3
En 1938 nació su
hermana Estela, una niña hermosa que cuando reía hacía olvidar los peligros de
la casa. Cuando lloraba, en cambio, su llanto se unía al coro insoportable de
los otros niños del conventillo. Era una época donde los niños parecían salir
de debajo de las piedras: en cada calle había los suficientes como para formar
un equipo de once jugadores de fútbol.
Frattini jugaba
en “Defensores de Suárez”. El equipo se llamaba así porque todos los chicos que
lo integraban vivían en el mismo conventillo que Frattini o en los otros conventillos
de la calle Suárez. Defensores de Suárez era conocido por sus victorias en los
campeonatos que se jugaban los sábados por la mañana en Casa Amarilla, junto al
estadio de Boca.
Resultaba
irónico, o quizá revelador, que el pequeño Frattini no pudiera escapar a su
condición de fugitivo ni siquiera cuando jugaba al fútbol. Tal vez por eso se
convirtió en wing derecho: ningún contrario podía igualar su velocidad ni esos
reflejos que le permitían quebrar la cintura para escapar de los golpes. Sus
compañeros de equipo se enfurecían por su actitud egoísta frente al arco, aunque
sus jugadas pocas veces terminaban mal. La gente lo saludaba por la calle, y él
disfrutaba ese reconocimiento. Claro que la alegría se terminaba cuando su
padre lo veía llegar con las zapatillas sucias, o gastadas, y todo volvía a
empezar.
Cuando Estela
dejó de tomar el pecho, Mirtha volvió a quedar embarazada. Frattini tenía nueve
años. Era 1940, y ahora en el patio del conventillo todos hablaban de las
noticias que llegaban desde Europa. La guerra había empezado hacía un año, y
cada uno de los hombres y mujeres se lamentaba por las bombas que estaban
destruyendo los pueblos en los que habían nacido, al otro lado del mar.
Ajenos a la
guerra y a todo, los chicos se sentaban en el cordón de la vereda a conversar
hasta entrada la noche. En verano caminaban hasta las cantinas de la calle
Necochea para mezclarse con los turistas. Llegaban de todas partes, y eran
capaces de esperar durante horas a que se desocupara una mesa en la cantina de
Spadaveccia. Los sábados por la noche, Juan, el hijo del dueño, corría hasta la
calle Suárez para llamar a Frattini y los demás niños del barrio para que
animaran a los turistas. Apenas lo veían venir, ellos se incorporaban,
ansiosos, con la esperanza de recibir una buena propina. Se movían en grupo, y
al llegar a una cantina se apoderaban de panderetas, acordeones y guitarras y
comenzaban a cantar antiguas canciones italianas. La mayoría de los niños eran
o descendían de italianos, pero otros, como Frattini, eran argentinos. Unos y
otros fingían el acento con naturalidad, y se hacían pasar por pequeños
italianos con tal de recibir comida gratis y unas monedas.
Fue en esas cantinas
donde Frattini descubrió los placeres del buen gusto. Los turistas vestían
trajes hechos a medida, de colores claros, zapatos relucientes y joyas que
pendían de sus cuellos, orejas y muñecas, y brillaban en la noche oscura de los
callejones de La Boca. Hasta olían distinto, y su perfume era tan intenso que lograba
imponerse al vaho de las letrinas de los conventillos de los alrededores.
Ese año Mirtha
dio a luz a Juana, la segunda hija del matrimonio. Dos días más tarde, su padre
salía de un barco con un botín de botones de nácar cuando lo detuvo la policía.
Entre la bolsa de botones y la borrachera que llevaba, no pudo articular el
mínimo descargo, y terminó en la cárcel de Devoto con una condena de dos meses
por robo. La condena de su padre, para el pequeño Frattini resultó una
liberación.
Su padre
recuperó la libertad casi al mismo tiempo en que Frattini se enteraba que
repetiría de grado. Aquella paliza le dolió menos que las otras, quizá porque
en el fondo justificara la furia de su padre con su propia incapacidad para el
estudio. Lo cierto es que mientras volvía a colocarse el cinturón con que lo
había azotado, su padre le dijo:
-
Si no servís para estudiar, buscate un trabajo o
andate de una vez.
