Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

sábado, 21 de marzo de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 5, 6 y 7.



5
Un año más tarde de su ingreso al reformatorio, mientras comentaba con Franco las noticias que habían salido en los diarios sobre las elecciones nacionales que había ganado el General Perón, Frattini escuchó la voz de uno de los celadores diciendo su apellido, lo cual no podía ser un buen augurio de nada.
-     Frattini, venga conmigo.
Él miró a Franco, y luego se incorporó. Siguió al celador hasta las escaleras, bajó tras él y lo miró con desconfianza cuando el hombre le pidió que entrara a la oficina del portero. Dentro, derrumbado sobre una silla, estaba su padre.
Se miraron en silencio. A Frattini le sorprendió su propia confianza. Algo había cambiado: no había perdido el miedo a esos puños, pero ahora sabía que era capaz de sobrevivir sin él. Así que lo miró con un gesto sereno, esperando que el borracho hablara. Y su padre habló:
-     Vamos a casa – dijo, y nada más.
Frattini ni siquiera tuvo tiempo de despedirse de Franco.
En la ropería recuperó las prendas que llevaba el día de su ingreso. El paso de los meses parecía haberlas encogido, o al menos eso pensó Frattini mientras caminaba junto a su padre por la calle, embutido en esos pantalones que ya no le llegaban a los pies.
No sólo había crecido físicamente: ya no esperaba que su padre hablara de los motivos que lo habían llevado a dejarlo allí abandonado, ni que le preguntara cómo le había ido durante ese año en que no se habían visto. De hecho, no intercambiaron ni una sola palabra.
Distinto fue su reencuentro con Mirtha y sus hermanas. Las niñas se le echaron encima, buscando esa alegría que en Frattini ya no iban a encontrar. Demasiado preocupado estaba por la posible reacción de su padre, en controlar sus brazos para que no lo sorprendiera un movimiento brusco que pudiera terminar siendo un golpe. Pero su padre lo trató con total indiferencia, y le dijo:
-     Tenés que conseguir trabajo. Sino, te vas para siempre.
Con tristeza, esa noche descubrió que la foto de Rita Hayworth que había dejado debajo de la almohada ya no estaba por ninguna parte. Al día siguiente, se despertó al amanecer y se marchó antes de que todos se levantaran. Se dirigió a uno de los edificios de la boca para conseguir las monedas necesarias para pagarse el desayuno. Disfrutó subir las escaleras, robar las monedas y salir a la calle, en libertad.
Compró el diario La Prensa y entró a un bar para leer los avisos de ofertas de empleo. Le llamó la atención uno en especial: “Se busca cadete, consultar en tienda Marilú”. El nombre de fantasía le provocó una sonrisa. “Marilú”, así se llamaba la prostituta con la que Franco, según le había contado en el reformatorio, había debutado sexualmente. Los demás anuncios ofrecían trabajos en fábricas o depósitos, y Frattini decidió presentarse en la tienda Marilú sin saber siquiera en qué consistía el trabajo. Lo único que le importaba era conseguir dinero, y si para hacerlo debía pasar el día en la calle, mucho mejor.
Terminó el desayuno lo más rápido que pudo y se dirigió a la avenida Paseo Colón para tomar un colectivo que lo llevara hasta Leandro N. Alem. La tienda estaba ubicada sobre la calle Florida, justo frente a las Galerías Pacífico: un mundo de gente fina y mujeres bien vestidas que olían como las flores.
Por lo poco que se veía a través de las vidrieras, además del nombre, con la prostituta de Franco la tienda también compartían encajes y puntillas. En la puerta ya había diez chicos de su edad esperando frente a la mercería. Frattini se ubicó al final de la fila y se detuvo a mirar a cada uno de sus rivales tratando de adivinar cuál de todos ellos podía quedarse con el puesto de cadete. Desaliñados, flacos, ninguno era mejor que él.
Fueron pasando de a uno, y por la cara de cansancio que mostraban al salir era imposible aventurar el resultado de la entrevista. Frattini fue el último en entrar. Lo atendió una mujer que vestía un trajecito de casaca y pollera color marfil. Tenía el cabello adornado con un broche de plata. Rojos, sus labios parecían sonreír. Frattini respondió a las preguntas de rigor: domicilio, disponibilidad, ganas de empezar el trabajo...
Luego de diez minutos, la mujer le dijo que habían terminado.
