Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 11 de septiembre de 2017

Hanka y León en Infobae.



El sábado se publicó esta nota en Infobae. Es una antigua entrevista a León Grzmot, el marido de Hanka, la protagonista de la novela HANKA 753, que se publica en noviembre por Editorial Sudamericana. La nota revela la historia de vida de León, que aparecerá en la novela, las experiencias de ambos en Auschwitz, su renacimiento, su valentía. Pero, para mí, que durante un año conversé con Hanka buscando reconstruir su vida, tiene un valor especial.

El cronista nombra a Hanka (Janka, dice la nota) como al pasar, apenas una testigo mudo del relato de su marido. Hanka no habla. Y así fue. Como Mira y Nusia, ella también guardó silencio hasta que partió su marido.  Sólo entonces comenzó a recordar, a enfrentar los recuerdos, y a hablar. Tuve la suerte de poder escuchar cada una de las anécdotas que vivió en los tiempos del nazismo. En la nota, habla de un zueco. Un zapato. Recuerden ese dato, porque ese zueco es protagonista de, creo, uno de los momentos más conmovedores de la novela.

A poco menos de dos meses que se publique, viene bien para ir conociendo a los personajes.



Los atroces años de una pareja judía en un campo nazi de exterminio, su lucha por sobrevivir y la fuerza del amor

León y Janka se abrieron paso contra viento y marea, se hicieron ciudadanos argentinos, progresaron, y jamás dejaron de abogar contra el Mal. El recuerdo de dos personas que curaron sus cicatrices en los barrios porteños

Publicada el 9 de septiembre de 2017

Por Alfredo Serra
Especial para Infobae

León y Janka sobrevivieron al horror, se conocieron en Suecia y se radicaron en Argentina

Un domingo, día de elecciones, León Grzmot y Janka, su mujer, sobrevivientes, me recibieron en su casa. La primera pregunta de León me sorprendió: "Hoy es domingo. ¿Interrumpió su descanso para hablar conmigo?". En esas palabras hubo mucho más que simple cortesía: me parecieron un rasgo tan modesto como moral. Un un modo de decir "¿Quién soy yo para alterar su domingo, qué derecho tengo?". Apreté su mano y le dije: "Señor, usted pasó años en un campo de concentración, perdió a su familia, sufrió más allá de lo soportable. ¿Qué son, frente a eso, unas pocas horas de trabajo en un domingo?".
Nos abrazamos. Janka, su mujer, sirvió café. Empezamos a hablar…

En la cinta de mi grabador quedó capturada la historia que sigue, y que significa algo mucho más terrible que los hechos narrados: es sombríamente igual o parecida a la de seis millones de judíos que no vivieron para contar la suya, arrasados por el hambre, las torturas, los fusilamientos en masa, las cámaras de gas: la inimaginable vuelta de tuerca que probó, en los años del Tercer Reich, hasta qué punto el hombre puede ser también un monstruo, una máquina de matar y aniquilar a millones, mientras espera que llegue la noche: la hora de un vaso de buena cerveza, un disco de música clásica, el riego de los rosales y las caricias a sus hijos y a sus perros. Alguien dijo que después del Holocausto era imposible escribir poesía. No sé si es cierto. Pero no me atrevo a refutarlo.

EL PRISIONERO 171984
  
León Grzmot nació en Polonia. Argentino naturalizado, tiene en el momento de esta entrevista 75 años. Está casado desde hace casi medio siglo con Janka, también polaca y naturalizada argentina. Dos hijos les nacieron: Alejandro y Adrián (hoy arquitectos), y les dieron nietos.

León y Janka viven en un soleado piso doce, en el barrio de Villa Crespo. Sobre un gran mueble, veinte fotografías encerradas en portarretratos guardan otros tantos recuerdos y afectos: León y Janka casándose en Suecia, el bar mitzvá de sus hijos, sus nietos a distintas edades. León es, además, dueño de una empresa.
Cuando hoy, domingo 7, once de la mañana, posan junto a una ventana en la misma actitud que en Suecia, cuando se conocieron, la imagen se torna, por segundos, idílica. Pero sólo por segundos… Porque el sol cae sobre el brazo izquierdo de León y no ilumina el tatuaje de un corazón, de una sirena, de un remoto nombre de mujer, de una flor. Ilumina un número azul: 171984. Se lo grabaron en septiembre de 1939 en el campo de concentración de Auschwitz.