Ese mismo día
Frattini salió a buscar trabajo. Recorrió La Boca, Montserrat… en una
carbonería de la calle Tacuarí vio un cartel que parecía escrito para él: “Se
necesita cadete”, leyó Frattini, y entró. Comenzó a trabajar ese mismo día.
Desde entonces,
además de escaparse de casa para jugar y pasear con sus amigos, también tenía
la excusa de que debía trabajar. No le molestaba tener que llevar a la casa de
los clientes las pesadas bolsas de carbón que cargaba entre los autos,
colectivos y tranvías. Cualquier actividad era buena si lo alejaba de su padre
y, aún mejor, si le reportaba unas monedas extras.
Cuando entraba a
una casa, sucio de pies a cabeza y con la espalda doblada bajo el peso de la
bolsa de carbón, Frattini miraba todo con ojos desorbitados: no dejaba de
asombrase al ver a esa gente que vivía entre tantas comodidades, con un baño
por departamento, pisos limpios, paredes de concreto y ventanas acristaladas que
mostraban la ciudad. Como un reflejo, cuando se marchaba bajaba por las
escaleras buscando las monedas que el sodero del edificio ya no podría
encontrar.
Mirtha había
parido a su tercera hija, y en la casa cada vez había menos lugar para él. Frattini
estaba tan acostumbrado a tener que dormir en las calles que incluso habló con
un vecino que lo iba ver jugar al fútbol, y le pidió permiso para poder dormir escondido
en la caja de su camión.
El día que lo
echaron de la carbonería, permaneció deambulando por la calle hasta que se hizo
de noche. Sabía que su padre lo castigaría por peder el trabajo, aunque no
fuera culpa suya: las ventas habían caído como en cada verano, y el dueño había
decidido ahorrarse el mísero sueldo que le pagaba al cadete. Frattini regresó a
su casa a medianoche con la esperanza de que su presencia pasara inadvertida. Mirtha
y las nenas dormían, pero su padre estaba esperándolo allí. Sentado a la mesa, el
viejo bebía cerveza solo. Frattini nunca lo había visto beber acompañado.
Al entrar,
decidió darle la noticia de inmediato. Si su padre lo iba a matar, o peor, si
lo iba a echar definitivamente de la casa, quería que eso ocurriera lo antes
posible. Lo que no soportaba era la incertidumbre.
-
Me quedé sin trabajo – dijo.
Su padre lo
miró, sorprendido, como si recién entonces reparara en su presencia.
-
Si no trabajás, acá no podés estar.
-
Mañana voy a conseguir otro trabajo, me dijeron
que necesitan un cadete en la pescadería.
-
Entonces hoy dormís afuera. Cuando mañana
consigas el trabajo, vemos si te dejo volver.
Frattini se quedó
allí parado, en silencio.
Pero su padre ya
se había incorporado. Con los ojos inyectados en sangre y cerveza, estaba
quitándose el cinturón. Frattini quería dormir, el trabajo y los nervios del
día lo habían dejado agotado. Miró por última vez el sueño placentero de sus
hermanas y decidió marcharse para que los golpes no las despertaran.
Afuera aún hacía
calor. Frattini caminó por la calle Suárez hasta el baldío donde, sabía, aquel
conocido del barrio guardaba el camión. Al verlo envuelto en la bruma que
llegaba desde el puerto sintió más cansancio que antes: el metal era frío, pero
podría dormir con tranquilidad al menos unas horas.
Lentamente se
fue acercando al camión, pero en el momento que trepaba para subirse oyó la
frenada de un auto. Era la policía. Dos oficiales bajaron del patrullero y se acercaron a él.
-
¿Qué vas a robar?
-
No, no voy a robar nada. Conozco al dueño, me
deja dormir acá.
-
¿Y por qué no estás en tu casa? – preguntó uno
de los policías mientras le revisaba los bolsillos.
-
Porque mi papá me echó.
-
No te creo – dijo el otro, que lo miraba con ojos
amenazantes.
Los policías lo
acompañaron hasta el patrullero, esperaron que se subiera y luego ocuparon los
asientos delanteros.
-
¿Dónde vivís?
-
En el conventillo de la calle Suárez.
-
Vamos a ver si sos mentiroso o si decís la
verdad.