Desconcertado, ansioso, Frattini preguntó:
-     ¿Conseguí el trabajo?
-     Todavía no sabemos – dijo la mujer.
-     ¿Y cuándo me van a decir?
-     Si lo elegimos a usted, en un par de días lo llamamos para avisarle – dijo la mujer, señalando en su cuaderno el número de teléfono que Frattini le había dado.
-     Por favor. Si no consigo el trabajo mi papá me va a matar – dijo, en parte para presionar a la mujer y en parte porque creía que ese sería su destino. 
Volvió a su casa con una sensación ambigua. Confiaba en la buena impresión que había causado, pero temía que eligieran a otro. Cuando su padre llegó del trabajo, Frattini se apuró en hablar:
-     Voy a conseguir trabajo en una mercería del Centro.
-     ¿Cómo que “vas a conseguir”? ¿No lo conseguiste todavía?
Frattini retrocedió un paso.
-     Me dijeron que van a llamarme.
Su padre bufó y le dio la espalda, pero no le pegó.  
Al día siguiente, a media mañana, Frattini ya no podía controlar su ansiedad. Salió al patio del conventillo, y por unos minutos se detuvo a ver a un grupo de hombres que hablaban de política. Algunos se habían afiliado al partido de Perón, y estaban convenciendo a los demás, que no se decidían.
A Frattini la discusión le resultaba ajena, pero era evidente que el tema comenzaba a instalarse en el conventillo. Todos hablaban de política, de sindicatos y aumentos salariales. Dejó a los hombres discutiendo y se dirigió a la casa del vecino que tenía el teléfono que él había dado en la entrevista. Le preguntó si alguien lo había llamado, pero el hombre negó con la cabeza, sin quitar la vista de la radio que reproducía un discurso de Perón.
No lo llamaron ese día ni el siguiente. Durante la espera le resultó imposible compartir el mismo lugar con su padre, por miedo a que le preguntara y él no pudiera darle la respuesta que esperaba. Lo único que hizo en esos dos días, además de esperar, fue ir al cine Dante para robar una fotografía de Rita Hayworth caracterizada de Gilda, una película que él aún no había podido ver. Por la noche, al acostarse, miraba la fotografía y le imploraba a Rita que lo ayudara a conseguir el trabajo.
Y al tercer día su vecino le gritó desde el patio:
-     Carlitos, teléfono para vos.
Frattini corrió más rápido que nunca. Una voz femenina, bondadosa como un ángel de la guarda, le anunció:
-     Quedaste seleccionado entre treinta chicos. ¿Podés venir?
Una hora más tarde Frattini estaba en la puerta de la tienda. Esta vez lo hicieron pasar al cuarto donde las empleadas cocían las terminaciones de las prendas. La encargada que lo había hecho la entrevista lo guiaba por el salón y señalaba a las mujeres. Algunas eran de la edad de Mirtha, otras incluso eran mayores, pero otras eran jóvenes, hermosas, y le sonreían.
-     Acá se terminan los detalles de las prendas que se confeccionan en el taller.  
Frattini asentía. Estaba tan contento que si la mujer le hubiera dicho que su trabajo consistía en limpiar el piso con la lengua, también lo hubiese aceptado. En un extremo del salón de costura había una puerta que daba a la pequeñísima oficina que, según la encargada, estaba destinada al cadete.
Al fin, la mujer se detuvo frente a otra puerta y dijo:
-     Ahora vas a conocer a la dueña de todo esto. Para vos es la Señora Alicia.
La señora Alicia estaba sentada en un cómodo sillón de cuero, junto a un escritorio repleto de papeles, muestras de tela y dos teléfonos de color negro. Vestía como las mujeres del cine, aunque la ropa fina y el maquillaje no alcanzaban a esconder las arrugas de su rostro. Lo recibió con una mirada dura, y Frattini sólo atinó a bajar la vista.
Antes de hablar, la encargada le apoyó una mano en el hombro. Después dijo:
-     Señora Alicia, él es el chico que elegimos como cadete. Se llama Carlos Frattini.
-     ¿Es mudo?  
Frattini alzó la vista. Alicia festejaba su propio chiste con una sonrisa.
-     Gracias por darme el trabajo. No se va a arrepentir – dijo Frattini.
