Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 20 de marzo de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 3 y 4.


3

En 1938 nació su hermana Estela, una niña hermosa que cuando reía hacía olvidar los peligros de la casa. Cuando lloraba, en cambio, su llanto se unía al coro insoportable de los otros niños del conventillo. Era una época donde los niños parecían salir de debajo de las piedras: en cada calle había los suficientes como para formar un equipo de once jugadores de fútbol.
Frattini jugaba en “Defensores de Suárez”. El equipo se llamaba así porque todos los chicos que lo integraban vivían en el mismo conventillo que Frattini o en los otros conventillos de la calle Suárez. Defensores de Suárez era conocido por sus victorias en los campeonatos que se jugaban los sábados por la mañana en Casa Amarilla, junto al estadio de Boca.
Resultaba irónico, o quizá revelador, que el pequeño Frattini no pudiera escapar a su condición de fugitivo ni siquiera cuando jugaba al fútbol. Tal vez por eso se convirtió en wing derecho: ningún contrario podía igualar su velocidad ni esos reflejos que le permitían quebrar la cintura para escapar de los golpes. Sus compañeros de equipo se enfurecían por su actitud egoísta frente al arco, aunque sus jugadas pocas veces terminaban mal. La gente lo saludaba por la calle, y él disfrutaba ese reconocimiento. Claro que la alegría se terminaba cuando su padre lo veía llegar con las zapatillas sucias, o gastadas, y todo volvía a empezar.

Cuando Estela dejó de tomar el pecho, Mirtha volvió a quedar embarazada. Frattini tenía nueve años. Era 1940, y ahora en el patio del conventillo todos hablaban de las noticias que llegaban desde Europa. La guerra había empezado hacía un año, y cada uno de los hombres y mujeres se lamentaba por las bombas que estaban destruyendo los pueblos en los que habían nacido, al otro lado del mar.
Ajenos a la guerra y a todo, los chicos se sentaban en el cordón de la vereda a conversar hasta entrada la noche. En verano caminaban hasta las cantinas de la calle Necochea para mezclarse con los turistas. Llegaban de todas partes, y eran capaces de esperar durante horas a que se desocupara una mesa en la cantina de Spadaveccia. Los sábados por la noche, Juan, el hijo del dueño, corría hasta la calle Suárez para llamar a Frattini y los demás niños del barrio para que animaran a los turistas. Apenas lo veían venir, ellos se incorporaban, ansiosos, con la esperanza de recibir una buena propina. Se movían en grupo, y al llegar a una cantina se apoderaban de panderetas, acordeones y guitarras y comenzaban a cantar antiguas canciones italianas. La mayoría de los niños eran o descendían de italianos, pero otros, como Frattini, eran argentinos. Unos y otros fingían el acento con naturalidad, y se hacían pasar por pequeños italianos con tal de recibir comida gratis y unas monedas.
Fue en esas cantinas donde Frattini descubrió los placeres del buen gusto. Los turistas vestían trajes hechos a medida, de colores claros, zapatos relucientes y joyas que pendían de sus cuellos, orejas y muñecas, y brillaban en la noche oscura de los callejones de La Boca. Hasta olían distinto, y su perfume era tan intenso que lograba imponerse al vaho de las letrinas de los conventillos de los alrededores.

Ese año Mirtha dio a luz a Juana, la segunda hija del matrimonio. Dos días más tarde, su padre salía de un barco con un botín de botones de nácar cuando lo detuvo la policía. Entre la bolsa de botones y la borrachera que llevaba, no pudo articular el mínimo descargo, y terminó en la cárcel de Devoto con una condena de dos meses por robo. La condena de su padre, para el pequeño Frattini resultó una liberación.