El auto arrancó.
A medida que se acercaban al conventillo, Frattini comenzó a sudar. Cuando el
patrullero se detuvo, los policías lo obligaron a bajar. Entraron en el patio,
subieron las escaleras y llamaron a la puerta de la casa. Los atendió su padre,
en calzoncillos y embotado por el alcohol.
-
¿Señor Frattini?
-
¿Señor Frattini?
-
Sí.
-
¿Este es su hijo? – preguntó uno de los
oficiales.
Su padre asintió
sin quitarle los ojos de encima: lo miraba con odio y murmuraba insultos
incomprensibles para los policías, pero clarísimos para el niño que ya había
aprendido a descifrar su furia por detrás del alcohol.
-
Lo encontramos vagando en la calle, ¿por qué lo
echó?
-
Yo no lo eché. Se escapó.
Frattini sintió
las manos de los policías empujándolo hacia el interior de la casa. Cuando la
puerta se cerró, la mano que lo golpeó era fuerte y pesada. Su padre siguió
golpeándolo hasta que oyeron al patrullero alejándose de la casa.
Entonces, el
viejo dijo:
-
Andate.
Pocos días,
pocas palizas después, Frattini consiguió trabajo en una pescadería. Le duró
todo un año. Durante el día trabajaba entre pescados muertos y por la noche iba
a la escuela. Sus estudios no progresaban, pero sus robos sí: para entonces su
inocente rutina criminal incluía varios edificios de departamentos.
Cuando dejó la
pescadería, no le dijo nada a su padre. Fue directamente a un kiosco de diarios,
se ofreció como canillita y al día siguiente comenzó a trabajar. Disfrutaba
estar en la calle, gritando los titulares de la mañana, de la tarde, en medio
de la gente que iba y venía por la ciudad. Las horas que pasaba lejos de su
casa siempre eran placenteras, pero ahora disfrutaba treparse al tranvía en
movimiento para vender la mayor cantidad posible de esos diarios que hablaban
de enfrentamientos entre los militares argentinos y entre los ejércitos de
Europa.
Sus amigos del
conventillo le habían hablado de las películas que mostraban gente de otros
lugares, dioses y ejércitos, en la pantalla del cine Olavarría. Con su primer
sueldo de canillita, Frattini se dispuso a descubrir el misterio. Pegadas a los
cristales de las puertas del cine, las fotografías acapararon toda su atención.
No pudo apartar los ojos de ella: el vestido blanco que remarcaba sus pechos, el
cabello ondulado como un mar oscuro, los labios pintados de rojo, los ojos
abiertos lo suficiente como para evitar el humo del cigarrillo que sostenía en
su mano enguantada... Frattini la miraba fascinado, a medio camino entre la sorpresa
del niño que dejaba de ser y la excitación del joven de trece años que era.
Leyó el nombre de la película: Sangre y arena. Se acercó al hombre de la boletería
y le pidió una entrada. Después, con una vergüenza difícil de ocultar, le preguntó
el nombre de la protagonista que aparecía en las fotografías.
-
Rita Hayworth – dijo el hombre.
-
Rita Hayworth – repitió Frattini.
Cuando la
película terminó, él permaneció en su butaca. Sólo se marchó después de ver la
película por tercera vez. Para entonces ya estaba enamorado: de Rita Hayworth,
pero también del ambiente festivo que la rodeaba, de la apariencia que
mostraban los hombres de cine, con sus automóviles último modelo, sus trajes
inmaculados, sin remiendos, y el brillo de la gomina que sujetaba sus cabellos
a la perfección.
Cuando salió,
aprovechó que el hombre de la boletería estaba ocupado para robarse una de las
fotos de Rita Hayworth. La guardaría debajo de la almohada, y cada noche la
miraría antes de dormir para no olvidar que debía hacer algo para cambiar su
destino.
Las mujeres que
Frattini conocía no llegaban a equiparar ni siquiera la mitad de la belleza de
Rita Hayworth, pero en La Boca siempre había una chica que lo miraba, que
aceptaba salir con él. Se quedaban conversando en la vereda, y para besarse
primero miraban a los costados para asegurarse de que ningún vecino los viera.
