de Mataderos yo me escondía atrás de un árbol para ahorrarme una vuelta, o si mientras ellos hacían flexiones de brazos yo me quería matar. Limitaciones que uno tiene. 

Eso era el fútbol para mí a los 20. Una fantasía irrealizable que apenas si se cicatrizaba jugando tres veces por semana al fútbol 5 y mirando y escuchando todos los partidos de Boca y la Selección (en una época en que sentía lo mismo por ambas camisetas).

Poco a poco, con el tiempo, dejé de jugar incluso al fútbol 5 y el Fútbol, así, con mayúsculas, pasó a ser algo que sólo ocurría en las pantallas y era interpretado por gente más chica que yo.

En el verano de 1997, en medio de unas vacaciones épicas como son todas las vacaciones a esa edad, fue la primera vez que vi a ese pibe que tenía dos años menos que yo y que sería mi último ídolo del fútbol.
Tenía 20 años y pasé ese verano en San Bernardo con mis dos grandes amigos, dos tipos a los que el fútbol les importaba y les importa poco y nada. Nos habíamos llevado el sueldo entero para gastarlo en una sola semana sin privarnos de nada. De nada que no fuera un hotel o un departamento. Así que nos fuimos al camping, sin llevar siquiera un cuchillo o un tenedor. 

De noche salíamos y nunca hablábamos con nadie. Incluso una noche una chica nos dijo: “Ah, ustedes son los que no hablan”. Pasábamos las mañanas durmiendo en el microclima de la carpa, con un grabador blanco afuera, escuchando Luzbelito. Nos levantábamos y nos íbamos a la playa a cualquier hora. Bardeábamos a Agustín porque había llevado una manta violeta, pero con Nacho tratábamos de usarle algunos centímetros de la manta para no apoyar la malla mojada en la arena. 

Fue en una de esas caminatas por la calle principal, al atardecer, tratando de recuperar el aliento después de tantas rabas y tanta cerveza, que vi una pantalla gigante en una pared donde estaban proyectando un partido de fútbol. Tengo el recuerdo nítido de inclinarme hacia adelante, de doblar la cintura buscando encontrar el aire que me faltaba. Y pensar que cuatro años atrás todavía alentaba la fantasía de ser jugador de fútbol...
Pero así y todo, al ver a esos pibes de 18 años jugando con la camiseta de la selección sentí vergüenza y envidia, todo al mismo tiempo.

Parado a pocos metros había un tipo que, supongo, debía tener la edad que yo tengo ahora. Cuarenta. Lo importante es que él estaba mirando el partido con sus dos hijos que comían helado y yo trataba de recuperar el aire que había dejado en el bar o en la carpa, no me acuerdo. De esas vacaciones recuerdo pocas cosas. Ninguna con tanta claridad como ese partido que mostraba la pantalla gigante.

Avergonzado, primero miré la pantalla de costado, hasta que al fin logré ponerme derecho y mirar de frente a ese equipo que, ni ellos lo sabían, ese mismo año llegaría a ganar un mundial.

No sabía quiénes ni dónde ni para qué jugaban.  

El tipo de 40 me miraba con una sonrisa. Quizá con la misma envidia con la que yo miraba a los pibes que estaban jugando contra algún equipo sudamericano… que no recuerdo.


-        ¿Quién juega? – le pregunté. 
-        El sub 20. Es el sudamericano.
-        ¿Dónde?
-        En La Serena, Chile.
-        ¿Y cómo van?
-        Ganando 1-0.


Yo volví a boquear, tratando de tragar las malditas rabas que flotaban en mi garganta. De lejos, vi que mis dos amigos se acercaban. Respiré hondo, dispuesto a enfrentar otra noche con los pibes.
Antes de irme, volví a mirar la pantalla y al tipo de 40.

-        ¿Juegan bien? – le pregunté.

-        Sí, pero el que maneja todo es un chico de Boca. El 8. Ese que está ahí.



Era un pibe desgarbado, morocho, con miles de pecas en la cara. No decía nada. Pero se movía en puntas de pie, yendo y viniendo por la mitad de cancha, al lado del 5, manejando el avance y el retroceso del equipo.
-     
-        ¿Es de Boca? Si nunca lo vi… 
-        Se lo compraron a Argentinos hace poco.  
-        ¿Y cómo se llama?
-        No sé.


Le di la espalda a la pantalla y al tipo de 40 que soy ahora, que mira fútbol mientras sus dos hijos comen helado, y me fui sin saber que durante los siguientes 20 años pasaría tantas horas frente a la pantalla, asombrado, gritando, emocionado y feliz, viendo a ese pecoso desgarbado que se iba a convertir en el señor Juan Román Riquelme.



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