Su padre recuperó la libertad casi al mismo tiempo en que Frattini se enteraba que repetiría de grado. Aquella paliza le dolió menos que las otras, quizá porque en el fondo justificara la furia de su padre con su propia incapacidad para el estudio. Lo cierto es que mientras volvía a colocarse el cinturón con que lo había azotado, su padre le dijo:
-     Si no servís para estudiar, buscate un trabajo o andate de una vez.
Ese mismo día Frattini salió a buscar trabajo. Recorrió La Boca, Montserrat… en una carbonería de la calle Tacuarí vio un cartel que parecía escrito para él: “Se necesita cadete”, leyó Frattini, y entró. Comenzó a trabajar ese mismo día.
Desde entonces, además de escaparse de casa para jugar y pasear con sus amigos, también tenía la excusa de que debía trabajar. No le molestaba tener que llevar a la casa de los clientes las pesadas bolsas de carbón que cargaba entre los autos, colectivos y tranvías. Cualquier actividad era buena si lo alejaba de su padre y, aún mejor, si le reportaba unas monedas extras.  
Cuando entraba a una casa, sucio de pies a cabeza y con la espalda doblada bajo el peso de la bolsa de carbón, Frattini miraba todo con ojos desorbitados: no dejaba de asombrase al ver a esa gente que vivía entre tantas comodidades, con un baño por departamento, pisos limpios, paredes de concreto y ventanas acristaladas que mostraban la ciudad. Como un reflejo, cuando se marchaba bajaba por las escaleras buscando las monedas que el sodero del edificio ya no podría encontrar.  
Mirtha había parido a su tercera hija, y en la casa cada vez había menos lugar para él. Frattini estaba tan acostumbrado a tener que dormir en las calles que incluso habló con un vecino que lo iba ver jugar al fútbol, y le pidió permiso para poder dormir escondido en la caja de su camión. 
El día que lo echaron de la carbonería, permaneció deambulando por la calle hasta que se hizo de noche. Sabía que su padre lo castigaría por peder el trabajo, aunque no fuera culpa suya: las ventas habían caído como en cada verano, y el dueño había decidido ahorrarse el mísero sueldo que le pagaba al cadete. Frattini regresó a su casa a medianoche con la esperanza de que su presencia pasara inadvertida. Mirtha y las nenas dormían, pero su padre estaba esperándolo allí. Sentado a la mesa, el viejo bebía cerveza solo. Frattini nunca lo había visto beber acompañado.
Al entrar, decidió darle la noticia de inmediato. Si su padre lo iba a matar, o peor, si lo iba a echar definitivamente de la casa, quería que eso ocurriera lo antes posible. Lo que no soportaba era la incertidumbre.
-     Me quedé sin trabajo – dijo.
Su padre lo miró, sorprendido, como si recién entonces reparara en su presencia.
-     Si no trabajás, acá no podés estar.
-     Mañana voy a conseguir otro trabajo, me dijeron que necesitan un cadete en la pescadería.
-     Entonces hoy dormís afuera. Cuando mañana consigas el trabajo, vemos si te dejo volver.
Frattini se quedó allí parado, en silencio.
Pero su padre ya se había incorporado. Con los ojos inyectados en sangre y cerveza, estaba quitándose el cinturón. Frattini quería dormir, el trabajo y los nervios del día lo habían dejado agotado. Miró por última vez el sueño placentero de sus hermanas y decidió marcharse para que los golpes no las despertaran.
Afuera aún hacía calor. Frattini caminó por la calle Suárez hasta el baldío donde, sabía, aquel conocido del barrio guardaba el camión. Al verlo envuelto en la bruma que llegaba desde el puerto sintió más cansancio que antes: el metal era frío, pero podría dormir con tranquilidad al menos unas horas.
Lentamente se fue acercando al camión, pero en el momento que trepaba para subirse oyó la frenada de un auto. Era la policía. Dos oficiales bajaron del  patrullero y se acercaron a él.
-     ¿Qué vas a robar?
-     No, no voy a robar nada. Conozco al dueño, me deja dormir acá.
-     ¿Y por qué no estás en tu casa? – preguntó uno de los policías mientras le revisaba los bolsillos.
-     Porque mi papá me echó.
-     No te creo – dijo el otro, que lo miraba con ojos amenazantes.
Los policías lo acompañaron hasta el patrullero, esperaron que se subiera y luego ocuparon los asientos delanteros.
-     ¿Dónde vivís?
-     En el conventillo de la calle Suárez.
-     Vamos a ver si sos mentiroso o si decís la verdad.
El auto arrancó. A medida que se acercaban al conventillo, Frattini comenzó a sudar. Cuando el patrullero se detuvo, los policías lo obligaron a bajar. Entraron en el patio, subieron las escaleras y llamaron a la puerta de la casa. Los atendió su padre, en calzoncillos y embotado por el alcohol.
-     ¿Señor Frattini?
-     ¿Señor Frattini?
-     Sí.
-     ¿Este es su hijo? – preguntó uno de los oficiales.
Su padre asintió sin quitarle los ojos de encima: lo miraba con odio y murmuraba insultos incomprensibles para los policías, pero clarísimos para el niño que ya había aprendido a descifrar su furia por detrás del alcohol.
-     Lo encontramos vagando en la calle, ¿por qué lo echó?
-     Yo no lo eché. Se escapó.  
Frattini sintió las manos de los policías empujándolo hacia el interior de la casa. Cuando la puerta se cerró, la mano que lo golpeó era fuerte y pesada. Su padre siguió golpeándolo hasta que oyeron al patrullero alejándose de la casa.
Entonces, el viejo dijo:
-     Andate.