Las viejas costumbres hacían sus romances infantiles más peligrosos, y teñían
aquellos besos con una adrenalina que no merecía ser mostrada en el cine pero
que lo llenaba de emoción.
Terminaba 1944,
Frattini tenía trece años y por entonces todos habían comenzado a hablar de
Perón.
4
En el patio del
conventillo, los hombres mostraban sus tarjetas de afiliación a los sindicatos,
disfrutaban de sus primeras vacaciones y veían un horizonte esperanzador. Incluso
Frattini, que había llegado a convencerse de que la presencia de sus tres
hermanas acabaría por ablandar a su padre. Las pocas horas que pasaba en la
casa mientras su padre no estaba, Frattini se quedaba jugando con sus hermanas
o, simplemente, viendo cómo Mirtha las peinaba mientras ellas sonreían con
felicidad.
Y así estaba un
día de febrero de 1945, contemplando a la distancia ese mundo perfecto de
muñecas y cintas para el cabello, cuando su padre entró a la casa. Primero se
detuvo a ver la escena, luego gritó:
-
Vení conmigo.
Frattini se
incorporó de inmediato. En los ojos de Mirtha no halló esperanza, sólo
resignación. Ella volvió al peinado de las niñas y él se dispuso a seguir a su
padre. Caminaron uno al lado del otro por las calles de La Boca, en silencio,
sin mediar palabra. Su padre miraba hacia delante, con un cigarrillo Brasil en
la boca y las manos temblorosas dentro de los bolsillos. Cruzaron el Parque
Lezama, caminaron por Defensa hasta Belgrano y de allí subieron hasta la calle
Tacuarí.
Su padre se
detuvo en la puerta de un edificio con portón de hierro forjado. Les abrió un
portero que llevaba un delantal color gris. Su padre señaló uno de los bancos
que estaban dispuestos en el hall.
-
Esperame ahí – le dijo.
Después siguió
al hombre del delantal hasta una oficina y se encerraron en ella. Frattini
miraba todo con desconcierto. Desde las escaleras que llevaban a los pisos
superiores, le llegó un rumor de voces. Los pisos brillaban, la baranda de la
escalera reflejaba la luz con una tonalidad de bronce.
Al fin, la
puerta se abrió y su padre salió de la oficina. Frattini creyó ver una especie
de mueca en sus labios, una sonrisa contenida que no terminaba de mostrar. Con
su andar de borracho, su padre se alejó en dirección a la puerta. Desde allí le
dijo:
-
Esperá que te llamen, hacé todo lo que te digan.
Y se fue.
La siguiente voz
que oyó fue la del portero.
-
Carlos Frattini.
Frattini miró a
los costados, confundido. Estaba solo y era su nombre, no había dudas de que lo
llamaban a él. Se incorporó y caminó lentamente hacia la oficina del portero.
Se detuvo antes de entrar, pero las cartas ya estaban echadas.
-
Ya te registré, ahora andá a ropería para dejar
tus cosas y que te den el uniforme.
-
¿Qué uniforme?
La lapicera del
portero dejó de escribir, y el hombre alzó la vista:
-
¿Tu viejo no te avisó? Estás en un reformatorio,
nene.
Frattini comenzó
a retroceder, pero cuando giró para escaparse descubrió a dos hombres vestidos
con delantales que bloqueaban la puerta de salida. Intentó zafarse, correr,
pero los hombres lo sujetaron de los brazos. Al fin, se dejó guiar por el
portero hasta el cuarto donde estaba la ropería. No podía decir nada, ni
protestar. El engaño, la frialdad de su padre lo habían desarmado por completo.
En la ropería,
un hombre al que le faltaba una pierna lo obligó a sentarse en una silla.
Frente a él, en un espejo, Frattini vio cómo le rapaban la cabeza a cero. A
medida que le cortaban los cabellos y éstos caían al piso, él hacía fuerzas
para no gritar. Después, derrotado y pelado, se quitó la ropa y se vistió con
el uniforme gris que le dieron. Entonces el hombre le dijo que se presentara
ante el celador.
El celador lo
puso al tanto de las cosas.
-
De día se come y se mata el tiempo sin hacer
quilombos. Y de noche se duerme, ¿me entendiste? Se duerme.
Frattini
asintió.