-     Eso lo vamos a ver más adelante. Como cadete, vas a encargarte de llevar y traer las prendas desde esta tienda hasta los talleres de la calle Paraguay.
Alicia dejó de hablar para escribir una nota escueta en uno de los anotadores que tenía sobre el escritorio. Después de firmarla, arrancó la nota del cuaderno y se la tendió a Frattini.
-     Mañana presentate en esta dirección. Preguntá por Amalia, ella te va a explicar el trabajo.
Cuando él asintió en silencio, Alicia lo miró con curiosidad.
-     ¿Sabés cómo llegar?
-     No, pero pregunto, no se preocupe.
El gesto sumiso de Frattini parecía haberla emblandecido lo suficiente, al menos, como para tratarlo con mayor benevolencia.
-     Tenés que tomar el tranvía que va por la calle Paraguay. Ida y vuelta el mismo camino. Nosotros te pagamos el pasaje.
-     Gracias. Gracias por todo.
-     De nada – dijo la mujer y, tomando el tubo de uno de los teléfonos, dio por terminada la entrevista.

Empezó a trabajar al día siguiente. Su tarea consistía en esperar en su oficina hasta que alguien lo llamaba por teléfono y le pedía que fuera a retirar las prendas al taller de la calle Paraguay. Entonces él cruzaba a paso lento el salón donde estaban las costureras, para prolongar las miradas de las mujeres el mayor tiempo posible. Les sonreía a todas, y todas sentían adoración por él, por su predisposición, por sus modales inexplicablemente finos para el muchacho de conventillo que era. Algunas hasta se animaban a contarle sus desventuras amorosas, y otras se le insinuaban entre risas.
Después salía a la calle y tomaba el tranvía. En el taller recogía las prendas envueltas en papel madera y luego, al subirse al tranvía para hacer el viaje de regreso, se ubicaba junto al conductor para evitar que las ropas se arrugaran con el amontonamiento de pasajeros. Frattini disfrutaba del viaje, de sus responsabilidades de cadete, de la calle, de todo. Los viajes en tranvía le recordaban la época en que se colgaba de los vagones para vender diarios, aunque, Frattini lo sabía, las cosas habían cambiado bastante desde entonces: ahora llevaba pantalones largos, una camisa impecable y hasta usaba agua de colonia.  
Incluso su padre había dejado de pegarle. No porque se sintiera satisfecho, sino porque el trabajo mantenía a su hijo fuera de casa. Mirtha y las nenas, en cambio, estaban orgullosas de él. Mirtha se encargaba de plancharle la ropa, de remendar los pantalones y cuidar cada detalle de su vestuario.  
Los cambios de aquel año, 1946, no sólo afectaron a Frattini: toda Buenos Aires había comenzado a mejorar. Frattini podía notarlo en los camiones que se detenían a las puertas de los conventillos, cargados de colchones, calentadores a gas, mantas y juguetes. A diferencia de los años anteriores, durante el día no se veían hombres en el patio del conventillo: todos, hasta el menos laborioso, habían conseguido trabajo. Algunos vecinos, además de afiliarse al Partido, habían colgado unas fotografías de Perón en el patio, y una de las ancianas, que había recibido colchones para sus hijos, siempre mantenía una vela encendida frente a la foto del General y Eva, su mujer.
Frattini contemplaba todo esto a la distancia, como quien se alegra de que un amigo haya conquistado a una mujer hermosa. Estaba demasiado ocupado con su vida como para preocuparse por la de los demás. El trabajo iba bien, tan bien que si la dueña de la tienda debía llevar cosas pesadas a su casa, sólo aceptaba que la acompañara él. Frattini pudo comprobar la sorpresa que esto causaba en las demás empleadas en boca de la mismísima encargada:
-     En treinta años que llevo acá, sos el primer empleado que la dueña llevó a la casa.
No podía pedir más. Si hasta tenía tiempo libre para mantener su pasión por las escaleras y los sifones… Ahora, además de los edificios que “limpiaba” en La Boca, también hurgaba bajo los sifones de los edificios del centro cercanos a la oficina.

A su regreso de las vacaciones, en marzo de 1947, Alicia lo llamó a su oficina.
-     Estoy muy contenta con vos. Por eso quiero que a partir de ahora te dediques a la parte de contaduría de la empresa. Vas a llegar lejos, Frattini.
