"Están ahí, pero no los ves. De eso se trata.
Están pero no están. Así que cuidá el maletín, la valija, la puerta, la
ventana, el auto. Cuidá los ahorros, cuidá el culo. Porque están ahí, van a
estar siempre ahí. Chorros. No, eso es para la gilada. Son descuidistas,
culateros, abanicadores, gallos ciegos, biromistas, mecheras, garfios, pungas,
boqueteros, escruchantes…”
Marcos (Ricardo Darín), en Nueve Reinas (2000), de Fabián Bielinsky
1
Frattini era un niño
de cuatro años desnudo, parado sobre un sillón. Inexplicablemente, estaba
desnudo: quizá acabaran de bañarlo y estuvieran por vestirlo... Lo cierto es
que estaba desnudo junto a las dos mujeres que lo cuidaban desde que tenía
memoria en aquella casa amplia y luminosa. Entonces alguien gritó afuera, y la
puerta de calle comenzó a sacudirse con una lluvia de golpes.
Una de las
mujeres preguntó quien llamaba. Del otro lado llegaron bufidos, insultos, y una
sola frase que al pequeño Frattini lo llenó de asombro y confusión:
-
Soy el padre. Vengo a llevármelo.
Las mujeres se
miraron y se lanzaron sobre la puerta dispuestas a rechazar al visitante, que
golpeaba y las insultaba a los gritos. Al fin, la puerta se abrió con la fuerza
de una patada y el hombre entró a la casa. A Frattini la escena que veía lo
paralizaba: una de las mujeres le mordía una pierna al hombre, mientras este
intentaba zafarse de la otra, que le rasguñaba el rostro y le impedía que
alcanzara el sillón donde Frattini, el niño, estaba de pie, callado, asombrado
y desnudo.
Al hombre le
costaba hablar por la excitación de la lucha:
-
Soy el padre. Es mío.
La pelea duró
varios minutos, hasta que el hombre cerró los puños, golpeó a las mujeres y
ellas cayeron al suelo más preocupadas por defenderse que por atacarlo.
Entonces el hombre fue hasta el baño y regresó para envolver al pequeño
Frattini con una enorme toalla de color rosa. Labios partidos, pintados de
sangre, insultaron al hombre que se marchaba escaleras abajo con el niño en
brazos.
Caminaron en
silencio por calles heladas. Desde su aparición, el pequeño Frattini no había
podido dejar de mirar a ese hombre de rubios cabellos y ojos claros que era, o
decía ser, su padre. Se detuvieron en una plaza. Frattini quedó deslumbrado
ante el enorme puente que cruzaba el río, y las calles de adoquines cargadas de
camiones, autos y colectivos, bicicletas y tranvías.
En la plaza
subieron a un colectivo. Los demás pasajeros miraban a la extraña pareja: un
hombre que olía a alcohol con un niño en brazos, desnudo bajo una toalla. Sin
embargo el pequeño Frattini no sentía frío, ni miedo, ni vergüenza, ni dolor.
Con los ojos cerrados, abrazaba al hombre y en voz baja, muy baja, le decía:
“Papá”.
Cuando despertó
ya no estaban en el colectivo, ahora su padre lo cargaba por una ancha avenida;
lejos, las grúas del puerto de La Boca y un triángulo plateado al final de la
calle: el Río de La Plata. Se internaron por calles más angostas, salpicadas de
niños que jugaban al fútbol y mujeres que gritaban en idiomas incomprensibles.
De pronto su padre entró a un gran patio rodeado de casillas de maderas y
chapas, muy distintas a la casa confortable en la que el pequeño había vivido
hasta entonces; cruzó el patio sin saludar a las mujeres que lavaban la ropa en
una pileta y subió la escalera que conducía a una de las casas. Antes de que
llamara, la puerta se abrió de par en par para mostrar un rostro pálido. Su
padre entró a la casa y lo depositó sobre una cama. Entonces dijo:
-
Ella es Mirtha, tu mamá.