Pocos días, pocas palizas después, Frattini consiguió trabajo en una pescadería. Le duró todo un año. Durante el día trabajaba entre pescados muertos y por la noche iba a la escuela. Sus estudios no progresaban, pero sus robos sí: para entonces su inocente rutina criminal incluía varios edificios de departamentos.
Cuando dejó la pescadería, no le dijo nada a su padre. Fue directamente a un kiosco de diarios, se ofreció como canillita y al día siguiente comenzó a trabajar. Disfrutaba estar en la calle, gritando los titulares de la mañana, de la tarde, en medio de la gente que iba y venía por la ciudad. Las horas que pasaba lejos de su casa siempre eran placenteras, pero ahora disfrutaba treparse al tranvía en movimiento para vender la mayor cantidad posible de esos diarios que hablaban de enfrentamientos entre los militares argentinos y entre los ejércitos de Europa.

Sus amigos del conventillo le habían hablado de las películas que mostraban gente de otros lugares, dioses y ejércitos, en la pantalla del cine Olavarría. Con su primer sueldo de canillita, Frattini se dispuso a descubrir el misterio. Pegadas a los cristales de las puertas del cine, las fotografías acapararon toda su atención. No pudo apartar los ojos de ella: el vestido blanco que remarcaba sus pechos, el cabello ondulado como un mar oscuro, los labios pintados de rojo, los ojos abiertos lo suficiente como para evitar el humo del cigarrillo que sostenía en su mano enguantada... Frattini la miraba fascinado, a medio camino entre la sorpresa del niño que dejaba de ser y la excitación del joven de trece años que era. Leyó el nombre de la película: Sangre y arena. Se acercó al hombre de la boletería y le pidió una entrada. Después, con una vergüenza difícil de ocultar, le preguntó el nombre de la protagonista que aparecía en las fotografías.
-     Rita Hayworth – dijo el hombre.
-     Rita Hayworth – repitió Frattini.
Cuando la película terminó, él permaneció en su butaca. Sólo se marchó después de ver la película por tercera vez. Para entonces ya estaba enamorado: de Rita Hayworth, pero también del ambiente festivo que la rodeaba, de la apariencia que mostraban los hombres de cine, con sus automóviles último modelo, sus trajes inmaculados, sin remiendos, y el brillo de la gomina que sujetaba sus cabellos a la perfección.  
Cuando salió, aprovechó que el hombre de la boletería estaba ocupado para robarse una de las fotos de Rita Hayworth. La guardaría debajo de la almohada, y cada noche la miraría antes de dormir para no olvidar que debía hacer algo para cambiar su destino.

Las mujeres que Frattini conocía no llegaban a equiparar ni siquiera la mitad de la belleza de Rita Hayworth, pero en La Boca siempre había una chica que lo miraba, que aceptaba salir con él. Se quedaban conversando en la vereda, y para besarse primero miraban a los costados para asegurarse de que ningún vecino los viera. Las viejas costumbres hacían sus romances infantiles más peligrosos, y teñían aquellos besos con una adrenalina que no merecía ser mostrada en el cine pero que lo llenaba de emoción.
Terminaba 1944, Frattini tenía trece años y por entonces todos habían comenzado a hablar de Perón.