Así fue que, a poco menos de un año de haber comenzado a trabajar, logró su primer ascenso. De pronto pasaba el día sentado en una oficina confortable, registrando las compras y ventas de la tienda en los libros contables.
A Frattini sus nuevas funciones le permitieron un horario más laxo. Entraba a las nueve de la mañana y trabajaba hasta la una. Aprovechaba el tiempo libre para almorzar en algún restaurante del Centro y luego vagaba por las calles hasta las tres, hora en que debía volver a la oficina. Siempre atento a los movimientos de la calle, Frattini aprovechaba que a esa hora los porteros de los edificios dormían la siesta para entrar y recorrer las escaleras en busca del dinero de los sifones. Después se metía en un cine y, a la distancia, bien vestido y perfumado, se dedicaba a contemplar la belleza de Rita Hayworth y a soñar.


6

El primer día del otoño de 1947, un martes demasiado ventoso, después de almorzar Frattini se coló en un edificio que tenía las puertas abiertas y robó todas las monedas que encontró junto a los sifones y botellas de leche. Al salir a la calle, le preguntó la hora a una mujer que entraba al edificio: aún le quedaba tiempo para ver una película antes de regresar al trabajo.
Como en el último mes había visto Gilda una decena de veces, ese día se dirigió a un cine de Lavalle con la intensión de ver una película de cowboys. Pero al ver las fotografías de Rita Hayworth que colgaban de los escaparates se olvidó de todo: siempre que la veía le pasaba lo mismo, se quedaba en blanco, hipnotizado, y la gente que pasaba por la vereda debía esquivarlo para poder pasar.
De pronto alguien lo tomó del brazo y lo trajo a la realidad.
-     Carlitos, qué alegría.
A Frattini le costó salir del ensueño.
-     Tano – dijo, algo incrédulo por la casualidad del encuentro, y también porque le costaba relacionar al chico rapado con uniforme de reformatorio que él recordaba con ese muchacho corpulento, de cabellos rubios, zapatos lustrados, traje cruzado y camisa blanca que ahora lo abrazaba con alegría.
-        ¿Qué hacés?
-        Trabajo acá cerca, ¿y vos? – respondió Frattini.
Franco miraba para todos lados como si estuviera huyendo de algo o de alguien. 
-        Yo también. Vení, vamos a dar una vuelta.
Frattini le dedicó una última mirada a Rita Hayworth y echó a andar detrás de Franco, que ya se alejaba en dirección al Bajo. En la calle Reconquista, a unos metros de donde ellos caminaban, un Ford azul último modelo se detuvo junto al cordón. Franco volvió a tomarlo del brazo, pero esta vez le habló al oído:
-        Esperá.
Mientras tanto, la puerta del Ford se abría para darle paso a una mujer alta, de rubios cabellos ensortijados, que llevaba pendientes, pulsera y cadena de oro como adornos, y un vestido floreado que exhibía sus pechos como las macetas de un balcón. Tenía las manos ocupadas con bolsas de tiendas que sólo se veían en el Centro. Con un golpe de su cadera torneada, un movimiento que Frattini disfrutó en silencio, la mujer cerró la puerta y se echó a andar. Los dos muchachos la vieron cruzar la calle, extasiados. Frattini lamentó que se alejara perdiéndose en los pasillos de una galería. Franco, en cambio, parecía estar esperando justamente eso.
-        Vení conmigo – dijo y cruzó la calle en dirección al auto.
Frattini lo siguió, como lo había seguido años atrás para fugarse del reformatorio. Al llegar junto al Ford estacionado, Franco miró en todas direcciones. Después abrió la puerta y tomó la cartera que la mujer había dejado sobre el asiento del acompañante. Franco cerró la puerta del Ford y empezó a caminar.
-        Ahora nos vamos caminando tranquilamente, sin correr.
Se alejaron con la serenidad de dos monaguillos en dirección a la avenida Corrientes: dos muchachos apuestos, bien vestidos, tan civilizados que seguramente habían encontrado ese bolso de mujer y ahora iban a devolvérselo a su dueña.
Entraron a un bar. Franco abrió la cartera debajo de la mesa para que nadie lo viera. Con una mirada rápida y rápidos movimientos de manos, retiró un fajo de billetes, lo dividió en dos y le entregó la mitad a Frattini.
-        Tomá tu parte – dijo.
-        ¿Para mí? – preguntó Frattini, agradecido.