Desconcertado,
feliz, el pequeño sonrió mientras su madre comenzaba a vestirlo con ropas
abrigadas y su padre se marchaba sin siquiera despedirse.
Frattini no
sabía quiénes eran esas mujeres que lo habían cuidado hasta la aparición de su
padre, pero tampoco las extrañó durante los primeros días que pasó en su nueva
casa. Hasta para él, un niño de cuatro años, resultaba evidente que si su padre
se había peleado de tal forma para recuperarlo era porque lo amaba y quería
estar con él. Eso pensó Frattini.
Hasta que un día
su padre alzó un puño y le dio un golpe en medio de la boca. Su madre presenció
la escena en silencio, ni siquiera protestó; se limitó a tomar un pañuelo y
limpiarle la sangre de la herida. Al verla llorar, Frattini sintió miedo, y
lamentó que Mirtha no lo defendiera como lo habían hecho aquellas dos mujeres
de la que ni siquiera recordaba los nombres.
Cada mañana, su
padre se marchaba a trabajar a la fábrica Alpargatas completamente borracho de
cerveza. En su ausencia la casa se volvía más cómoda, su madre sonreía, le
enseñaba cosas e incluso se animaba a cantar tangos mientras limpiaba o planchaba
la ropa. Pero por la tarde, cuando la puerta volvía a abrirse y su padre
regresaba tan borracho como se había marchado, todo volvía a empezar. Si
Frattini hacía alguna pregunta, su padre le daba un puñetazo. Si rompía algo,
lo azotaba con el cinturón. A veces se refugiaba debajo de la cama para
protegerse, otras veces se escapaba de la casa, pero siempre acababa
cubriéndose el rostro con los brazos, llorando.
De noche
permanecía quieto, midiendo hasta el menor sonido de su respiración por miedo a
que sus bostezos o sus arranques de tos despertaran a su padre.
El 20 de julio
de 1936 Frattini cumplió cinco años. Ese día su madre le había regalado un
banderín de Boca Juniors. Frattini estaba feliz. Su padre llegó más tarde que
de costumbre. Al entrar a la casa y ver sonreír al niño, le dedicó la mirada
más furiosa que pudo permitirle el alcohol.
-
Andate – le dijo.
Frattini miró a
su madre, asustado. Como siempre, ella se restregó las manos en el delantal y
se volvió para ocultar su impotencia. Su padre volvió gritar:
-
Andate, hijo de puta.
-
Mamá… - gimió Frattini, esperando que esa
palabra rompiera el hechizo que lo había atrapado en aquella pesadilla.
Pero el hechizo
no se rompió, y la pesadilla aún estaba por comenzar.
Su padre dio dos
pasos, lo sujetó del pulóver y lo alzó del suelo hasta que quedaron frente a
frente. Las piernas del pequeño Frattini colgaban en el aire, sobre el banderín
tirado en el suelo. Cerró los ojos temiendo una nueva paliza, pero en lugar de
golpearlo, su padre le dijo:
-
Ella no es tu mamá. Tu mamá se murió cuando vos
naciste. Vos la mataste.
Y lo dejó caer
al suelo. Frattini estaba tan aturdido por la noticia que ni siquiera sintió la
caída. Su padre abrió la puerta y lo empujó hacia fuera.
-
Andate.
Afuera hacía un
frío insoportable. La luz que iluminaba el patio estaba envuelta en una aureola
de humedad que impregnaba la baranda de la escalera, el suelo y todo el
conventillo. Los vecinos dormían en sus casas. No se escuchaba otro ruido más que
el de su propio llanto. Temblando, se acostó entre los pilares de madera que
sostenían la casa. No durmió, ni siquiera pudo cerrar los ojos. Sólo miraba la
puerta, esperando que se abriera y su padre lo invitara a entrar.