Lo llevaron
hasta un pequeño patio donde un grupo de chicos de su edad estaba jugando al
fútbol. Otros tomaban mate, sentados en el piso. No eran más de treinta, pero
todos lo miraban con furia, como si su llegada acabara de poner en peligro la
tranquilidad que reinaba en el patio. Nadie lo saludó, nadie le preguntó el
nombre.
Esa noche,
después de comer un guiso en el comedor común del primer piso, Frattini subió
escaleras arriba con los demás. Ocupó la cama que le señaló el celador. El
dormitorio era amplio, las camas estaban pegadas a la pared y cada interno se
puso de pie junto a la suya para que el celador tomara lista y así comprobara
que no faltaba ninguno. Frattini pudo ver que uno de los chicos lo miraba de
costado, y en su gesto no encontró el menor signo amabilidad.
Al fin, el
celador dijo que tenían una hora antes de que se apagaran las luces y se marchó.
Los chicos comenzaron a hablar, a reír, mientras se sentaban en grupos sobre
las camas para tomar la última ronda de mate del día. De pronto alguien gritó
con voz aflautada:
-
Frattini – y todos empezaron a reír.
Él se acostó,
demasiado preocupado como para enojarse por esas estupideces. Tumbado en la
cama, con las voces de los otros internos de fondo, Frattini se dedicó a
repasar lo que le había echo su padre. Lo que más le dolía no era que lo
hubiera dejado abandonado en un reformatorio. Lo que le molestaba a Frattini
era su propia idiotez, esa esperanza infundada que siempre lo alentaba a
esperar un gesto de cariño.
Hijo de puta,
pensó Frattini.
Borracho hijo de
puta, pensó.
Las luces del
dormitorio se apagaron, pero las voces continuaron murmurando risas y
confesiones que él no podía ni quería escuchar.
A medianoche se
despertó con ganas de ir al baño. En la oscuridad del dormitorio, Frattini pasó
frente a las otras camas con la vista pegada al suelo. Después de orinar,
deshizo sus pasos y se encontró con que le habían robado la almohada. No dijo
nada. El simple robo sólo podía ser el comienzo de una agresión.
Se acostó sobre
el colchón y colocó sus zapatos debajo de la nuca. Con los ojos abiertos y los
puños cerrados, esperó que alguno de los chicos lo atacara. Y sin embargo no tenía miedo.
A la mañana siguiente,
la voz del celador despertó a los internos. Frattini se desperezó en la cama.
Luego se incorporó y dio el “presente” cuando el celador pronunció su nombre. En
el baño esperó que se desocupara uno de los grifos. Cuando llegó su turno, la
imagen del espejo lo sorprendió. Se pasó una mano por la cabeza rasurada. Se
lavó la cara, se enjuagó la boca. Después, junto a los demás bajó las escaleras
hasta el comedor para tomar el desayuno.
Ocupó una mesa
vacía, lejos del resto. Desde allí vio que uno de los chicos lo miraba como si
lo estuviera examinando. Lo vio incorporarse: tenía una cicatriz en un brazo y
caminaba hacia él escoltado por otros dos chicos. Cuando llegaron hasta él, el
que parecía el líder apoyó las manos sobre la mesa, a un palmo de Frattini:
-
Anoche estuviste bien, Frattini: te robaron la
almohada pero no rezongaste, ni llamaste al celador. Vení, sentate con
nosotros.
Frattini se
incorporó y estrechó la mano del que había hablado.
-
Franco, pero decime Tano.
Siguió a Franco
hasta una mesa y se sentó con él y los demás. Mientras desayunaban hablaron de
fútbol, de sus prontuarios y otras cosas sin importancia. Luego, en el patio, Franco
le contó que allí dentro la rutina estaba conformada por las actividades que veía:
-
Nos levantamos, nos lavamos, desayunamos y
salimos a este patio. Todos los días son iguales. Jugamos a las cartas, al
fútbol, escuchamos la radio y tomamos mate. Después cenamos y nos vamos a
acostar.
-
¿Y no hacen nada más?
-
Sí, esperamos el momento de salir a la calle.
-
¿Y a vos cuánto te falta?
-
Dentro de un año y medio cumplo dieciocho.
Cuando ese día llegue, no me van a ver más.