Franco acababa de darle una suma que equivalía a la mitad de su sueldo. Pero eso no era todo, a Franco le brillaban los ojos:
-        Están las llaves de la casa y el documento con la dirección, también.
Frattini lo miró, esperando que continuara.
-        Dejemos pasar unos días… la semana que viene vamos a la casa y entramos. ¿qué te parece?

La semana siguiente, a la hora del almuerzo Frattini se dirigió al bar de la Avenida Corrientes donde lo esperaba Franco. Su amigo estaba nervioso, y no dejaba de hablar.
-        Es la primera vez que voy a entrar a un departamento.
-        ¿La primera vez?
-        Sí, y este hecho va a ser algo muy grande.
Él también estaba nervioso; aquel “hecho”, como lo llamaba Franco, era muy distinto y mucho más peligroso que robar el dinero de los sifones. Esperaron hasta las dos para asegurarse de que el portero del edificio estuviera durmiendo la siesta. Entonces pagaron los dos cafés que apenas si habían probado por culpa de los nervios, y salieron a la calle.
El edificio de la mujer del Ford parecía un monumento a la riqueza porteña: la fachada y los escalones estaban recubiertos de mármol blanco y negro, y la puerta de calle era de hierro con detalles de bronce incrustados. El portero no estaba, y a esa hora tampoco se veían vecinos en la calle ni en el hall de entrada.
Con los nervios mal disimulados, Franco tomó el llavero de su bolsillo e introdujo una de las tres llaves dentro de la cerradura. Frattini contenía el aliento, Franco probaba con todas las llaves. Cuando vio que la puerta cedía, sintió una alegría casi infantil. Franco también parecía divertirse:
-        Después de usted, señor Frattini.
La mujer del Ford vivía en el cuarto piso, y ellos tomaron el ascensor sin pensar en los peligros que podrían esperarlos arriba. Al llegar a la puerta del departamento, Franco tocó timbre para asegurarse de que estaba vacío. Esperaron durante unos minutos, ocultos a un lado y otro de la puerta, pero nadie salió.
Sólo entonces volvieron al trabajo.
La puerta tenía dos cerraduras. Franco tomó el llavero e introdujo una llave en el tambor superior. Con un leve movimiento de su muñeca, hizo girar la llave. Él y Frattini se miraron. Luego, Franco se encargó de la segunda cerradura. Esta vez tuvo que exigirse un poco más, no porque fuera la llave equivocada, sino porque debía abrir sin hacer el menor ruido que despertara la atención de los demás vecinos. Al fin, apoyó una mano sobre el picaporte de la puerta, e hizo girar la llave con la delicadeza de un cirujano. 
Y la puerta se abrió.
Si la fachada del edificio le había resultado lujosa, el interior del departamento a Frattini terminó de encandilarlo: un comedor enorme, cuadros con motivos de caza que colgaban de las paredes empapeladas, una araña de cristal que pendía del techo, muebles de madera lustrados, colmados de piezas de plata y porcelana, alfombras tejidas que decoraban el piso… sólo faltaba Rita Hayworth acostada en un sillón.
Franco, menos contemplativo y más práctico, ya había empezado a recorrer las habitaciones del departamento en busca del cuarto de los mayores. Al abrir la tercera puerta, gritó:
-        Es acá, Carlitos.
Frattini dejó de lado su fascinación para ponerse en movimiento: entró al cuarto donde estaba Franco y lo ayudó a buscar objetos de valor en los cajones de los muebles. En la mesa de noche, recogió un reloj y una cadena de oro; en un cajón del ropero, un sobre con dinero y un broche de corbata de oro con piedras que brillaban. Eran diamantes, aunque eso lo sabría más tarde. Dobladas en perchas, en el ropero había docenas de corbatas de seda con distintos motivos y colores. Frattini eligió las que más le gustaban y se las guardó en los bolsillos, con las alhajas. Para entonces Franco ya tenía los bolsillos llenos de anillos, cadenas y pendientes de oro.
Con la obsesión de dos continuistas cinematográficos, se encargaron de dejar todo acomodado tal cual lo habían encontrado al llegar. Al fin intercambiaron una breve sonrisa de triunfo, salieron del departamento y cerraron la puerta con las dos llaves. Salvo por los objetos que faltaban, la mujer del Ford azul nunca podría darse cuenta de que en la casa habían entrado ladrones. Frattini y Franco estaban pletóricos, demasiado excitados como para esperar el ascensor. Se lanzaron escaleras abajo, bajando los escalones de dos en dos. El tintineo de las joyas en su bolsillo era música para los oídos de Frattini.