Cuando se quiso
dar cuenta, las primeras luces del conventillo se habían encendido. En las
casas, los hombres estarían tomando un desayuno caliente y pronto saldrían a
trabajar. El pequeño Frattini se incorporó. No quería que nadie lo viera allí,
solo, temblando de frío. Se acercó a una de las piletas y abrió el grifo. Se
lavó el rostro y el agua helada lo hizo entrar en razón: debía marcharse,
desaparecer antes de que alguien lo viera o, lo que sería peor, antes de que su
padre bajara las escaleras y lo encontrara allí.
Miró en
dirección a la salida del conventillo. Dio un paso, otro, y poco a poco fue
alejándose de allí. Con los brazos cruzados, en un vano intento por calentarse
el cuerpo, el pequeño Frattini caminó por calles distintas, al azar. Los
tranvías y los colectivos pasaban cargados de trabajadores. Los pájaros
cruzaban el cielo en dirección al río. Los porteros barrían las veredas. Entonces
vio la puerta abierta de un edificio. Si se escondía en la terraza podría pasar
la mañana sin que nadie lo viera, al reparo del frío... Con sigilo, subió las
escaleras hasta el último piso, pero se encontró con que la puerta de la
terraza estaba cerrada. Derrotado, se tumbó en el suelo, la espalda contra la
puerta cerrada y la cabeza entre las rodillas.
Tenía hambre, no
había cenado; tenía frío, su padre ni siquiera le había permitido llevarse un
abrigo. Desde uno de los departamentos le llegó una risa. Se puso de pie y
sacudió las piernas. Lentamente, Frattini se acercó a una de las puertas
seducido por la calidez de los sonidos. Sin darse cuenta pateó una botella de
leche vacía que se encontraba junto a media docena de sifones y el ruido
retumbó en el edificio, tanto que Frattini corrió a esconderse por miedo a que
alguien lo descubriera. Pero las puertas permanecieron cerradas; estaba tan
solo que ni siquiera existía alguien que lo obligara a marcharse. Así que
volvió a acercarse a la puerta. Pudo oír el tintinear de tazas y cucharas, y
tuvo más hambre y más frío. Por un momento pensó en llamar a la puerta.
Pero se limitó a
mirar sus zapatos húmedos. Sólo entonces descubrió que bajo los sifones había
un puñado de monedas. Miró en todas direcciones. Se agachó, y se guardó las
monedas en uno de los bolsillos.
Bajó las
escaleras.
En el piso
inferior también había sifones, botellas de leche vacías y monedas. Las robó
todas, piso por piso, departamento por departamento, hasta que al fin tuvo el
bolsillo derecho repleto de monedas.
Salió del
edificio y comenzó a caminar hasta llegar a la Estación de trenes de
Constitución. Allí compró un diario. No sabía leer, pero el hecho de tener
dinero y pagar lo que quería le propició una victoria tan insignificante como
placentera. Al pasar frente a un bar, a través de las ventanas vio que un
hombre mojaba una medialuna en una taza. Entró al bar y se ubicó en una mesa
del fondo.
Sentado en la
silla, sus pequeñas piernas no llegaban a tocar el suelo. El mozo se acercó con
fastidio, creyendo que era uno de los mendigos de la plaza. Frattini lo miró
con toda la seriedad que podía tener un rostro de cinco años, y señaló la mesa
del hombre que había visto a través de las ventanas.
-
Quiero eso – dijo.
-
Ah… ¿sí? ¿Y con qué vas a pagar? – preguntó el
mozo.
Frattini metió
una mano en su bolsillo y volcó el puñado de monedas sobre la mesa sin
preocuparse porque algunas cayeran al piso. Incluso sonrió cuando el mozo tuvo
que agacharse para juntarlas.
El café con
leche le entibió la garganta, el pecho, y al fin dejó de temblar.
Regresó al
conventillo a media mañana. Su padre ya se había marchado al trabajo, y Mirtha
le abrió la puerta de la casa con una sonrisa que no alcanzaba ocultar toda su
tristeza. El pequeño Frattini la besó, y se tendió sobre la cama. Estaba
agotado. Había sido una noche de grandes revelaciones.