4


En el patio del conventillo, los hombres mostraban sus tarjetas de afiliación a los sindicatos, disfrutaban de sus primeras vacaciones y veían un horizonte esperanzador. Incluso Frattini, que había llegado a convencerse de que la presencia de sus tres hermanas acabaría por ablandar a su padre. Las pocas horas que pasaba en la casa mientras su padre no estaba, Frattini se quedaba jugando con sus hermanas o, simplemente, viendo cómo Mirtha las peinaba mientras ellas sonreían con felicidad.
Y así estaba un día de febrero de 1945, contemplando a la distancia ese mundo perfecto de muñecas y cintas para el cabello, cuando su padre entró a la casa. Primero se detuvo a ver la escena, luego gritó:
-     Vení conmigo.
Frattini se incorporó de inmediato. En los ojos de Mirtha no halló esperanza, sólo resignación. Ella volvió al peinado de las niñas y él se dispuso a seguir a su padre. Caminaron uno al lado del otro por las calles de La Boca, en silencio, sin mediar palabra. Su padre miraba hacia delante, con un cigarrillo Brasil en la boca y las manos temblorosas dentro de los bolsillos. Cruzaron el Parque Lezama, caminaron por Defensa hasta Belgrano y de allí subieron hasta la calle Tacuarí.  
Su padre se detuvo en la puerta de un edificio con portón de hierro forjado. Les abrió un portero que llevaba un delantal color gris. Su padre señaló uno de los bancos que estaban dispuestos en el hall.
-     Esperame ahí – le dijo.
Después siguió al hombre del delantal hasta una oficina y se encerraron en ella. Frattini miraba todo con desconcierto. Desde las escaleras que llevaban a los pisos superiores, le llegó un rumor de voces. Los pisos brillaban, la baranda de la escalera reflejaba la luz con una tonalidad de bronce.
Al fin, la puerta se abrió y su padre salió de la oficina. Frattini creyó ver una especie de mueca en sus labios, una sonrisa contenida que no terminaba de mostrar. Con su andar de borracho, su padre se alejó en dirección a la puerta. Desde allí le dijo:
-     Esperá que te llamen, hacé todo lo que te digan.
Y se fue.
La siguiente voz que oyó fue la del portero.
-     Carlos Frattini.
Frattini miró a los costados, confundido. Estaba solo y era su nombre, no había dudas de que lo llamaban a él. Se incorporó y caminó lentamente hacia la oficina del portero. Se detuvo antes de entrar, pero las cartas ya estaban echadas.
-     Ya te registré, ahora andá a ropería para dejar tus cosas y que te den el uniforme.
-     ¿Qué uniforme?
La lapicera del portero dejó de escribir, y el hombre alzó la vista:
-     ¿Tu viejo no te avisó? Estás en un reformatorio, nene.  
Frattini comenzó a retroceder, pero cuando giró para escaparse descubrió a dos hombres vestidos con delantales que bloqueaban la puerta de salida. Intentó zafarse, correr, pero los hombres lo sujetaron de los brazos. Al fin, se dejó guiar por el portero hasta el cuarto donde estaba la ropería. No podía decir nada, ni protestar. El engaño, la frialdad de su padre lo habían desarmado por completo.
En la ropería, un hombre al que le faltaba una pierna lo obligó a sentarse en una silla. Frente a él, en un espejo, Frattini vio cómo le rapaban la cabeza a cero. A medida que le cortaban los cabellos y éstos caían al piso, él hacía fuerzas para no gritar. Después, derrotado y pelado, se quitó la ropa y se vistió con el uniforme gris que le dieron. Entonces el hombre le dijo que se presentara ante el celador.
El celador lo puso al tanto de las cosas.
-     De día se come y se mata el tiempo sin hacer quilombos. Y de noche se duerme, ¿me entendiste? Se duerme.
Frattini asintió.
Lo llevaron hasta un pequeño patio donde un grupo de chicos de su edad estaba jugando al fútbol. Otros tomaban mate, sentados en el piso. No eran más de treinta, pero todos lo miraban con furia, como si su llegada acabara de poner en peligro la tranquilidad que reinaba en el patio. Nadie lo saludó, nadie le preguntó el nombre.
Esa noche, después de comer un guiso en el comedor común del primer piso, Frattini subió escaleras arriba con los demás. Ocupó la cama que le señaló el celador. El dormitorio era amplio, las camas estaban pegadas a la pared y cada interno se puso de pie junto a la suya para que el celador tomara lista y así comprobara que no faltaba ninguno. Frattini pudo ver que uno de los chicos lo miraba de costado, y en su gesto no encontró el menor signo amabilidad.
Al fin, el celador dijo que tenían una hora antes de que se apagaran las luces y se marchó. Los chicos comenzaron a hablar, a reír, mientras se sentaban en grupos sobre las camas para tomar la última ronda de mate del día. De pronto alguien gritó con voz aflautada:
-     Frattini – y todos empezaron a reír.
Él se acostó, demasiado preocupado como para enojarse por esas estupideces. Tumbado en la cama, con las voces de los otros internos de fondo, Frattini se dedicó a repasar lo que le había echo su padre. Lo que más le dolía no era que lo hubiera dejado abandonado en un reformatorio. Lo que le molestaba a Frattini era su propia idiotez, esa esperanza infundada que siempre lo alentaba a esperar un gesto de cariño.
Hijo de puta, pensó Frattini.
Borracho hijo de puta, pensó.
Las luces del dormitorio se apagaron, pero las voces continuaron murmurando risas y confesiones que él no podía ni quería escuchar.
A medianoche se despertó con ganas de ir al baño. En la oscuridad del dormitorio, Frattini pasó frente a las otras camas con la vista pegada al suelo. Después de orinar, deshizo sus pasos y se encontró con que le habían robado la almohada. No dijo nada. El simple robo sólo podía ser el comienzo de una agresión.
Se acostó sobre el colchón y colocó sus zapatos debajo de la nuca. Con los ojos abiertos y los puños cerrados, esperó que alguno de los chicos lo atacara.  Y sin embargo no tenía miedo.

