5
Un año más tarde
de su ingreso al reformatorio, mientras comentaba con Franco las noticias que
habían salido en los diarios sobre las elecciones nacionales que había ganado el
General Perón, Frattini escuchó la voz de uno de los celadores diciendo su
apellido, lo cual no podía ser un buen augurio de nada.
-
Frattini, venga conmigo.
Él miró a
Franco, y luego se incorporó. Siguió al celador hasta las escaleras, bajó tras
él y lo miró con desconfianza cuando el hombre le pidió que entrara a la
oficina del portero. Dentro, derrumbado sobre una silla, estaba su padre.
Se miraron en
silencio. A Frattini le sorprendió su propia confianza. Algo había cambiado: no
había perdido el miedo a esos puños, pero ahora sabía que era capaz de
sobrevivir sin él. Así que lo miró con un gesto sereno, esperando que el
borracho hablara. Y su padre habló:
-
Vamos a casa – dijo, y nada más.
Frattini ni
siquiera tuvo tiempo de despedirse de Franco.
En la ropería
recuperó las prendas que llevaba el día de su ingreso. El paso de los meses
parecía haberlas encogido, o al menos eso pensó Frattini mientras caminaba
junto a su padre por la calle, embutido en esos pantalones que ya no le
llegaban a los pies.
No sólo había
crecido físicamente: ya no esperaba que su padre hablara de los motivos que lo
habían llevado a dejarlo allí abandonado, ni que le preguntara cómo le había
ido durante ese año en que no se habían visto. De hecho, no intercambiaron ni una
sola palabra.
Distinto fue su
reencuentro con Mirtha y sus hermanas. Las niñas se le echaron encima, buscando
esa alegría que en Frattini ya no iban a encontrar. Demasiado preocupado estaba
por la posible reacción de su padre, en controlar sus brazos para que no lo
sorprendiera un movimiento brusco que pudiera terminar siendo un golpe. Pero su
padre lo trató con total indiferencia, y le dijo:
-
Tenés que conseguir trabajo. Sino, te vas para
siempre.
Con tristeza,
esa noche descubrió que la foto de Rita Hayworth que había dejado debajo de la
almohada ya no estaba por ninguna parte. Al día siguiente, se despertó al
amanecer y se marchó antes de que todos se levantaran. Se dirigió a uno de los
edificios de la boca para conseguir las monedas necesarias para pagarse el
desayuno. Disfrutó subir las escaleras, robar las monedas y salir a la calle,
en libertad.
Compró el diario
La Prensa y entró a un bar para leer los avisos de ofertas de empleo. Le llamó
la atención uno en especial: “Se busca cadete, consultar en tienda Marilú”. El
nombre de fantasía le provocó una sonrisa. “Marilú”, así se llamaba la
prostituta con la que Franco, según le había contado en el reformatorio, había debutado
sexualmente. Los demás anuncios ofrecían trabajos en fábricas o depósitos, y
Frattini decidió presentarse en la tienda Marilú sin saber siquiera en qué
consistía el trabajo. Lo único que le importaba era conseguir dinero, y si para
hacerlo debía pasar el día en la calle, mucho mejor.
Terminó el
desayuno lo más rápido que pudo y se dirigió a la avenida Paseo Colón para
tomar un colectivo que lo llevara hasta Leandro N. Alem. La tienda estaba
ubicada sobre la calle Florida, justo frente a las Galerías Pacífico: un mundo
de gente fina y mujeres bien vestidas que olían como las flores.
Por lo poco que
se veía a través de las vidrieras, además del nombre, con la prostituta de
Franco la tienda también compartían encajes y puntillas. En la puerta ya había
diez chicos de su edad esperando frente a la mercería. Frattini se ubicó al
final de la fila y se detuvo a mirar a cada uno de sus rivales tratando de
adivinar cuál de todos ellos podía quedarse con el puesto de cadete. Desaliñados,
flacos, ninguno era mejor que él.
Fueron pasando
de a uno, y por la cara de cansancio que mostraban al salir era imposible
aventurar el resultado de la entrevista. Frattini fue el último en entrar. Lo
atendió una mujer que vestía un trajecito de casaca y pollera color marfil.
Tenía el cabello adornado con un broche de plata. Rojos, sus labios parecían
sonreír. Frattini respondió a las preguntas de rigor: domicilio,
disponibilidad, ganas de empezar el trabajo...
Luego de diez
minutos, la mujer le dijo que habían terminado.
Desconcertado, ansioso,
Frattini preguntó:
-
¿Conseguí el trabajo?
-
Todavía no sabemos – dijo la mujer.
-
¿Y cuándo me van a decir?
-
Si lo elegimos a usted, en un par de días lo
llamamos para avisarle – dijo la mujer, señalando en su cuaderno el número de
teléfono que Frattini le había dado.
-
Por favor. Si no consigo el trabajo mi papá me va
a matar – dijo, en parte para presionar a la mujer y en parte porque creía que
ese sería su destino.
Volvió a su casa
con una sensación ambigua. Confiaba en la buena impresión que había causado,
pero temía que eligieran a otro. Cuando su padre llegó del trabajo, Frattini se
apuró en hablar:
-
Voy a conseguir trabajo en una mercería del
Centro.
-
¿Cómo que “vas a conseguir”? ¿No lo conseguiste
todavía?
Frattini
retrocedió un paso.
-
Me dijeron que van a llamarme.
Su padre bufó y
le dio la espalda, pero no le pegó.
Al día
siguiente, a media mañana, Frattini ya no podía controlar su ansiedad. Salió al
patio del conventillo, y por unos minutos se detuvo a ver a un grupo de hombres
que hablaban de política. Algunos se habían afiliado al partido de Perón, y
estaban convenciendo a los demás, que no se decidían.
A Frattini la
discusión le resultaba ajena, pero era evidente que el tema comenzaba a
instalarse en el conventillo. Todos hablaban de política, de sindicatos y
aumentos salariales. Dejó a los hombres discutiendo y se dirigió a la casa del
vecino que tenía el teléfono que él había dado en la entrevista. Le preguntó si
alguien lo había llamado, pero el hombre negó con la cabeza, sin quitar la
vista de la radio que reproducía un discurso de Perón.
No lo llamaron
ese día ni el siguiente. Durante la espera le resultó imposible compartir el
mismo lugar con su padre, por miedo a que le preguntara y él no pudiera darle la
respuesta que esperaba. Lo único que hizo en esos dos días, además de esperar,
fue ir al cine Dante para robar una fotografía de Rita Hayworth caracterizada
de Gilda, una película que él aún no había podido ver. Por la noche, al
acostarse, miraba la fotografía y le imploraba a Rita que lo ayudara a
conseguir el trabajo.
Y al tercer día
su vecino le gritó desde el patio:
-
Carlitos, teléfono para vos.
Frattini corrió
más rápido que nunca. Una voz femenina, bondadosa como un ángel de la guarda,
le anunció:
-
Quedaste seleccionado entre treinta chicos. ¿Podés
venir?
Una hora más
tarde Frattini estaba en la puerta de la tienda. Esta vez lo hicieron pasar al
cuarto donde las empleadas cocían las terminaciones de las prendas. La encargada
que lo había hecho la entrevista lo guiaba por el salón y señalaba a las
mujeres. Algunas eran de la edad de Mirtha, otras incluso eran mayores, pero otras
eran jóvenes, hermosas, y le sonreían.
-
Acá se terminan los detalles de las prendas que
se confeccionan en el taller.
Frattini
asentía. Estaba tan contento que si la mujer le hubiera dicho que su trabajo
consistía en limpiar el piso con la lengua, también lo hubiese aceptado. En un
extremo del salón de costura había una puerta que daba a la pequeñísima oficina
que, según la encargada, estaba destinada al cadete.
Al fin, la mujer
se detuvo frente a otra puerta y dijo:
-
Ahora vas a conocer a la dueña de todo esto. Para
vos es la Señora Alicia.
La señora Alicia
estaba sentada en un cómodo sillón de cuero, junto a un escritorio repleto de
papeles, muestras de tela y dos teléfonos de color negro. Vestía como las
mujeres del cine, aunque la ropa fina y el maquillaje no alcanzaban a esconder las
arrugas de su rostro. Lo recibió con una mirada dura, y Frattini sólo atinó a
bajar la vista.
Antes de hablar,
la encargada le apoyó una mano en el hombro. Después dijo:
-
Señora Alicia, él es el chico que elegimos como
cadete. Se llama Carlos Frattini.
-
¿Es mudo?
Frattini alzó la
vista. Alicia festejaba su propio chiste con una sonrisa.
-
Gracias por darme el trabajo. No se va a arrepentir
– dijo Frattini.
-
Eso lo vamos a ver más adelante. Como cadete,
vas a encargarte de llevar y traer las prendas desde esta tienda hasta los
talleres de la calle Paraguay.
Alicia dejó de
hablar para escribir una nota escueta en uno de los anotadores que tenía sobre
el escritorio. Después de firmarla, arrancó la nota del cuaderno y se la tendió
a Frattini.
-
Mañana presentate en esta dirección. Preguntá
por Amalia, ella te va a explicar el trabajo.
Cuando él
asintió en silencio, Alicia lo miró con curiosidad.
-
¿Sabés cómo llegar?
-
No, pero pregunto, no se preocupe.
El gesto sumiso
de Frattini parecía haberla emblandecido lo suficiente, al menos, como para
tratarlo con mayor benevolencia.
-
Tenés que tomar el tranvía que va por la calle
Paraguay. Ida y vuelta el mismo camino. Nosotros te pagamos el pasaje.
-
Gracias. Gracias por todo.
-
De nada – dijo la mujer y, tomando el tubo de
uno de los teléfonos, dio por terminada la entrevista.
Empezó a
trabajar al día siguiente. Su tarea consistía en esperar en su oficina hasta
que alguien lo llamaba por teléfono y le pedía que fuera a retirar las prendas
al taller de la calle Paraguay. Entonces él cruzaba a paso lento el salón donde
estaban las costureras, para prolongar las miradas de las mujeres el mayor
tiempo posible. Les sonreía a todas, y todas sentían adoración por él, por su
predisposición, por sus modales inexplicablemente finos para el muchacho de
conventillo que era. Algunas hasta se animaban a contarle sus desventuras
amorosas, y otras se le insinuaban entre risas.
Después salía a
la calle y tomaba el tranvía. En el taller recogía las prendas envueltas en
papel madera y luego, al subirse al tranvía para hacer el viaje de regreso, se
ubicaba junto al conductor para evitar que las ropas se arrugaran con el amontonamiento
de pasajeros. Frattini disfrutaba del viaje, de sus responsabilidades de
cadete, de la calle, de todo. Los viajes en tranvía le recordaban la época en
que se colgaba de los vagones para vender diarios, aunque, Frattini lo sabía,
las cosas habían cambiado bastante desde entonces: ahora llevaba pantalones
largos, una camisa impecable y hasta usaba agua de colonia.
Incluso su padre
había dejado de pegarle. No porque se sintiera satisfecho, sino porque el
trabajo mantenía a su hijo fuera de casa. Mirtha y las nenas, en cambio,
estaban orgullosas de él. Mirtha se encargaba de plancharle la ropa, de
remendar los pantalones y cuidar cada detalle de su vestuario.
Los cambios de
aquel año, 1946, no sólo afectaron a Frattini: toda Buenos Aires había comenzado
a mejorar. Frattini podía notarlo en los camiones que se detenían a las puertas
de los conventillos, cargados de colchones, calentadores a gas, mantas y
juguetes. A diferencia de los años anteriores, durante el día no se veían
hombres en el patio del conventillo: todos, hasta el menos laborioso, habían
conseguido trabajo. Algunos vecinos, además de afiliarse al Partido, habían
colgado unas fotografías de Perón en el patio, y una de las ancianas, que había
recibido colchones para sus hijos, siempre mantenía una vela encendida frente a
la foto del General y Eva, su mujer.
Frattini
contemplaba todo esto a la distancia, como quien se alegra de que un amigo haya
conquistado a una mujer hermosa. Estaba demasiado ocupado con su vida como para
preocuparse por la de los demás. El trabajo iba bien, tan bien que si la dueña
de la tienda debía llevar cosas pesadas a su casa, sólo aceptaba que la
acompañara él. Frattini pudo comprobar la sorpresa que esto causaba en las
demás empleadas en boca de la mismísima encargada:
-
En treinta años que llevo acá, sos el primer
empleado que la dueña llevó a la casa.
No podía pedir
más. Si hasta tenía tiempo libre para mantener su pasión por las escaleras y
los sifones… Ahora, además de los edificios que “limpiaba” en La Boca, también
hurgaba bajo los sifones de los edificios del centro cercanos a la oficina.
A su regreso de
las vacaciones, en marzo de 1947, Alicia lo llamó a su oficina.
-
Estoy muy contenta con vos. Por eso quiero que a
partir de ahora te dediques a la parte de contaduría de la empresa. Vas a
llegar lejos, Frattini.
Así fue que, a poco
menos de un año de haber comenzado a trabajar, logró su primer ascenso. De
pronto pasaba el día sentado en una oficina confortable, registrando las
compras y ventas de la tienda en los libros contables.
A Frattini sus
nuevas funciones le permitieron un horario más laxo. Entraba a las nueve de la
mañana y trabajaba hasta la una. Aprovechaba el tiempo libre para almorzar en
algún restaurante del Centro y luego vagaba por las calles hasta las tres, hora
en que debía volver a la oficina. Siempre atento a los movimientos de la calle,
Frattini aprovechaba que a esa hora los porteros de los edificios dormían la
siesta para entrar y recorrer las escaleras en busca del dinero de los sifones.
Después se metía en un cine y, a la distancia, bien vestido y perfumado, se
dedicaba a contemplar la belleza de Rita Hayworth y a soñar.
6
El primer día del
otoño de 1947, un martes demasiado ventoso, después de almorzar Frattini se
coló en un edificio que tenía las puertas abiertas y robó todas las monedas que
encontró junto a los sifones y botellas de leche. Al salir a la calle, le preguntó
la hora a una mujer que entraba al edificio: aún le quedaba tiempo para ver una
película antes de regresar al trabajo.
Como en el
último mes había visto Gilda una decena de veces, ese día se dirigió a un cine
de Lavalle con la intensión de ver una película de cowboys. Pero al ver las
fotografías de Rita Hayworth que colgaban de los escaparates se olvidó de todo:
siempre que la veía le pasaba lo mismo, se quedaba en blanco, hipnotizado, y la
gente que pasaba por la vereda debía esquivarlo para poder pasar.
De pronto alguien
lo tomó del brazo y lo trajo a la realidad.
-
Carlitos, qué alegría.
A Frattini le
costó salir del ensueño.
-
Tano – dijo, algo incrédulo por la casualidad
del encuentro, y también porque le costaba relacionar al chico rapado con
uniforme de reformatorio que él recordaba con ese muchacho corpulento, de
cabellos rubios, zapatos lustrados, traje cruzado y camisa blanca que ahora lo
abrazaba con alegría.
-
¿Qué hacés?
-
Trabajo acá cerca, ¿y vos? – respondió Frattini.
Franco miraba
para todos lados como si estuviera huyendo de algo o de alguien.
-
Yo también. Vení, vamos a dar una vuelta.
Frattini le
dedicó una última mirada a Rita Hayworth y echó a andar detrás de Franco, que
ya se alejaba en dirección al Bajo. En la calle Reconquista, a unos metros de
donde ellos caminaban, un Ford azul último modelo se detuvo junto al cordón.
Franco volvió a tomarlo del brazo, pero esta vez le habló al oído:
-
Esperá.
Mientras tanto,
la puerta del Ford se abría para darle paso a una mujer alta, de rubios
cabellos ensortijados, que llevaba pendientes, pulsera y cadena de oro como
adornos, y un vestido floreado que exhibía sus pechos como las macetas de un
balcón. Tenía las manos ocupadas con bolsas de tiendas que sólo se veían en el
Centro. Con un golpe de su cadera torneada, un movimiento que Frattini disfrutó
en silencio, la mujer cerró la puerta y se echó a andar. Los dos muchachos la vieron
cruzar la calle, extasiados. Frattini lamentó que se alejara perdiéndose en los
pasillos de una galería. Franco, en cambio, parecía estar esperando justamente eso.
-
Vení conmigo – dijo y cruzó la calle en
dirección al auto.
Frattini lo siguió,
como lo había seguido años atrás para fugarse del reformatorio. Al llegar junto
al Ford estacionado, Franco miró en todas direcciones. Después abrió la puerta
y tomó la cartera que la mujer había dejado sobre el asiento del acompañante. Franco
cerró la puerta del Ford y empezó a caminar.
-
Ahora nos vamos caminando tranquilamente, sin
correr.
Se alejaron con la
serenidad de dos monaguillos en dirección a la avenida Corrientes: dos
muchachos apuestos, bien vestidos, tan civilizados que seguramente habían encontrado
ese bolso de mujer y ahora iban a devolvérselo a su dueña.
Entraron a un
bar. Franco abrió la cartera debajo de la mesa para que nadie lo viera. Con una
mirada rápida y rápidos movimientos de manos, retiró un fajo de billetes, lo
dividió en dos y le entregó la mitad a Frattini.
-
Tomá tu parte – dijo.
-
¿Para mí? – preguntó Frattini, agradecido.
Franco acababa
de darle una suma que equivalía a la mitad de su sueldo. Pero eso no era todo,
a Franco le brillaban los ojos:
-
Están las llaves de la casa y el documento con
la dirección, también.
Frattini lo
miró, esperando que continuara.
-
Dejemos pasar unos días… la semana que viene
vamos a la casa y entramos. ¿qué te parece?
La semana
siguiente, a la hora del almuerzo Frattini se dirigió al bar de la Avenida
Corrientes donde lo esperaba Franco. Su amigo estaba nervioso, y no dejaba de
hablar.
-
Es la primera vez que voy a entrar a un
departamento.
-
¿La primera vez?
-
Sí, y este hecho va a ser algo muy grande.
Él también
estaba nervioso; aquel “hecho”, como lo llamaba Franco, era muy distinto y
mucho más peligroso que robar el dinero de los sifones. Esperaron hasta las dos
para asegurarse de que el portero del edificio estuviera durmiendo la siesta.
Entonces pagaron los dos cafés que apenas si habían probado por culpa de los
nervios, y salieron a la calle.
El edificio de
la mujer del Ford parecía un monumento a la riqueza porteña: la fachada y los
escalones estaban recubiertos de mármol blanco y negro, y la puerta de calle
era de hierro con detalles de bronce incrustados. El portero no estaba, y a esa
hora tampoco se veían vecinos en la calle ni en el hall de entrada.
Con los nervios
mal disimulados, Franco tomó el llavero de su bolsillo e introdujo una de las
tres llaves dentro de la cerradura. Frattini contenía el aliento, Franco
probaba con todas las llaves. Cuando vio que la puerta cedía, sintió una
alegría casi infantil. Franco también parecía divertirse:
-
Después de usted, señor Frattini.
La mujer del
Ford vivía en el cuarto piso, y ellos tomaron el ascensor sin pensar en los
peligros que podrían esperarlos arriba. Al llegar a la puerta del departamento,
Franco tocó timbre para asegurarse de que estaba vacío. Esperaron durante unos
minutos, ocultos a un lado y otro de la puerta, pero nadie salió.
Sólo entonces
volvieron al trabajo.
La puerta tenía
dos cerraduras. Franco tomó el llavero e introdujo una llave en el tambor
superior. Con un leve movimiento de su muñeca, hizo girar la llave. Él y
Frattini se miraron. Luego, Franco se encargó de la segunda cerradura. Esta vez
tuvo que exigirse un poco más, no porque fuera la llave equivocada, sino porque
debía abrir sin hacer el menor ruido que despertara la atención de los demás
vecinos. Al fin, apoyó una mano sobre el picaporte de la puerta, e hizo girar
la llave con la delicadeza de un cirujano.
Y la puerta se
abrió.
Si la fachada
del edificio le había resultado lujosa, el interior del departamento a Frattini
terminó de encandilarlo: un comedor enorme, cuadros con motivos de caza que
colgaban de las paredes empapeladas, una araña de cristal que pendía del techo,
muebles de madera lustrados, colmados de piezas de plata y porcelana, alfombras
tejidas que decoraban el piso… sólo faltaba Rita Hayworth acostada en un sillón.
Franco, menos
contemplativo y más práctico, ya había empezado a recorrer las habitaciones del
departamento en busca del cuarto de los mayores. Al abrir la tercera puerta,
gritó:
-
Es acá, Carlitos.
Frattini dejó de
lado su fascinación para ponerse en movimiento: entró al cuarto donde estaba
Franco y lo ayudó a buscar objetos de valor en los cajones de los muebles. En
la mesa de noche, recogió un reloj y una cadena de oro; en un cajón del ropero,
un sobre con dinero y un broche de corbata de oro con piedras que brillaban.
Eran diamantes, aunque eso lo sabría más tarde. Dobladas en perchas, en el
ropero había docenas de corbatas de seda con distintos motivos y colores. Frattini
eligió las que más le gustaban y se las guardó en los bolsillos, con las
alhajas. Para entonces Franco ya tenía los bolsillos llenos de anillos, cadenas
y pendientes de oro.
Con la obsesión
de dos continuistas cinematográficos, se encargaron de dejar todo acomodado tal
cual lo habían encontrado al llegar. Al fin intercambiaron una breve sonrisa de
triunfo, salieron del departamento y cerraron la puerta con las dos llaves. Salvo
por los objetos que faltaban, la mujer del Ford azul nunca podría darse cuenta
de que en la casa habían entrado ladrones. Frattini y Franco estaban
pletóricos, demasiado excitados como para esperar el ascensor. Se lanzaron
escaleras abajo, bajando los escalones de dos en dos. El tintineo de las joyas
en su bolsillo era música para los oídos de Frattini.
Cuando salieron
a la calle, Franco propuso ir a un bar para evaluar el botín. Sentados a una
mesa, con dos cafés como disfraz de clientes inofensivos, cada uno se dedicó a
mirar el contenido de sus propios bolsillos. Demasiado oro, demasiado dinero.
Dividieron los billetes, mitad para cada uno. Frattini creía que harían lo
mismo con las joyas, pero entonces Franco dijo:
-
Hay que reducir las alhajas.
-
¿Reducir?
-
Venderlas.
-
¿Dónde?
-
En la calle Libertad, yo conozco un reduce que
compra oro robado sin hacer preguntas.
A pocos metros
del edificio de Tribunales, símbolo de la legalidad y la ilegalidad argentina,
la calle Libertad era un mundo paralelo de joyas, relojes y estafadores
encubiertos. La joyería que ellos buscaban estaba en la esquina de Tucumán. Dentro,
una mujer atendía a dos ancianas. El hombre que estaba detrás del mostrador los
recibió con una mueca incómoda. Sin embargo, cuando los hizo pasar al cuarto
posterior del local, el tipo sonrió con cordialidad.
-
¿Qué trajiste, Tanito?
-
Algunas cosas.
Franco y
Frattini vaciaron sus bolsillos sobre una mesa. El hombre primero contempló las
joyas con indiferencia, y luego se detuvo a mirar cada una de ellas con una
pequeña lupa, en especial el broche de corbata con diamantes que había robado
Frattini. El reduce, así lo había llamado Franco, gesticulaba con exageración
para quitarle valor a las alhajas. Al fin, pesó el oro y les dio un precio
estipulado. Ellos lo aceptaron, no estaban en condiciones de exigir nada.
Dividieron el dinero allí mismo.
Tres meses de
sueldo en apenas una hora.
Frattini no salía
de su asombro.
Ya en la calle, vio
que eran las tres y media de la tarde; debería haber regresado a la tienda
hacía más de media hora… Tenía que apurarse, pensar una buena excusa. Sin
embargo no estaba preocupado: el fajo de billetes en su bolsillo le provocaba
una felicidad inmensa que no se podía empañar ni con el peor castigo de su
jefa.
-
Es más lindo que trabajar o robar sifones, ¿no?
– dijo Franco.
Frattini soltó
una carcajada sincera.
-
Qué te parece…
-
¿Entonces nos vemos mañana?
-
A la una, en el mismo lugar – contestó Frattini.
7
Al día
siguiente, cuando llegó la hora del almuerzo, Frattini salió de Marilú y fue a
encontrarse con Franco. Se saludaron enérgicamente, y Franco agitó el llavero
de la mujer del Ford delante de los ojos de Frattini.
-
¿Por dónde empezamos, Tano?
-
Primero vamos a ver a San Pedro – dijo Franco.
Se dirigieron a
una cerrajería del centro. Mientras esperaban que el cerrajero duplicara el
llavero completo, se dedicaron a observar los cientos de llaves expuestas a la
vista sobre un panel de aglomerado, detrás del mostrador. La metáfora del Tano
había sido perfecta: aquel hombre que ahora le sacaba chispas al metal sobre un
torno, tenía las llaves del paraíso.
Al fin, el
hombre les entregó dos juegos de llaves. Frattini se guardó el suyo en un
bolsillo, y Franco hizo lo mismo. Salieron a la calle. Frattini miró los
edificios que se alzaban hacia el cielo de Buenos Aires. Para entonces había
comprendido que el robo de monedas de los sifones se había terminado para
siempre. Como su infancia.
Caminaron hasta
la avenida Callao en busca de una puerta abierta. La encontraron poco antes de
llegar a la calle Paraguay: un edificio de cuatro pisos con puerta de hierro y
escaleras de mármol rosado. Se detuvieron en la puerta durante unos pocos
segundos, que les bastaron para comprobar que el hall de entrada estaba vacío.
Entraron y llamaron el ascensor. Mientras lo esperaban, Frattini acarició las
llaves dentro del bolsillo derecho de sus pantalones.
Subieron hasta
el último piso conteniendo la respiración, no por temor, sino para concentrar
todos sus sentidos en los sonidos que podrían alertarlos de la presencia de
vecinos.
Cuando el
ascensor se detuvo, salieron y miraron a ambos lados del pasillo. Había dos
puertas, y eso significaba sólo una cosa: los departamentos debían ser amplios,
vastos semipisos de gente de dinero. Lentamente, se acercaron a una de las
puertas. Mientras el Tano tocaba el timbre, Frattini miraba por el ojo de la
cerradura tratando de descubrir algún movimiento dentro de la casa.
-
No hay nadie – dijo.
-
Perfecto – celebró el Tano, y preguntó: - ¿Abrís
vos o abro yo?
-
Dejame a mí.
Con cuidado,
Frattini retiró las llaves de su bolsillo. Por aquella época todas las
cerraduras se abrían con tan sólo unas pocas clases de llaves, así que podían
darse cuenta a simple vista si las que ellos tenían eran las apropiadas. Y lo
eran. Frattini eligió una que calzaba justo en el ojo de la cerradura.
Sostuvo el
picaporte con fuerza y, con los ojos cerrados, giró la llave para ambos lados. Cuando
la puerta se abrió Frattini sintió una extraña felicidad.
-
Bien, Carlitos – dijo Franco, que ya se había
lanzado dentro del departamento.
En menos de diez
minutos revisaron los cajones de las mesas de noche del cuarto de los adultos,
los placares y la cómoda. Entre corpiños, calzoncillos y bombachas encontraron
un alhajero con pendientes, cadenas y pulseras, y broches de corbata y relojes
de oro que seguramente los dueños de casa guardaban para exhibir sólo en las fiestas
más importantes.
Frattini y el
Tano ocultaron el botín en sus bolsillos, volvieron a acomodar todo tal cual lo
habían encontrado, salieron y cerraron la puerta con llave.
-
Vámonos de acá – dijo el Tano.
-
Pará, probemos en otro piso – dijo Frattini.
-
No, vamos – insistió el Tano.
-
¿Tenés miedo, Tano?
Frattini bajó
las escaleras seguido de Franco y su orgullo herido.
En el cuarto
piso repitieron la escena, pero esta vez, cuando el Tano tocó timbre Frattini
sacudió las manos alertándolo de que había visto movimiento en la casa. Bajaron
las escaleras corriendo, saltando los escalones de tres en tres. La práctica
del fútbol le había servido de algo: Frattini tenía un estado atlético que al
Tano le costaba igualar.
En la calle, su
compañero le dijo:
-
Sos un idiota.
-
¿Por qué?
-
Hay que tener cuidado.
Entonces Franco
soltó una carcajada.
-
Te estoy jodiendo. ¿Ahora adónde vamos?
-
¿Avenida Santa Fe?
-
Perfecto.
En la avenida
Santa Fe se quedaron varios minutos contemplando los edificios. A Frattini le
llamó la atención uno altísimo, de más de veinte pisos. Entraron y subieron en
ascensor hasta arriba de todo. Cada piso tenía cinco departamentos pequeños. Y
cada departamento apenas si tenía unos billetes escondidos, un anillo, algún
que otro reloj. La altura del edificio los había engañado.
Ese día, cuando
visitaron a José, el reduce de la calle Libertad, y le entregaron todas las
joyas que habían robado, recibieron bastante dinero, que se sumaba a los
billetes que habían robado y que ya se habían repartido en un bar del Centro.
Se despidieron a
las cuatro de la tarde, y Frattini regresó a Marilú escondiendo su felicidad
detrás de una mueca de sometimiento para compensar su retraso.
A partir de ese
día, Frattini comenzó a dedicarse a sus dos trabajos. Para entonces los dos se
habían dado cuenta de que no valía la pena andar por la calle buscando gente
distraída y exponerse a los robos directos. Las joyas eran mejores que las
billeteras y que cualquiera de los bolsos que podían arrebatar a la vista de la
gente y de la policía. Preferían la intimidad de las escaleras, y el sonido de
las cerraduras que cedían como puertas estelares a mundos decorados con
brillantes y metales preciosos.
La primera vez
que descubrieron una caja fuerte, pasaron varios minutos tratando de abrirla.
Al fin, derrotados, se quedaron mudos ante ella.
-
Tiene que estar todo ahí adentro – dijo Frattini,
en un susurro.
-
Desconfiados de mierda – se burló el Tano,
soltando una carcajada.
-
Necesitamos herramientas – dijo Frattini,
pensativo.
Una semana más
tarde, regresaron al departamento de la avenida Libertador con una pinza, una
llave inglesa y varias ganzúas. En menos de diez minutos, lograron forzar la
cerradura y descubrieron una alhajero de cristal cargado de joyas, y tres enormes
fajos de billetes.
Además de joyas
y dinero, en los cajones de la gente podían encontrar cualquier cosa. Siempre
que encontraba cartas, Frattini se guardaba alguna. No porque pensara utilizar
los datos para realizar extorsiones, como le propuso Franco, sino porque le
gustaba leerlas. Cartas de amor, cartas familiares, cartas con largas
descripciones de relaciones sexuales y promesas lujuriosas que llegaban de
todas partes del mundo. Sin embargo, él prefería las cartas familiares donde
hermanos, padres, esposas e hijos se escribían con nostalgia, prometían futuros
reencuentros y se expresaban cariño en delgadas hojas de papel rayado.
La situación en
su casa había cambiado poco y nada. Sus hermanas crecían, Mirtha continuaba
representando su papel de madre ejemplar y esposa sometida, y los ojos de su
padre continuaban mirándolo con ferocidad. Sin embargo no había vuelto a golpearlo.
Tal vez se debiera a que casi no se veían: Frattini pasaba unas pocas horas en
la casa: iba sólo por la noche, para dormir. Y si, al verlo llegar, su padre se
incorporaba de la mesa en la que parecía estar amurado junto con la botella de
cerveza y los cigarrillos Brasil, y se quitaba el cinturón o agitaba los puños
anunciando una golpiza, Frattini se marchaba a dormir a una de las pensiones de
Constitución. Ni siquiera los progresos que mostraba Frattini habían logrado calmar
la furia del padre: a los quince años ya se había comprado un par de trajes hechos
a medidas, camisas y corbatas de variadas tonalidades, y unos zapatos que
brillaban hasta en los días de lluvia. Su aspecto humilde pero cuidado cautivaba
las miradas de todas sus vecinas, y podía elegir a cualquiera que quisiera
llevarse a la cama. Sin dudas, su suerte había mejorado.
Los vecinos
también mejoraban, pero a un ritmo mucho más lento que el joven Frattini. A
veces, al llegar o al marcharse del conventillo, él veía los camiones que traían
alimentos, juguetes, colchones y ropas que descargaban entre todos los vecinos.
Al pasar junto a ellos Frattini sonreía y repartía saludos y abrazos y se
marchaba al trabajo. A sus dos trabajos.
En Marilú nadie
sospechaba nada. Todos estaban contentos con él, tanto que poco después de
cumplir dieciséis años volvieron a ascenderlo. Lo trasladaron al subsuelo y lo
nombraron jefe de cadetes. Tenía tres muchachos a cargo, que debían entregar a
domicilio las prendas confeccionadas que compraban los clientes. Le aumentaron
el sueldo, era evidente que la dueña confiaba en él y valoraba su esfuerzo. Sin
embargo, el ascenso lo obligaba a pasar las horas encerrado entre rollos de
tela, dando órdenes y registrando los envíos en las planillas encerrado en un
agujero. Aburrido pero atento, pronto descubrió que las telas del subsuelo no
entraban en los inventarios, y que algunas de ellas costaban mucho dinero. Entonces
Frattini tuvo otra idea.
Un día, poco
antes del horario de salida, les dijo a los cadetes que podían irse unos
minutos antes, que él se encargaría de registrar en las planillas los últimos
envíos que habían realizado.
Cuando estuvo
solo, Frattini se quitó la ropa. Lentamente, tomó un rollo de casimir y se
envolvió el cuerpo con varios metros de aquella costosa tela. Luego volvió a
vestirse, disimulando los pliegues que la tela formaba bajo su camisa y sus
pantalones con un largo sobretodo que había llevado exclusivamente para eso.
Le costaba
caminar, pero sin embargo consiguió que nadie sospechara. Se despidió de las
demás empleadas con la misma sensual gentileza de siempre, y salió a la calle.
Fue directamente a ver a un sastre de La Boca, un judío polaco que usaba
bigotes engomados y que le había confeccionado los trajes que Frattini había
podido comprarse. Al ver la calidad de la tela el sastre pestañó, impresionado.
Ese gesto, imperceptible para cualquiera, a Frattini le demostró dos cosas: que
debía exigir una suma importante y que había encontrado otra forma sencilla de
ganar dinero.
Después de todo, aquello no era tan
distinto a contrabandear relojes en el puerto.
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