2
Con el paso de
los meses comenzó a acostumbrarse a todo. A la casa, al silencio temeroso de Mirtha
y a los golpes de su padre. Como un animal cautivo, aprendió a obedecerlo, a temerlo
y desaparecer de su vista para evitar esa furia incontenible que le despertaba su
presencia. Si bien trataba de no permanecer en casa cuando su padre estaba
allí, tampoco le resultaba fácil regresar cuando él se marchaba. Temía
comprometer a Mirtha, a la que seguía llamando mamá; con apenas cinco años, Frattini
podía imaginarse que si ella lo ayudaba era probable que tuviera problemas con su
padre. A veces la oía llorar en la cocina, pero nunca la oía enfrentar a su
marido, que no necesitaba golpearla para infundirle temor.
Por las mañanas iba
a la escuela para pasar cuatro horas tratando de aprender eso que le enseñaba
la maestra y que a él no lo ayudaba en nada. Lo único que lo tranquilizaba era
estar en las calles, su refugio. Apenas salía de la escuela se marchaba a
caminar por La Boca, y cuando sentía hambre, en lugar de ir a ver a Mirtha, se
colaba en los edificios para robar las monedas de los sifones. Le gustaba
pensar que eran un regalo, que la gente las dejaba allí para ayudarlo. Después entraba
a un bar o a un restaurante y pedía todo lo que era capaz de comer.
Otras veces eran
los propios vecinos quienes, al verlo durmiendo en las escaleras, lo llamaban
y, sin preguntarle nada, le servían café, galletas, panes y dulces. Porque si
su casa era el infierno, el paraíso debía ser algo parecido al patio del
conventillo, esa enorme superficie cubierta con rojas baldosas donde, al fondo,
se ubicaban tres enormes piletones que servían para lavar la ropa y la vajilla,
rodeados a un lado por tres baños y, al otro, protegidas por chapas, las dos
duchas de agua fría que debían compartir las sesenta personas que vivían allí.
Durante el día,
en torno a los piletones se armaban largas filas de mujeres que esperaban su
turno para lavar la ropa o la vajilla. Por esos días también se veía a los
hombres desempleados yendo de un taller a otro, pidiendo que les leyeran los
diarios donde salían unos pocos avisos con ofertas de trabajo que nunca
alcanzaban para ocuparlos a todos.
A Frattini le
gustaba ver a las mujeres conversar, reír o cantar antiguas canciones
campesinas que hablaban de montañas, mares y campos sembrados. Conversaban en
distintos idiomas, de los que pronto comenzó a entender el italiano. La mayoría
de sus vecinos había llegado a Buenos Aires desde el otro lado del mundo con la
intención de establecerse, conseguir trabajo y progresar. Pero el progreso era una
quimera en la Argentina de 1930, y los vecinos del conventillo de la calle
Suárez, como los que habitaban los cientos de conventillos cercanos al puerto,
ni siquiera habían logrado mudarse más allá del lugar donde habían desembarcado
de los transatlánticos a vapor que los habían traído desde Europa.
Todos habían
pasado por el Hotel de Inmigrantes, y todos esperaban poder establecerse en una
casa más sólida y cómoda que aquellas casillas de chapa y madera demasiado
calurosas en verano y heladas por la lluvia, el viento y el aire pegajoso que
ascendía desde el Río de la Plata en invierno. Sin embargo nadie mostraba
tristeza: las mujeres reían, los hombres trabajaban o esperaban y los niños
jugaban por ahí. Los fines de semana, por la noche, sacaban las sillas al patio
y se formaban largas mesas en las que se compartía la comida, el vino y la
música. Siempre había alguien que tomaba una guitarra o un acordeón. Terminaban
cantando a los gritos viejas canciones de infancias remotas o tangos novísimos
que sólo algunos pocos sabían recitar. Hombres, mujeres y niños se olvidaban de
todo y se entregaban a los absurdos y estruendosos festejos de los que no
tienen nada que festejar.
Entre los niños
del conventillo Frattini encontró a sus primeros amigos. Pasaban horas jugando
al fútbol, y siempre lo invitaban a tomar la merienda a sus casas sin
preguntarle por qué nunca iban a la suya.