A la mañana siguiente, la voz del celador despertó a los internos. Frattini se desperezó en la cama. Luego se incorporó y dio el “presente” cuando el celador pronunció su nombre. En el baño esperó que se desocupara uno de los grifos. Cuando llegó su turno, la imagen del espejo lo sorprendió. Se pasó una mano por la cabeza rasurada. Se lavó la cara, se enjuagó la boca. Después, junto a los demás bajó las escaleras hasta el comedor para tomar el desayuno. 
Ocupó una mesa vacía, lejos del resto. Desde allí vio que uno de los chicos lo miraba como si lo estuviera examinando. Lo vio incorporarse: tenía una cicatriz en un brazo y caminaba hacia él escoltado por otros dos chicos. Cuando llegaron hasta él, el que parecía el líder apoyó las manos sobre la mesa, a un palmo de Frattini:
-     Anoche estuviste bien, Frattini: te robaron la almohada pero no rezongaste, ni llamaste al celador. Vení, sentate con nosotros.
Frattini se incorporó y estrechó la mano del que había hablado.
-     Franco, pero decime Tano.
Siguió a Franco hasta una mesa y se sentó con él y los demás. Mientras desayunaban hablaron de fútbol, de sus prontuarios y otras cosas sin importancia. Luego, en el patio, Franco le contó que allí dentro la rutina estaba conformada por las actividades que veía:
-     Nos levantamos, nos lavamos, desayunamos y salimos a este patio. Todos los días son iguales. Jugamos a las cartas, al fútbol, escuchamos la radio y tomamos mate. Después cenamos y nos vamos a acostar.
-     ¿Y no hacen nada más?
-     Sí, esperamos el momento de salir a la calle.
-     ¿Y a vos cuánto te falta?
-     Dentro de un año y medio cumplo dieciocho. Cuando ese día llegue, no me van a ver más.
Frattini tenía quince años, por lo tanto le faltaba el doble de tiempo que a Franco.   
-     ¿Cómo llegaste acá? ¿Por la policía? – preguntó su nuevo compañero.
-     No, me trajo mi viejo.
Franco se rió.
-     Qué habrás hecho para que tu viejo te traiga a este lugar de mierda…
Nada, pensó Frattini. Nada. Pero calló. Le convenía que Franco sospechara que estaba allí por delitos que nadie conocía: eso le aseguraría el respeto de todos los chicos del reformatorio. Franco, en cambio, estaba orgulloso de los motivos que lo había llevado hasta allí:
-     Me agarró la policía robando. Pero como soy menor no me pudieron llevar a la cárcel. Vos quedate conmigo que la vas a pasar bien.
Era italiano, había llegado al país hacía unos pocos años con sus padres y sus hermanos. Por las anécdotas que contaba, Franco se había criado en una familia de delincuentes. Frattini nunca había robado más que las monedas que la gente dejaba bajo los sifones, pero Franco se dedicaba a otras cosas: el arrebato era su estrategia, el descuido de los otros su perdición.
Los meses pasaron sin grandes novedades. Como Franco le había anticipado al llegar, la rutina del reformatorio era muy aburrida: en sí, aquella institución era una especie de limbo en el que se alojaban los muchachos que aún no tenían edad para ir a la cárcel. La mayoría había caído en ese agujero por culpa de la policía: algunos, como Franco, habían sido detenidos por robar. Los demás, la mayoría, por pillaje y vagabundeo.
Frattini extrañaba su propio vagabundeo, sus eternas caminatas por la Boca, el fútbol en Casa Amarilla y los escaparates del cine Olavarría que enseñaban la belleza de Rita Hayworth.