LLEGAN LOS BÁRBAROS

Dombrwatz, Polonia, 5 de septiembre de 1939. Hace cuatro días que las tropas nazis cruzaron la frontera e invadieron a su vecina más cercano. Ha empezado la Segunda Guerra Mundial.
Israel y Lea, los padres de León, de Esther y de Rosa (esta última de apenas dos años), son prósperos. No saben de hambre, de frío, de violencia. Pero en menos de media hora de esta fría madrugada abandonan su departamento a punta de bayoneta, casi desnudos, rodando por las escaleras, y ven morir ahorcados a veinte vecinos "porque sí, sólo para mostrarnos lo que nos esperaba", recuerda León. Y recuerda también que "un soldado alemán tenía bajo su bota a un niño muy pequeño, y su madre, desesperada, le besó la bota para que lo liberara, pero él la apartó de un golpe y aplastó la cabeza del niño contra el suelo".

Muy poco después, en camisones, hacinados, emprenden el viaje hacia Auschwitz, uno –el más terriblemente emblemático– de los campos de exterminio erigidos por el Tercer Reich. Los templos de la muerte…

"Allí todo era barro, frío y pestilencia. Nos dejaron a la intemperie. Éramos cientos, tal vez miles, amontonados como fardos. Los soldados cavaron una fosa: nuestro baño. Pero estaba lejos y éramos tantos, que para llegar hasta allí nos pisábamos unos a otros, y la mayoría acababa por hacer sus deposiciones donde podía. Los excrementos de unos caían sobre las cabezas y los cuerpos de otros. Era una macabra y repugnante sinfonía de horror".

Al cabo de unos días los encierran en una barraca donde se fabricaban botas de lana para el ejército alemán. Para entonces, los más viejos, los más débiles y los más chicos eran rematados a palos, tiros o bayonetazos. "Por eso los padres, cuando veían entrar a los soldados a la barraca, escondían a sus hijos detrás de la pila de botas. Pero era inútil. Los soldados las perforaban con sus bayonetas, como en un trágico juego de ruleta, y sabíamos que un chico acababa de morir porque las botas se teñían de sangre…".

RAYAS BLANCAS Y NEGRAS

Año 1939. León tiene 14 años. Antes de la invasión nazi a Polonia logró entrar a una escuela secundaria de alta exigencia: sólo ocho de cada mil inscriptos alcanzaba el puntaje. Uno de los comandantes del campo lo lleva a su oficina y le pide que interprete un dibujo técnico. León lo hace sin esfuerzo "y entonces pasé a formar parte del grupo privilegiado. Todavía hoy agradezco a mi madre que me haya hecho estudiar, porque gracias a mis conocimientos, salvé mi vida. Los más viejos, los enfermos, los más débiles, todos los que aquellos criminales consideraban inútiles, morían en las cámaras de gas, y sus cuerpos terminaban en los hornos
crematorios…".

León no llevaba el ominoso uniforme a rayas negras y blancas, comía todos los días -aunque sólo seiscientas de las mil novecientas calorías que exige ese clima-, pero aún medio siglo después del fin de la guerra, en esta mañana de domingo, no olvida a "ese comandante de campo que calentaba su casa con combustible humano: con los cuerpos que cada día se consumían en los hornos. O ese otro que, como una trágica prueba de la eficiencia alemana, no se permitía terminar el día sin matar por lo menos a veintidós judíos. O ese golpe de bayoneta que todavía me duele: el golpe que me separó de mi madre, a la que yo me había aferrado antes de subir al camión que me llevó a Auschwitz".

UN ZUECO DE MADERA

Todos los Grzmot, salvo un tío de León, murieron en Auschwitz, el mismo campo donde también estuvo Janka, que hoy recuerda: "Sólo dos cosas voy a decirle. Que todavía tengo la marca del látigo, y que mi historia (soy de pocas palabras, no me gusta hablar de ese espanto) se reduce a un zueco. Sí, señor. A un zueco de madera que era lo único que teníamos unas compañeras y yo. Mi pie era chico y lo metí, desesperada por el frío, dentro de ese zueco que calzaba una de ellas. Después, y por mucho tiempo, en ese zueco comimos, bebimos y -disculpe usted- hasta hicimos nuestras necesidades. Es todo lo que quiero decirle".