Cuando salieron a la calle, Franco propuso ir a un bar para evaluar el botín. Sentados a una mesa, con dos cafés como disfraz de clientes inofensivos, cada uno se dedicó a mirar el contenido de sus propios bolsillos. Demasiado oro, demasiado dinero. Dividieron los billetes, mitad para cada uno. Frattini creía que harían lo mismo con las joyas, pero entonces Franco dijo:
-        Hay que reducir las alhajas.
-        ¿Reducir?
-        Venderlas.
-        ¿Dónde?
-        En la calle Libertad, yo conozco un reduce que compra oro robado sin hacer preguntas.
A pocos metros del edificio de Tribunales, símbolo de la legalidad y la ilegalidad argentina, la calle Libertad era un mundo paralelo de joyas, relojes y estafadores encubiertos. La joyería que ellos buscaban estaba en la esquina de Tucumán. Dentro, una mujer atendía a dos ancianas. El hombre que estaba detrás del mostrador los recibió con una mueca incómoda. Sin embargo, cuando los hizo pasar al cuarto posterior del local, el tipo sonrió con cordialidad.
-        ¿Qué trajiste, Tanito?
-        Algunas cosas.
Franco y Frattini vaciaron sus bolsillos sobre una mesa. El hombre primero contempló las joyas con indiferencia, y luego se detuvo a mirar cada una de ellas con una pequeña lupa, en especial el broche de corbata con diamantes que había robado Frattini. El reduce, así lo había llamado Franco, gesticulaba con exageración para quitarle valor a las alhajas. Al fin, pesó el oro y les dio un precio estipulado. Ellos lo aceptaron, no estaban en condiciones de exigir nada. Dividieron el dinero allí mismo.
Tres meses de sueldo en apenas una hora.
Frattini no salía de su asombro.
Ya en la calle, vio que eran las tres y media de la tarde; debería haber regresado a la tienda hacía más de media hora… Tenía que apurarse, pensar una buena excusa. Sin embargo no estaba preocupado: el fajo de billetes en su bolsillo le provocaba una felicidad inmensa que no se podía empañar ni con el peor castigo de su jefa.  
-        Es más lindo que trabajar o robar sifones, ¿no? – dijo Franco.
Frattini soltó una carcajada sincera.
-        Qué te parece…
-        ¿Entonces nos vemos mañana?
-        A la una, en el mismo lugar – contestó Frattini.


7

Al día siguiente, cuando llegó la hora del almuerzo, Frattini salió de Marilú y fue a encontrarse con Franco. Se saludaron enérgicamente, y Franco agitó el llavero de la mujer del Ford delante de los ojos de Frattini.
-        ¿Por dónde empezamos, Tano?
-        Primero vamos a ver a San Pedro – dijo Franco.
Se dirigieron a una cerrajería del centro. Mientras esperaban que el cerrajero duplicara el llavero completo, se dedicaron a observar los cientos de llaves expuestas a la vista sobre un panel de aglomerado, detrás del mostrador. La metáfora del Tano había sido perfecta: aquel hombre que ahora le sacaba chispas al metal sobre un torno, tenía las llaves del paraíso.
Al fin, el hombre les entregó dos juegos de llaves. Frattini se guardó el suyo en un bolsillo, y Franco hizo lo mismo. Salieron a la calle. Frattini miró los edificios que se alzaban hacia el cielo de Buenos Aires. Para entonces había comprendido que el robo de monedas de los sifones se había terminado para siempre. Como su infancia.
Caminaron hasta la avenida Callao en busca de una puerta abierta. La encontraron poco antes de llegar a la calle Paraguay: un edificio de cuatro pisos con puerta de hierro y escaleras de mármol rosado. Se detuvieron en la puerta durante unos pocos segundos, que les bastaron para comprobar que el hall de entrada estaba vacío. Entraron y llamaron el ascensor. Mientras lo esperaban, Frattini acarició las llaves dentro del bolsillo derecho de sus pantalones.
Subieron hasta el último piso conteniendo la respiración, no por temor, sino para concentrar todos sus sentidos en los sonidos que podrían alertarlos de la presencia de vecinos.