Cuando Franco le dijo que estaba planeando fugarse, Frattini no dudó en sumarse al proyecto. Durante una semana se las ingeniaron para robar una decena de sábanas sin que los descubrieran los celadores. Al fin, una tarde, mientras los demás jugaban a las cartas, Franco lo miró a los ojos y le dijo:
-     Ahora.
Frattini se dirigió al dormitorio para buscar las sábanas que había escondido debajo del colchón de su cama. En el patio volvió a reunirse con Franco. Subieron las escaleras sabiendo que todos los miraban, pero con la certeza de que ninguno se animaría a delatarlos. La puerta de la terraza estaba cerrada, pero una patada de Franco bastó para abrirla. Tardaron diez minutos en atar las sábanas unas con otras, hasta lograr una especie de cuerda blanca que los llevaría hasta la terraza del edificio contiguo.
El propio Frattini se encargó de supervisar los nudos, y luego ató uno de los extremos de la cuerda a la escalerilla que llevaba al tanque de agua. Sólo entonces comenzaron a bajar: de a uno, con las manos sujetas a la sábana y las rodillas pegadas a la pared, fueron bajando lentamente hasta que sus pies tocaron el piso de la terraza del edificio de al lado. Frattini sentía que el corazón le iba a explotar por la proximidad de la calle. Bajaron corriendo las escaleras, pero al llegar a la vereda se encontraron con el director del reformatorio y un batallón de celadores.
La calle quedó al otro lado de la puerta, y ellos se dispusieron a cumplir su castigo. Los hicieron subir las escaleras y les dieron una paliza que les dolió durante los diez días que permanecieron encerrados en el calabozo. A Frattini aquel episodio le enseñó algo que le serviría durante toda su vida: lo importante era pasar desapercibido, mezclarse con los demás, ser respetado y evitar los castigos. El paso del tiempo era irremediable, incluso allí dentro, y a todos les llegaría el momento de marcharse.
Los domingos los internos recibían la visita de sus familiares. Esos días en que el patio se llenaba de gente a Frattini le costaba ocultar su dolor. En todo el año que llevaba encerrado nadie había ido a visitarlo. ¿Sabría Mirtha que él estaba ahí? En su padre pensaba poco y nada. Quizá el borracho ni siquiera se acordara dónde lo había dejado. 



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