Frattini y los
niños del conventillo salían a caminar por La Boca, siempre pateando una pelota
de fútbol, para mirar a los turistas que visitaban Caminito o las cantinas de
la calle Necochea, y arrojar piedras al río, observar los barcos y ver desde
una distancia prudente el trabajo de sus padres. Algunos trabajaban como
braceros, cargando y descargando los buques mercantes, o manipulando los
guinches y las grúas; otros trabajaban en las grandes fábricas de la zona, como
Alpargatas, Barolo, Canale, Bagley, que inundaban las calles con un perfume de
dulces y galletas.
Un día su padre
regresó más furioso que de costumbre. Lo habían echado de Alpargatas debido a
su mal comportamiento. Los tres días que pasó desempleado los ocupó en golpear
a su hijo. Una de las palizas fue tan estruendosa que los vecinos comenzaron a
gritar en el patio.
Frattini estaba
en el suelo, cubriéndose el vientre con las rodillas para evitar las patadas
que le lanzaba su padre. Por un momento, pensó que esa sería la última vez: ya
no podía soportar el dolor, y las patadas eran cada vez más fuertes. Pero
entonces alguien llamó a la puerta. Su padre no contestó. Antes de que volviera
a pegarle, la puerta se abrió con violencia y entraron tres vecinos. Uno de
ellos estaba armado con un largo cuchillo de carnicero. Gritaban insultos y
amenazas. Absorto en su furia, su padre continuaba pegándole sin prestar
atención a los hombres. Sólo se detuvo cuando uno de ellos le descargó un golpe
en la cabeza. Los otros dos lo empujaron al suelo, y lo inmovilizaron. El del
cuchillo lo blandió amenazadoramente delante de su rostro.
-
Si volvés a pegarle al pibe te corto la cabeza,
borracho hijo de puta.
Frattini
lloraba. Le dolían los riñones, la espalda. Tenía el rostro cubierto por una
capa de lágrimas, mocos y sangre. Pero le sucedió algo extraño: en lugar de
desear la muerte de su padre, tuvo lástima del borracho, que insultaba a los
tres visitantes con un murmullo incomprensible. Incluso se animó a escupirlos,
como si buscara la muerte. Y lo hubieran matado de no haber sido por las
súplicas de Mirtha, que, de rodillas, les rogaba a los vecinos que lo
perdonaran, que se olvidaran de él.
Al fin, los tres
hombres soltaron a su padre, que se revolvía en el suelo con una furia de perro
herido. Mientras los vecinos salían de la casa, el del cuchillo le ofreció un
pañuelo al niño para que se limpiara y, al oído, le dijo:
-
Si este hijo puta vuelve a pegarte, avisme.
Pero cuando su
padre le volvió a pegar Frattini no le dijo nada a nadie. La malicia de aquel
hombre lo había convencido de que su madre había muerto por su culpa, y él no
quería cargar con otra muerte sobre sus espaldas.
Poco después de
aquel episodio, su padre consiguió trabajo en el puerto como operario de uno de
los guinches que manipulaban los contenedores con mercaderías importadas de
todas partes del mundo. Si bien su trato no cambió, al menos volvió a estar
ocupado, lejos de casa. A veces, a escondidas, Frattini iba a verlo trabajar. A
la distancia esperaba descubrir algo, no sabía qué, que lo convenciera de que
podía cambiar la relación, de que aún era posible que ese hombre se comportara
como un padre.
Su padre
manejaba el guinche del puerto con la precisión que no podía darle a su propio
cuerpo, y aunque en sus manos recaía la responsabilidad de aquel enorme
contenedor que alzaba por el aire, por sobre los barcos y los trabajadores que
se movían por la cubierta, nunca causó un solo accidente. Al contrario, le iba
bien, ganaba más que los otros hombres del conventillo. Hombre de un solo
vicio, todo lo que no gastaba en alcohol era para su familia. En su casa nunca
faltaba comida; si Frattini no podía comer era por otra cosa. Y en su exilio
cotidiano por las distintas casas del conventillo, Frattini descubrió que la radio
a transistores y la afeitadora eléctrica de su padre eran objetos demasiado
lujosas para un simple guinchero como él.