Cuando el ascensor se detuvo, salieron y miraron a ambos lados del pasillo. Había dos puertas, y eso significaba sólo una cosa: los departamentos debían ser amplios, vastos semipisos de gente de dinero. Lentamente, se acercaron a una de las puertas. Mientras el Tano tocaba el timbre, Frattini miraba por el ojo de la cerradura tratando de descubrir algún movimiento dentro de la casa.
-        No hay nadie – dijo.
-        Perfecto – celebró el Tano, y preguntó: - ¿Abrís vos o abro yo?
-        Dejame a mí.
Con cuidado, Frattini retiró las llaves de su bolsillo. Por aquella época todas las cerraduras se abrían con tan sólo unas pocas clases de llaves, así que podían darse cuenta a simple vista si las que ellos tenían eran las apropiadas. Y lo eran. Frattini eligió una que calzaba justo en el ojo de la cerradura. 
Sostuvo el picaporte con fuerza y, con los ojos cerrados, giró la llave para ambos lados. Cuando la puerta se abrió Frattini sintió una extraña felicidad.
-        Bien, Carlitos – dijo Franco, que ya se había lanzado dentro del departamento.
En menos de diez minutos revisaron los cajones de las mesas de noche del cuarto de los adultos, los placares y la cómoda. Entre corpiños, calzoncillos y bombachas encontraron un alhajero con pendientes, cadenas y pulseras, y broches de corbata y relojes de oro que seguramente los dueños de casa guardaban para exhibir sólo en las fiestas más importantes.
Frattini y el Tano ocultaron el botín en sus bolsillos, volvieron a acomodar todo tal cual lo habían encontrado, salieron y cerraron la puerta con llave.
-        Vámonos de acá – dijo el Tano.
-        Pará, probemos en otro piso – dijo Frattini.
-        No, vamos – insistió el Tano.
-        ¿Tenés miedo, Tano?
Frattini bajó las escaleras seguido de Franco y su orgullo herido.
En el cuarto piso repitieron la escena, pero esta vez, cuando el Tano tocó timbre Frattini sacudió las manos alertándolo de que había visto movimiento en la casa. Bajaron las escaleras corriendo, saltando los escalones de tres en tres. La práctica del fútbol le había servido de algo: Frattini tenía un estado atlético que al Tano le costaba igualar.
En la calle, su compañero le dijo:
-        Sos un idiota.
-        ¿Por qué?
-        Hay que tener cuidado.
Entonces Franco soltó una carcajada.
-        Te estoy jodiendo. ¿Ahora adónde vamos?
-        ¿Avenida Santa Fe?
-        Perfecto.
En la avenida Santa Fe se quedaron varios minutos contemplando los edificios. A Frattini le llamó la atención uno altísimo, de más de veinte pisos. Entraron y subieron en ascensor hasta arriba de todo. Cada piso tenía cinco departamentos pequeños. Y cada departamento apenas si tenía unos billetes escondidos, un anillo, algún que otro reloj. La altura del edificio los había engañado.
Ese día, cuando visitaron a José, el reduce de la calle Libertad, y le entregaron todas las joyas que habían robado, recibieron bastante dinero, que se sumaba a los billetes que habían robado y que ya se habían repartido en un bar del Centro.
Se despidieron a las cuatro de la tarde, y Frattini regresó a Marilú escondiendo su felicidad detrás de una mueca de sometimiento para compensar su retraso. 

A partir de ese día, Frattini comenzó a dedicarse a sus dos trabajos. Para entonces los dos se habían dado cuenta de que no valía la pena andar por la calle buscando gente distraída y exponerse a los robos directos. Las joyas eran mejores que las billeteras y que cualquiera de los bolsos que podían arrebatar a la vista de la gente y de la policía. Preferían la intimidad de las escaleras, y el sonido de las cerraduras que cedían como puertas estelares a mundos decorados con brillantes y metales preciosos.  
La primera vez que descubrieron una caja fuerte, pasaron varios minutos tratando de abrirla. Al fin, derrotados, se quedaron mudos ante ella.
-        Tiene que estar todo ahí adentro – dijo Frattini, en un susurro.
-        Desconfiados de mierda – se burló el Tano, soltando una carcajada.
-        Necesitamos herramientas – dijo Frattini, pensativo.
