Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 14 de agosto de 2017

Lecturas Escritas: El hombre que amaba los perros y desconfiaba de las urnas





Ayer domingo me levanté muy temprano y pude leer durante una hora mientras Vera, mi hija de 4, miraba los dibujos animados. Hacía rato que no pasaba una hora leyendo, y meses en que no leía siquiera tres páginas seguidas. Pero empecé “El hombre que amaba a los perros” de mi admirado Leonardo Padura, una novela hermosa donde se cuenta el asesinato de Trotski y que por ese tono autocrítico con que Padura se refiere siempre el socialismo, me hizo recordar Patria, otra novela maravillosa, del vasco Fernando Aramburu, que también lleva un tono autocrítico impecable. Autocrítica: una palabra ausente en el diccionario argentino.

“El hombre que amaba a los perros” arranca con el exilio de Trotski luego de su caída en el gobierno soviético. Y es desde ese exilio que Padura lo obliga a hacer determinadas reflexiones que, muy lejos de nuestra realidad de país extenso pero tan pequeño en ideologías y logros extrafutbolísticos, me hicieron pensar en las acusaciones cruzadas que se han visto en estos días previos a las elecciones insignificantes como son las PASO, tanto de los candidatos como de los electores. 

Los párrafos que transcribo podrían hablar de cualquier movimiento político de la Argentina, ya que ninguno acepta la crítica y mucho menos ponderan la autocrítica sincera (esa que no es para la tribuna). Acá todo se enquista, todos se autoproclaman salvadores pregonando con aspiraciones mesiánicas tener la receta para este, el último posible resurgimiento de Argentina: El Imperio Que No Fue (como si alguna vez este país hubiera sido algo, una potencia, una sociedad unida, y no apenas ese  sueño que nunca se cumplió porque nunca nadie apostó para que ese sueño durara más allá de quien lo soñara).

“Sobre su espalda cargaba la responsabilidad de haber destituido a líderes sindicales, de haber borrado la democracia de las organizaciones obreras, y contribuido a convertirlas en las entidades amorfas que ahora utilizaban a placer los burócratas estalinistas para cimentar su hegemonía. Él, como parte del aparato del poder, también había contribuido a asesinar la democracia que, desde la oposición, ahora reclamaba.”

“La teoría marxista, que Lenin y él utilizaban para validar todas sus decisiones, nunca había considerado la coyuntura de que los comunistas, una vez en el poder, pudieran perder el apoyo de los trabajadores. Por primera vez, desde el triunfo de la revolución de Octubre, debieron haberse preguntado (¿alguna vez nos lo preguntamos?, le confesaría a Natalia Sedova) si era justo establecer el socialismo en contra o al margen de la voluntad mayoritaria. La dictadura proletaria debía eliminar a las clases explotadoras, pero ¿también reprimir a los trabajadores? La disyuntiva había resultado dramática y maniquea: no era posible permitir la expresión de la voluntad popular, pues esta podría revertir el proceso mismo. Pero la abolición de esa voluntad privaba al gobierno bolchevique de su legitimidad esencial: llegado el momento en que las masas dejaban de creer, se impuso la necesidad de hacerlas creer por la fuerza.”

Después de leer, finalmente fui a votar con Dante, mi hijo de 9 años. Había bastante gente, y mientras esperábamos en la cola de la mesa electoral se oyeron unos aplausos que llegaban desde abajo, en la planta baja de la escuela. Si bien ninguno de los candidatos que ofrecía la elección me despertaba ilusión, ni siquiera confianza, en ese momento me emocioné. Dante se dio cuenta. Entonces le expliqué que cuando alguien vota por primera vez todos aplauden porque es importante ejercer el voto. También le conté (aunque él ya lo sabía) que durante muchos años a lo largo de nuestra historia los argentinos tuvieron prohibido el voto. Y que por eso es importante ir a votar: aunque no nos conforme esta “democracia”, aunque los candidatos sean millonarios con fortunas de origen dudoso, aunque sean tan egocéntricos como para no ver que sólo son representantes (Y NADA MAS), porque si no vamos alguien puede ocupar nuestro lugar o decir que el voto no es importante. 

Hoy, el día después de las elecciones, siguen las acusaciones cruzadas entre los votantes. Azorados por los resultados, unos señalan a los otros por no querer el cambio o por votar por un cambio tan paupérrimo.

Y sin embargo ayer todos fuimos a votar (el 75% del padrón, dicen). Los que se identifican tan fanáticamente con el odio hacia unos y la fe ciega en otros, y los que nos limitamos a contemplar esa disputa con asombro o con indiferencia, pero siempre con fastidio. Este país es muy raro.

Por último, una breve opinión sobre algo que escuché en estos días. Alguien decía que los escritores debían volver a ser activistas, a levantar banderas, etc., etc. Como si las manos que tipean en los teclados valieran más que las manos que hacen otras cosas. Como si saber hacer algo te pusiera en una posición privilegiada para hacer otra cosa. Como si ser relator de fútbol implicara saber patear una pelota. Sobre esto, una última cita de “El hombre que amaba a los perros”, esta vez referida al suicidio de Maiakovski, el poeta de la Revolución:

“Se empeñó en ofrecer su poesía a la participación política y sacrificó su Arte y su propio espíritu con ese gesto: se esforzó tanto por ser un militante ejemplar que tuvo que suicidarse para volver a ser poeta.“

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