LA MARCHA DE LA MUERTE

Cuatro años más tarde, en 1943, León y sus compañeros oyen "algo así como truenos lejanos. No sabíamos qué era, pero pronto corrió el rumor por todo el campo: en un ataque pinza llegaban las tropas norteamericanas y las soviéticas. Hitler estaba perdido, sí. Pero todavía nos faltaba La Marcha de la Muerte. Para no dejar evidencias, los alemanes decidieron abandonar Auschwitz llevándonos a otros destinos: Dachau, Buchenwald, etcétera, corriendo una inútil carrera que estaba perdida de antemano. 

Prepararon trenes, pero la estación estaba a unos veinte kilómetros, de modo que tuvimos que cubrir ese tramo descalzos y sin abrigo. Todavía veo el camino. Todavía veo los tres colores que tiñeron ese camino: el negro del barro, el blanco de la nieve y el rojo de la sangre de nuestros pies. Ya en los vagones, que eran abiertos, empezamos el viaje. Desde lo alto de los puentes, algunos nos tiraban panes porque sabían que estábamos famélicos. Cuando los soldados lo advirtieron, les dispararon con sus rifles, y varios, muertos o heridos, cayeron sobre los vagones todavía con un pan en la mano. Fue una de las grandes lecciones de solidaridad que recibí en mi vida, y que no olvidaré jamás".

Dejan el tren y siguen su marcha a pie. Pero sólo sobreviven los que todavía son capaces de caminar: los otros, los que desfallecen y caen, son rematados a tiros. "Yo fui uno de los que desfallecí. Pero antes de que mis piernas dejaran de responderme, un compañero me cargó a babucha. Todavía me pregunto de dónde sacó fuerzas, ¡de dónde!".

Se acerca el mediodía de este domingo. León mira su reloj: "Tengo que ir a votar -me dice-". Pero aún tiene tiempo para recordar, como sombrías piezas de un puzzle, que "un día vi al monstruo Mengele, y otro día vi volver a la barranca a un compañero al que le habían cortado los testículos para hacer un experimento genético, y otro día aprendí el ruego que corría por el campo: 'Si sobrevivís, contá. Contá para que el mundo no olvide'".

APENAS UNA ANÉCDOTA

Es 1945. La guerra ha terminado. Hitler se ha pegado un tiro. Del Tercer Reich sólo quedan ruinas. León Grzmot elige el lado norteamericano. Lo llevan a Suecia, "donde aprendí el valor de la palabra libertad, la más hermosa del idioma". Lo rehabilitan en un hospital, trabaja duramente, conoce a Janka, se casa con ella, y en 1952 llega a la Argentina. Empieza a trabajar en un taller metalúrgico de Villa Devoto y a estudiar ingeniería.

"Es paradójico: en Auschwitz conocí máquinas de tecnología avanzada, y gracias a eso me abrí camino en el taller. Era capaz de hacer seis bulones en menos tiempo del que tardaba un operario común para hacer dos. Progresé trabajando doce, catorce horas por día, y sin dejar de estudiar. Llegué a tener una empresa. Pero, ¿sabe, Alfredo? Mi historia no tiene ninguna importancia. Es apenas una anécdota si no sirve como mensaje. Y mi mensaje es éste: nunca olvidemos el Mal, pero trabajemos para que cada día prevalezca el Bien. Borremos de nuestro idioma la discriminación. Jamás digamos 'este negro, este amarillo, este judío, este…', porque así empieza el camino hacia el horror. Jamás creamos que aquella pesadilla es sólo historia, porque las pesadillas pueden repetirse. Honremos, en cada pequeña buena acción, a la especie humana. A esta especie que los criminales despreciaron y desprecian todavía. Porque hay muchos genocidios en el mundo, aunque no lleven el signo de la cruz esvástica…".

(Post scriptum: León murió el 19 de junio de 2013. Janka, su mujer, en 2015 todavía pudo estar en la que ahora se llama Marcha de la Vida: dolorosa por los recuerdos, pero también luminoso símbolo de la resistencia humana hasta más allá de los límites. Y del amor. Ese indomable sentimiento que unió a León y a Janka a pesar de sus años en el infierno).


No hay comentarios.:

Publicar un comentario