Una semana más tarde, regresaron al departamento de la avenida Libertador con una pinza, una llave inglesa y varias ganzúas. En menos de diez minutos, lograron forzar la cerradura y descubrieron una alhajero de cristal cargado de joyas, y tres enormes fajos de billetes.
Además de joyas y dinero, en los cajones de la gente podían encontrar cualquier cosa. Siempre que encontraba cartas, Frattini se guardaba alguna. No porque pensara utilizar los datos para realizar extorsiones, como le propuso Franco, sino porque le gustaba leerlas. Cartas de amor, cartas familiares, cartas con largas descripciones de relaciones sexuales y promesas lujuriosas que llegaban de todas partes del mundo. Sin embargo, él prefería las cartas familiares donde hermanos, padres, esposas e hijos se escribían con nostalgia, prometían futuros reencuentros y se expresaban cariño en delgadas hojas de papel rayado.
La situación en su casa había cambiado poco y nada. Sus hermanas crecían, Mirtha continuaba representando su papel de madre ejemplar y esposa sometida, y los ojos de su padre continuaban mirándolo con ferocidad. Sin embargo no había vuelto a golpearlo. Tal vez se debiera a que casi no se veían: Frattini pasaba unas pocas horas en la casa: iba sólo por la noche, para dormir. Y si, al verlo llegar, su padre se incorporaba de la mesa en la que parecía estar amurado junto con la botella de cerveza y los cigarrillos Brasil, y se quitaba el cinturón o agitaba los puños anunciando una golpiza, Frattini se marchaba a dormir a una de las pensiones de Constitución. Ni siquiera los progresos que mostraba Frattini habían logrado calmar la furia del padre: a los quince años ya se había comprado un par de trajes hechos a medidas, camisas y corbatas de variadas tonalidades, y unos zapatos que brillaban hasta en los días de lluvia. Su aspecto humilde pero cuidado cautivaba las miradas de todas sus vecinas, y podía elegir a cualquiera que quisiera llevarse a la cama. Sin dudas, su suerte había mejorado.  
Los vecinos también mejoraban, pero a un ritmo mucho más lento que el joven Frattini. A veces, al llegar o al marcharse del conventillo, él veía los camiones que traían alimentos, juguetes, colchones y ropas que descargaban entre todos los vecinos. Al pasar junto a ellos Frattini sonreía y repartía saludos y abrazos y se marchaba al trabajo. A sus dos trabajos.

En Marilú nadie sospechaba nada. Todos estaban contentos con él, tanto que poco después de cumplir dieciséis años volvieron a ascenderlo. Lo trasladaron al subsuelo y lo nombraron jefe de cadetes. Tenía tres muchachos a cargo, que debían entregar a domicilio las prendas confeccionadas que compraban los clientes. Le aumentaron el sueldo, era evidente que la dueña confiaba en él y valoraba su esfuerzo. Sin embargo, el ascenso lo obligaba a pasar las horas encerrado entre rollos de tela, dando órdenes y registrando los envíos en las planillas encerrado en un agujero. Aburrido pero atento, pronto descubrió que las telas del subsuelo no entraban en los inventarios, y que algunas de ellas costaban mucho dinero. Entonces Frattini tuvo otra idea.
Un día, poco antes del horario de salida, les dijo a los cadetes que podían irse unos minutos antes, que él se encargaría de registrar en las planillas los últimos envíos que habían realizado.  
Cuando estuvo solo, Frattini se quitó la ropa. Lentamente, tomó un rollo de casimir y se envolvió el cuerpo con varios metros de aquella costosa tela. Luego volvió a vestirse, disimulando los pliegues que la tela formaba bajo su camisa y sus pantalones con un largo sobretodo que había llevado exclusivamente para eso.  
Le costaba caminar, pero sin embargo consiguió que nadie sospechara. Se despidió de las demás empleadas con la misma sensual gentileza de siempre, y salió a la calle. Fue directamente a ver a un sastre de La Boca, un judío polaco que usaba bigotes engomados y que le había confeccionado los trajes que Frattini había podido comprarse. Al ver la calidad de la tela el sastre pestañó, impresionado. Ese gesto, imperceptible para cualquiera, a Frattini le demostró dos cosas: que debía exigir una suma importante y que había encontrado otra forma sencilla de ganar dinero.
Después de todo, aquello no era tan distinto a contrabandear relojes en el puerto.

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