Frattini tenía
quince años, por lo tanto le faltaba el doble de tiempo que a Franco.
-
¿Cómo llegaste acá? ¿Por la policía? – preguntó
su nuevo compañero.
-
No, me trajo mi viejo.
Franco se rió.
-
Qué habrás hecho para que tu viejo te traiga a
este lugar de mierda…
Nada, pensó
Frattini. Nada. Pero calló. Le convenía que Franco sospechara que estaba allí
por delitos que nadie conocía: eso le aseguraría el respeto de todos los chicos
del reformatorio. Franco, en cambio, estaba orgulloso de los motivos que lo
había llevado hasta allí:
-
Me agarró la policía robando. Pero como soy
menor no me pudieron llevar a la cárcel. Vos quedate conmigo que la vas a pasar
bien.
Era italiano, había
llegado al país hacía unos pocos años con sus padres y sus hermanos. Por las
anécdotas que contaba, Franco se había criado en una familia de delincuentes. Frattini
nunca había robado más que las monedas que la gente dejaba bajo los sifones,
pero Franco se dedicaba a otras cosas: el arrebato era su estrategia, el
descuido de los otros su perdición.
Los meses
pasaron sin grandes novedades. Como Franco le había anticipado al llegar, la
rutina del reformatorio era muy aburrida: en sí, aquella institución era una
especie de limbo en el que se alojaban los muchachos que aún no tenían edad
para ir a la cárcel. La mayoría había caído en ese agujero por culpa de la
policía: algunos, como Franco, habían sido detenidos por robar. Los demás, la
mayoría, por pillaje y vagabundeo.
Frattini
extrañaba su propio vagabundeo, sus eternas caminatas por la Boca, el fútbol en
Casa Amarilla y los escaparates del cine Olavarría que enseñaban la belleza de
Rita Hayworth.
Cuando Franco le
dijo que estaba planeando fugarse, Frattini no dudó en sumarse al proyecto.
Durante una semana se las ingeniaron para robar una decena de sábanas sin que
los descubrieran los celadores. Al fin, una tarde, mientras los demás jugaban a
las cartas, Franco lo miró a los ojos y le dijo:
-
Ahora.
Frattini se
dirigió al dormitorio para buscar las sábanas que había escondido debajo del
colchón de su cama. En el patio volvió a reunirse con Franco. Subieron las
escaleras sabiendo que todos los miraban, pero con la certeza de que ninguno se
animaría a delatarlos. La puerta de la terraza estaba cerrada, pero una patada
de Franco bastó para abrirla. Tardaron diez minutos en atar las sábanas unas
con otras, hasta lograr una especie de cuerda blanca que los llevaría hasta la
terraza del edificio contiguo.
El propio
Frattini se encargó de supervisar los nudos, y luego ató uno de los extremos de
la cuerda a la escalerilla que llevaba al tanque de agua. Sólo entonces
comenzaron a bajar: de a uno, con las manos sujetas a la sábana y las rodillas
pegadas a la pared, fueron bajando lentamente hasta que sus pies tocaron el
piso de la terraza del edificio de al lado. Frattini sentía que el corazón le
iba a explotar por la proximidad de la calle. Bajaron corriendo las escaleras, pero
al llegar a la vereda se encontraron con el director del reformatorio y un
batallón de celadores.
La calle quedó
al otro lado de la puerta, y ellos se dispusieron a cumplir su castigo. Los
hicieron subir las escaleras y les dieron una paliza que les dolió durante los
diez días que permanecieron encerrados en el calabozo. A Frattini aquel
episodio le enseñó algo que le serviría durante toda su vida: lo importante era
pasar desapercibido, mezclarse con los demás, ser respetado y evitar los
castigos. El paso del tiempo era irremediable, incluso allí dentro, y a todos
les llegaría el momento de marcharse.
Los domingos los
internos recibían la visita de sus familiares. Esos días en que el patio se
llenaba de gente a Frattini le costaba ocultar su dolor. En todo el año que
llevaba encerrado nadie había ido a visitarlo. ¿Sabría Mirtha que él estaba
ahí? En su padre pensaba poco y nada. Quizá el borracho ni siquiera se acordara
dónde lo había dejado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario