8
Franco no podía
entender que Frattini conservara su trabajo en la tienda.
- ¿Vas a volver?
– preguntaba cada vez que él, preocupado, consultaba el reloj.
-
Ya tendría que haber fichado hace un rato –
respondía Frattini sin mucho convencimiento.
A Frattini
también le resultaba difícil dejar los edificios.
-
Dale, un departamento más y te vas – lo seducía
el Tano.
Poco a poco, la
única puntualidad que comenzó a respetar era la de sus demoras. Algunos días,
incluso, ni siquiera regresaba después del almuerzo. No era sólo por el dinero
que Frattini prefería quedarse en las calles. La satisfacción de poder abrir
una cerradura era mucho más gratificante que la ambición de encontrar un alhajero.
Era como abrir las puertas que se le habían cerrado siempre. Y Frattini ya no estaba
dispuesto a quedarse afuera de nada.
Una tarde, al
regresar al conventillo, se encontró a su padre esperándolo en las escaleras de
la casa.
-
Te llegó esto – dijo, extendiéndole un papel con
una mano y lanzándole un golpe con la otra.
Frattini esquivó
el golpe y tomó el papel. Era la primera vez que veía un telegrama, y le
molestó que hubieran utilizado tan pocas palabras para darle semejante noticia.
Su padre se volvió y se dirigió a la casa. Antes de cerrarle la puerta en la
cara, dijo:
-
Arreglá tus asuntos o no vuelvas más.
Entonces
Frattini supo que había llegado el momento.
Al día
siguiente, después de darse una ducha en la pensión donde había pasado la
noche, se presentó en Marilú con su mejor cara de niño condenado. Esperó más de
una hora hasta que la dueña se desocupara y le permitiera entrar a la oficina.
Detrás del
escritorio, el rostro de la mujer lo recibió con una mueca de tristeza.
Frattini no tenía miedo, sólo vergüenza.
-
Alicia, perdóneme. Sé que me equivoqué - dijo.
La señora Alicia alzó las cejas.
-
Sí, y es lamentable. Demasiadas faltas,
descuidaste el trabajo.
Frattini dijo lo
que tenía que decir:
-
Deme otra oportunidad…
Y sus propias palabras
le sonaron falsas. No podía ni quería volver atrás.
-
Habías progresado, Carlitos, si hasta te llevé a
mi casa…
La señora Alicia lo miró con un gesto desesperado, como si hiciera tiempo
para permitirle inventar algo, salvarse con una promesa o un juramento. Pero
Frattini no dijo nada.
-
Es una pena, pero estás despedido.
-
Lo siento – dijo Frattini.
Se despidió de
todas las empleadas con afecto, casi con nostalgia. Alguna, incluso, al
estrecharle la mano le deslizó un pequeño papel con su nombre y un número
telefónico. Sólo por un momento Frattini sintió algo parecido, sino al
arrepentimiento, al menos a la duda. Temía haberse equivocado, estar desechando
la oportunidad de su vida… Pero al salir a la calle vio todo más claro: se
sentía ligero, como si se hubiera quitado un peso de encima.
Ese mismo día
alquiló una pieza en una pensión cerca de la plaza de Once. Ni siquiera fue al
conventillo a avisarle a su padre. Por la noche, se despertó a los gritos. Le
costó entender que había tenido una pesadilla, y notó que se estaba cubriendo
el rostro de unos golpes que ya no iba a recibir.
A la mañana
siguiente se dirigió a su casa sabiendo que su padre estaría trabajando. Mirtha
lo recibió angustiada, con las manos retorciendo el delantal. Frattini la besó,
y ella lo retuvo unos segundos entre sus brazos.
-
Vine a buscar la ropa – dijo.
Se alegró de que
Estela y Juana, sus hermanas mayores, estuvieran en la escuela. Ya bastante le
dolía ver cómo Francisca, la menor, lo miraba con tristeza mientras él metía su
ropa en una bolsa de arpillera.
Cuando terminó
de juntar todo, besó a Mirtha y a la niña diciendo:
-
No lloren. Voy a venir a visitarlas.
Nunca hubiera
imaginado que sentiría tristeza al marcharse de aquel lugar donde había sufrido
tanto. Sin embargo no pudo contener las lágrimas al ver a las mujeres que
conversaban junto a los piletones y a los niños que jugaban al fútbol en el
patio del conventillo. Salió a la calle cargando la bolsa de ropa, con la
respiración agitada y se echó a correr en dirección a Constitución, escapando
de sus propios fantasmas.
Ese día llegó al
restaurante media hora antes que Franco. Cuando el Tano entró se dio cuenta de
que algo había cambiado. Quizá porque Frattini estaba más serio que de
costumbre. Lo cierto es que al verlo llegar, Frattini le contó lo que le había
pasado.
Cuando terminó,
Franco le dio una palmada en el hombro, en parte para felicitarlo y otro tanto
porque estaba conmovido.
-
Tano, estas llaves ya no alcanzan – dijo
Frattini.
El Tano asintió.
El progreso del país se notaba tanto en la cantidad de joyas que encontraban
como en las nuevas cerraduras que protegían las puertas.
-
Hay que volver con San Pedro – dijo Frattini.
No almorzaron, pero
dejaron una generosa propina y se dirigieron a una cerrajería sin decirse nada.
Antes de que el cerrajero les preguntara algo, Frattini dijo:
-
Mi hermanito tiene que hacer un trabajo para la
escuela. Deme un kilo de llaves.
De pronto
Frattini había tomado el mando. Franco lo miró, asombrado. El cerrajero, en
cambio, lo miró con una sonrisa que demostraba que no eran los primeros
escruchantes que iban a verlo. En un bar, se dividieron las llaves en dos
juegos.
Cincuenta llaves
para cada uno de ellos, los mejores devotos de San Pedro.
9
Lo que había
empezado como un juego, desde entonces se convirtió en una profesión que no
permitía errores ni improvisaciones. Religiosamente, Frattini y el Tano se
encontraban todos los días a la una en la Churrasquita, un restaurante de la
calle Corrientes.
Almorzaban
mientras iban trazando el itinerario del día. Elegían las avenidas más
prestigiosas, donde las joyas parecían salir de debajo de los adoquines. Después
pagaban la cuenta, se despedían de los mozos y empezaban su día de trabajo.
Había pasado
todo un año desde de su primer “hecho”, y ahora pocas veces se equivocaban en
el edificio que elegían. Les bastaba echar un vistazo para decidir si valía la
pena entrar: lo sabían por la cantidad de timbres del tablero del portero
eléctrico, por el revestimiento de las paredes, por los detalles de bronce de
las puertas… Siempre se inclinaban por edificios de pocos pisos, cinco a lo
sumo, para que, en caso de tener que escapar de la policía o los vecinos, no
los separaran demasiados escalones de la puerta de calle. Además, ya habían
aprendido que los edificios que tenían más de tres departamentos y más de cinco
pisos eran conventillos de concreto, ratoneras que se alzaban al cielo en busca
del espacio que sus míseros propietarios no podían pagar sobre la tierra.
Cuando algún
edificio les llamaba la atención, se fijaban si las persianas estaban cerradas,
un detalle que certificaba la ausencia de los dueños. Distraídamente, mientras
caminaban hacia la puerta de calle iban buscando una Yale entre las llaves de
sus bolsillos. Si el hall estaba despejado, uno controlaba los movimientos de la
calle mientras el otro abría la puerta con un disimulo que ya no necesitaban
fingir.
Subían por el
ascensor hasta el último piso. Frattini observaba por el ojo de la cerradura,
el Tano llamaba a la puerta. Si alguien respondía al llamado, se lanzaban por
las escaleras saltando como canguros… eran tan rápidos que cuando la puerta del
departamento al que habían llamado se abría, ellos ya estaban en la calle. Pero
lo mejor era cuando nadie contestaba. Entonces, elegían una llave y abrían con
una facilidad que hasta a ellos mismos los asombraba. Si una puerta no abría,
regresaban días más tarde para rematar el trabajo. Eran aplicados, memoriosos, y
disfrutaban mucho lo que hacían. Cuando entraban a un departamento recorrían
los cuartos hasta encontrar el de los mayores. Buscaban los alhajeros y los
fajos de billetes que siempre estaban escondidos en los cajones de las mesas de
noche y los de esas cómodas que, en todos los casos, estaban rematadas por
inmensos espejos, como si todos aquellos ricachones tuvieran el mismo mal gusto
o no se les ocurrieran otras ideas para decorar sus habitaciones. Lo cierto es
que esa coincidencia les facilitaba el trabajo. Se guardaban todo en los
bolsillos y luego volvían a acomodar la ropa en su lugar. A veces descubrían a
los propietarios durmiendo la siesta con placidez. Entonces debían contener la
risa, y se retiraban en puntas de pie para no despertarlos. Deshacían sus pasos,
y cerraban la puerta de entrada y salían a la calle con cara de corderos
degollados.
Cuando los
porteros volvían a ubicarse en sus puestos de trabajo, custodiando las puertas con
los rostros hinchados por el descanso y el cabello húmedo, peinado a la
perfección, Frattini y el Tano los saludaban con los bolsillos repletos de
billetes y joyas de todos los tamaños. Mientras recuperaban las fuerzas en un
bar, tomaban un café y se repartían el dinero. Nunca miraban las joyas en
público, así que no podían saber con certeza el valor del botín hasta que no
las veían en lo del reduce. José era uno más de la banda: les pagaba cada vez
mejor, y les enseñaba que el oro blanco era muy difícil de identificar a simple
vista, y que el platino podía parecer plata pero valía varias veces su precio.
Gracias a José, si encontraban un engarce de platino en un anillo de oro,
tenían la certeza de que el brillante era de excelente calidad.
-
Porque si es buena, la piedra come el oro… – decía
José.
-
Y le ponen platino porque es mas duro… - respondían
ellos a duo, tratando de memorizar sus palabras.
Frattini
regresaba a la pensión al anochecer, cargado de dinero. Ni siquiera se
molestaba en esconderlo. Lo guardaba en los cajones, sabiendo que al día
siguiente ganaría lo mismo o el doble. Se desvestía y caía rendido sobre la
cama, con las piernas acalambradas de tanto caminar y correr.
Pero con un par
de horas de sueño recuperaba la vida. Calentaba agua y tomaba mate oyendo
música en la radio. Después se bañaba, se afeitaba y elegía uno de sus trajes
nuevos, una camisa, una corbata y los zapatos haciendo juego. Se vestía con una
dedicación casi femenina. Se perfumaba viéndose en el espejo, orgulloso de su
propia imagen reflejada, y volvía a perderse en la ciudad.
Cenaba en
restaurantes, iba al cine o al teatro cada día. Los fines de semana terminaba
la noche en un salón de baile. Bailaba bien, y lo disfrutaba tanto que apenas
dejaba la pista por unos instantes para beber una soda en la barra. Nunca
tomaba alcohol, había crecido abstemio con sólo observar a su padre.
Una noche
descubrió un escote prodigioso entre los pasos de baile mal sincronizados de
las parejas que ocupaban la pista. El tipo de frack que llevaba a la mujer era
mal bailarín, y por la formalidad con que la tomaba estaba claro que no era el
marido, el novio ni el amante. Ni siquiera el hermano. Lentamente, Frattini fue
conduciendo los giros de la rubia insulsa con la que bailaba hasta quedar a
unos pocos metros de distancia de aquella morocha que lo había deslumbrado. Al
fin, la canción terminó y él se apuró en cambiar de pareja. Su jugada pareció
molestarle sólo a la rubia; el bailarín de frack ni siquiera parecía haber
notado el cambio de pareja.
La mujer del
escote le sonrió, pero Frattini ya había comenzado a bailar. Bailaron hasta el
intervalo sin decirse una sola palabra. Después fueron a la barra, pidieron
bebidas y se presentaron. Se llamaba Leonor, y Frattini pensó que su nombre
sintonizaba con el dramatismo de su rostro pálido, apenas salpicado de pecas, y
esos profundos ojos negros que miraban todo con una tristeza desoladora. Se
notaba que era mayor que él, como la mayoría de la gente que estaba en esa
milonga. Sin embargo lo escuchaba, le sonreía y, cuando, tras un largo rodeo
cargado de indecisión, Frattini la invitó a dormir a su pieza, ella aceptó con otra
sonrisa.
Además de ser
hermosa, Leonor poseía una sinceridad que abrumaba. La misma noche en que se
conocieron le contó toda su vida. Provenía de una familia humilde del interior,
de una lejana provincia custodiada por altas montañas con las que Leonor soñaba
cada noche. Estaba sola en Buenos Aires. Trabajaba como secretaria en una
agencia de viajes que era propiedad de su amante, un tipo casado y con hijos
que hacía dos años que le venía prometiendo que dejaría todo para irse con
ella. Frattini comprendió el origen de su tristeza, y se animó a contarle los
malos recuerdos de su propia infancia. De su debilidad por las puertas no dijo
nada, y cuando ella le preguntó a qué se dedicaba él dijo que era cobrador de
deudores morosos.
Leonor se mudó a
la pieza de Frattini esa misma semana, con la condición de que cuando su amante
dejara a la mujer para casarse con ella, Frattini lo aceptaría sin hacer
planteos estúpidos. Él aceptó, como también aceptó su inexistencia: el amante
de Leonor no podía saber que vivían juntos. Siempre le había costado aceptar
las condiciones ajenas, pero esta vez lo hizo con satisfacción. Le gustaba esa
autoridad maternal con que Leonor lo trataba. Tenía veintitrés años, siete más
que él, y le hablaba como si hubiera vivido mil vidas.
Se convirtieron
no sólo en amantes, sino también en compañeros de espera. Ella aguardaba el
momento en que su amante cumpliera su promesa, él que el próximo robo al fin lo
convirtiera en millonario. Vivían juntos dos vidas paralelas que apenas se
cruzaban en la cama y, luego, por la noche, cuando el amante de Leonor cenaba
rodeado de su familia y los edificios de Frattini estaban ocupados por sus
dueños, ellos dos salían a cenar a los mejores restaurantes, iban al cine, a
bailar y a hoteles costosos que les permitían disfrutar de la espera. A
Frattini le costaba aceptar el mísero destino que había aceptado su hermosa
compañera: resignada a las sombras, prostituta solapada por un puesto de
secretaria, dejaba que su vida transcurriera por los lugares que decidían
otros. Él nunca hubiera aceptado
semejante destino.
Cada día, Leonor
se marchaba a trabajar y él se quedaba en la cama hasta el mediodía. Después se
bañaba y se vestía para ir a encontrarse con Franco. La sociedad que formaban con
el Tano era casi perfecta: se entendían con sólo mirarse, se divertían, se
llenaban los bolsillos y progresaban cada uno a su modo. Sin embargo, había cierta
temeridad, cierta prepotencia en su compañero que a Frattini lo preocupaba. Un
día, mientras almorzaban antes de salir a trabajar, el Tano se abrió brevemente
el saco para mostrarle el mango de la pistola que llevaba sujeta al cinturón.
Frattini se quedó en silencio mientras el Tano sonreía. Al fin, rompiendo la
sonrisa de su compañero con un gesto serio, casi enojado, dijo:
-
Tano, el arma es para usarla.
-
No, es para asustar… - dijo Franco.
-
No. Si salís con un arma, tarde o temprano la vas a
usar. Y yo no quiero armas. Ni ahora ni nunca – dijo Frattini.
Franco lo miró largamente, tratando de adivinar por qué reaccionaba así
frente a una pistola. Sólo Frattini podía saberlo: a sus diecisiete años ya
había vivido entre tanta violencia como para llenar un par de vidas.
-
Si nos quiere parar la cana nos puede servir… - dijo el
Tano.
Frattini partió el aire con una mano, sin dejar lugar a las confusiones:
-
Si nos para la cana vamos adentro. Prefiero entrar a la
cárcel como ladrón y no escaparme como un asesino.
El Tano resopló, aburrido. Frattini se acodó en la mesa y acercó el
rostro para que su compañero comprendiera que no lo estaba aconsejando. Todo lo
contrario: le estaba haciendo una advertencia.
-
Yo no salgo con armas. Si no la dejás, no volvés a
salir conmigo – dijo.
Franco asintió, pero no pudo esconder la furia de sus ojos.
Frattini regresaba
a la pensión cuando caía la tarde. Le gustaba abrir la puerta de la pieza y
encontrar a Leonor en ropa interior, pintándose las uñas o arreglando la ropa
del armario. Cuando alguna joya lo deslumbraba, le pagaba la mitad a Franco y
la conservaba para regalársela a ella. Las joyas tenían el poder de borrar la
tristeza de sus ojos negros al menos durante unas horas. Leonor siempre le
preguntaba de dónde la había sacado, y Frattini la besaba y le decía que le
había tocado visitar a un deudor que era joyero. Aquellas explicaciones
ridículas bastaban para adormecer su desconfianza, y siempre la hacían sonreír.
Después se colocaba el collar de perlas, el anillo de diamantes o el reloj
pulsera de oro y caminaba desnuda por la pieza, exhibiendo el regalo y unos
senos dignos de las mejores joyas.
10
Una vez por
semana, Frattini volvía a visitar a sus hermanas y a Mirtha al conventillo de
La Boca. Ellas lo felicitaban por su atuendo refinado, y gritaban como locas
ante los obsequios que les hacía. Festejaban hasta los pendientes de alpaca que
tanto despreciaba el reduce. A él le gustaba verlas, escuchar sus voces
chillonas y sentir sus besos en la cara. Mirtha era tan observadora como
paciente. Aceptaba el dinero y los regalos diciendo:
-
Carlitos, Carlitos… ¿en qué estás metido?
-
En nada, mamá. Estoy bien, no te preocupes – repetía
Frattini, y se marchaba antes de que su padre regresara del trabajo.
Con el correr de
los meses, Leonor también comenzó a impacientarse por la cantidad de regalos
que Frattini le hacía. Había comprendido todo, pero lo curioso era que no
hiciera preguntas. Se limitaba a preocuparse, como una tía cariñosa:
-
Carlitos, vos sos un buen chico… conseguite un trabajo
serio.
Frattini no le
contestaba. Le gustaba que ella lo cuidase, pero no soportaba que le dijera qué
hacer. Eso no era parte del trato.
-
Tenés que largar esto… - repetía ella.
Nunca, pensaba Frattini.
Tenía dinero en el bolsillo, en los cajones, guardaba joyas que valían una
fortuna y estaba viviendo una aventura con aquella hermosa mujer que lo
cuidaba.
Era 1948, y la
década que había comenzado con hambre y pobreza, terminaba con una Argentina
esplendorosa. No hacía falta ser un científico para darse cuenta: lo sabía
hasta Frattini, que por entonces juntaba medio kilo de oro por día. En la
calle, mientras buscaban los edificios adecuados, Franco lo golpeaba en la
espalda para señalarle a los peatones: cualquier mequetrefe llevaba un reloj de
bolsillo con cadena de oro y anillos que brillaban en las manos rugosas de
obreros y empleados. Franco no había vuelto a insistir con salir armado, pero
Frattini se había enterado de que lo hacía cuando no trabajaban juntos. Incluso
en la calle, al Tano le costaba seguir caminando y no echarse sobre los
collares y las cadenas que la gente
llevaba al cuello.
Un claro día de
abril, entraron a un pequeño edificio de la avenida Las Heras, sin ascensor. El
lujo era tal que en cada uno de los descansos de la escalera había un sillón de
madera lustrada y almohadones de seda. Mientras subían, Frattini pensó en
llevarse un par de almohadones para regalárselos a Leonor. Después de que él se
aseguró de que no había nadie, el Tano se encargó de abrir la puerta del único
departamento del cuarto piso.
El departamento
era amplio y estaba tan bien decorado que parecía un depósito de obras de arte.
Rostros en blanco y negro de antiguos patriotas criollos reposaban colgados
sobre las paredes recubiertas de madera, como si fueran los eternos guardianes
de aquellos platos dibujados con letras chinas, de aquellas colecciones de
espadas y machetes de plata, y de los cientos de libros encuadernados en piel
de varios colores que abarrotaban las bibliotecas empotradas en las paredes.
Había decenas de puertas, y se dividieron la búsqueda sin necesidad de
acordarlo.
En el primer
cuarto, Frattini encontró un buen fajo de billetes escondidos en una caja de
herramientas. Los escondites de la gente eran absurdos. Después, la enormidad
de la casa lo obligó a deambular por cuartos abandonados, preparados para la
llegada de un huésped que parecía llevar años de demora. Fue entonces que
escuchó a Franco gritar:
-
Esto es un fangote.
Sus pasos fueron
tan silenciosos que su compañero no lo oyó llegar, y pudo ver que Franco se
escondía un enorme paquete de joyas en el bolsillo. Sin decir nada, Frattini deshizo
sus pasos para ubicarse fuera del cuarto. Desde allí, con una normalidad a prueba
de detectores de mentira, dijo:
-
Entonces vamos, Tano.
Franco salió del
cuarto.
-
¿Y las joyas? – preguntó Frattini.
-
Acá están.
Franco le enseñó
un alhajero mucho más pequeño que el paquete que se había guardado.
-
Perfecto – dijo Frattini.
Se dirigieron a un bar de la avenida Pueyrredón para hacer la repartija.
Allí Frattini dividió el dinero que había encontrado y le entregó la mitad a
Franco. El Tano había sacado un par de pendientes, un reloj y una cadena de oro
de sus bolsillos.
Frattini volvió a darle la oportunidad de redimirse:
-
¿No había nada más?
-
No – respondió el Tano.
Pagaron y se marcharon en dirección a la calle Libertad. Luego de que
José les hubiera pagado las joyas, Franco los saludó a los dos y se marchó más
rápido que de costumbre. Frattini lo despidió con la misma cordialidad de
siempre, pero cuando se quedaron solos, le dijo al reduce:
-
Si este viene mañana o pasado a venderte oro, avisame.
-
Lo que vos digas.
Los dos días siguientes Frattini no salió a trabajar. Al tercer día, se
presentó en la joyería de José a primera hora de la mañana.
-
¿Y?
-
Vino a vender una pulsera de treinta y siete kilates,
un anillo y un diamante de diez puntos – contestó el reduce, haciendo un inventario
de las traiciones de Franco.
-
Gracias – respondió Frattini, con sequedad.
A la una, cuando el Tano llegó a la Churrasquita, Frattini ya había
almorzado. Franco supo que algo pasaba: nunca empezaban a comer si no había
llegado el otro.
Se saludaron con una tensa amabilidad.
Franco se sentó, llamó al mozo y le pidió la comida. Cuando el mozo se
marchó, Frattini dijo:
-
Me parece que el otro día me cagaste con la mercadería,
Tano.
Franco no dijo
nada. Y eso a Frattini le demostró dos cosas: que Franco era culpable y que él
debía buscarse un nuevo compañero.
-
Vamos a dejarlo acá – continuó Frattini – Desde ahora,
cada uno por su lado.
Franco no habló,
se limitó a consentir con su silencio. Frattini llamó al mozo, pagó la cuenta
de los dos y se marchó sin decir nada. No estaba furioso: lamentaba profundamente
que aquella exitosa sociedad hubiera llegado a su fin de esa manera.
Pasó una semana
encerrado en su pieza. Cuando Leonor se marchaba a trabajar, él permanecía en
la cama mirando el llavero, como si esperara que las llaves le dijeran lo que
debía hacer. Leonor tampoco atravesaba su mejor momento. Ya casi no hablaban, y
hacía varias semanas que habían dejado de salir por la noche, como si la felicidad
y esplendor se hubieran esfumado por completo.
Poco a poco Frattini
se fue gastando el dinero que había juntado hasta entonces. No tenía más
alternativas que volver a trabajar, pero algo lo retenía y no lo dejaba salir a
las calles.
Un día Leonor
llegó del trabajo con el rostro cubierto de lágrimas. Lloraba con una
desolación infantil, como si el mundo se hubiera caído sobre ella hasta
aplastarla. Frattini se incorporó de la cama. Aún estaba en calzoncillos, y al
abrazar a Leonor pensó que nunca podría detener la tristeza que brotaba de
aquellos ojos negros. Le preguntó qué le pasaba, y ella se cubrió el rostro
para ocultar su frustración, su vergüenza.
-
La mujer está embarazada. Va a tener a su tercer hijo –
dijo, con la voz entrecortada.
Por primera vez,
Leonor comprendió que la posibilidad de que su amante dejara a su mujer era una
absurda quimera. Durmieron abrazados todo aquel día, sin besarse, sin amarse,
compartiendo el dolor.
Al día
siguiente, cuando Frattini despertó, Leonor estaba metiendo su ropa en una
valija. La observó en silencio, recordando el puerto de La Boca y los buques que
se alejaban hacia el horizonte. Después de cerrar la valija, Leonor se sentó en
la cama junto a él.
Ella extendió
una mano cálida, y deslizó sus dedos por entre los cabellos de Frattini, que la
miraba en silencio.
-
Me vuelvo a mi pueblo – dijo Leonor -, acá ya no tengo
que esperar nada.
En aquel
momento, si Frattini le prometía buscar un trabajo digno y le ofrecía una
relación con garantías, tal vez Leonor hubiese decidido otra cosa.
Pero Frattini se
limitó a mirarla con un gesto ausente.
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