Una mañana,
antes de salir al trabajo, su padre se acercó a la cama donde él dormía y lo
despertó con fuertes sacudidas. Al abrir los ojos y descubrir los de su padre,
Frattini se incorporó de inmediato, dispuesto a soportar una nueva paliza. Pero
su padre no le pegó. Tan sólo le ordenó que al salir de la escuela se dirigiera
al puerto y buscara el guinche donde él trabajaba.
Frattini pasó
todo el día en la escuela pensando en el extraño pedido de su padre. Imaginó
mil escenas, pero todas iban de un extremo a otro: su padre había cambiado y
quería mostrarle el trabajo que hacía, o al fin había decidido darle el golpe
de gracia y lo arrojaría al agua desde la proa de un enorme barco. Cuando sonó
el timbre de salida, Frattini caminó lentamente las cuadras que separaban su
escuela del puerto, temeroso de que aquel pedido fuera una mala señal.
Al llegar al
guinche que manipulaba su padre, este le gritó que esperara allí abajo. Sobre
él, tapando los rayos del sol, uno de los contenedores pendía desde la punta
del guinche. Contempló el enorme rectángulo de metal esperando que su padre lo
dejara caer sobre él, pero el guinche se movió cuidadosamente y acomodó el
contenedor sobre la cubierta del barco.
Después su padre
apagó la grúa y bajó por la escalerilla angosta que conducía a la cabina.
Cuando estuvo junto a él no lo saludó, pero tampoco le hizo daño. Un hombre que
gritaba a los que trabajaban en el barco, le preguntó a su padre qué hacía ese
niño ahí.
-
Es mi hijo, lo traje para que conozca el barco.
El hombre
sonrió, removió los cabellos del niño y se alejó sin protestar. Durante unos
pocos segundos Frattini tuvo una extraña sensación de felicidad. Luego su padre
le hizo una seña para que lo siguiera. Caminaron a través de la rampa que
conducía a la cubierta. Era la primera vez que estaba en un barco, y ese barco
era enorme y tenía bandera norteamericana. Mientras caminaba, su padre miraba
en todas direcciones y bebía a escondidas sorbos de una botella de cerveza. En
su mano derecha, uno de los cigarrillos Brasil se quemaba en el olvido. Al fin,
lo hizo entrar en un camarote donde otro hombre hurgaba en una caja de cartón.
-
Ahora sacate la ropa.
El pedido de su
padre lo llenó de vergüenza. ¿Debía desnudarse delante de ese desconocido?
-
Dale, mierda. Desvestite.
Frattini comenzó
a quitarse la ropa, al tiempo que su padre recogía relojes pulsera de la caja.
Cuando estuvo desnudo, apenas cubierto por su ropa interior, le ordenó que se
colocara todos los relojes que la cabían en brazos y piernas. Contó un total de
cincuenta y tres relojes sobre la piel, y todos marcaban una hora distinta.
Con cuidado,
Frattini comenzó a vestirse. Cuando estuvo listo, intentó dar un paso y
tropezó. Estuvo a punto de caer al piso, pero su padre lo sostuvo.
-
Si rompés un reloj, te mato.
-
Pero… si me descubren…
-
Nadie revisa a los chicos, por algo te traje a
vos.
Su padre no le
mentía. Frattini salió del barco y pisó tierra sin ser detenido. Caminaron unas
cuadras, hasta un callejón donde su padre volvió a ordenarle que se
desvistiera. Le quitó los relojes y se marchó antes de que él pudiera vestirse.
Al ver a su padre que se alejaba, Frattini trató de imaginar cuántos sifones y
botellas de leche debía robar para equiparar el valor de esos relojes.
Demasiadas escaleras, demasiados sifones.
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