Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

domingo, 22 de marzo de 2020

Lecturas de cuarentena: Un caballero en el purgatorio. Capítulos 8, 9 y 10.



8

Franco no podía entender que Frattini conservara su trabajo en la tienda.
- ¿Vas a volver? – preguntaba cada vez que él, preocupado, consultaba el reloj.
-        Ya tendría que haber fichado hace un rato – respondía Frattini sin mucho convencimiento.
A Frattini también le resultaba difícil dejar los edificios. 
-        Dale, un departamento más y te vas – lo seducía el Tano.
Poco a poco, la única puntualidad que comenzó a respetar era la de sus demoras. Algunos días, incluso, ni siquiera regresaba después del almuerzo. No era sólo por el dinero que Frattini prefería quedarse en las calles. La satisfacción de poder abrir una cerradura era mucho más gratificante que la ambición de encontrar un alhajero. Era como abrir las puertas que se le habían cerrado siempre. Y Frattini ya no estaba dispuesto a quedarse afuera de nada.   

Una tarde, al regresar al conventillo, se encontró a su padre esperándolo en las escaleras de la casa.
-        Te llegó esto – dijo, extendiéndole un papel con una mano y lanzándole un golpe con la otra.
Frattini esquivó el golpe y tomó el papel. Era la primera vez que veía un telegrama, y le molestó que hubieran utilizado tan pocas palabras para darle semejante noticia. Su padre se volvió y se dirigió a la casa. Antes de cerrarle la puerta en la cara, dijo:
-        Arreglá tus asuntos o no vuelvas más.
Entonces Frattini supo que había llegado el momento.
Al día siguiente, después de darse una ducha en la pensión donde había pasado la noche, se presentó en Marilú con su mejor cara de niño condenado. Esperó más de una hora hasta que la dueña se desocupara y le permitiera entrar a la oficina.
Detrás del escritorio, el rostro de la mujer lo recibió con una mueca de tristeza. Frattini no tenía miedo, sólo vergüenza.
-        Alicia, perdóneme. Sé que me equivoqué - dijo.
La señora Alicia alzó las cejas.
-        Sí, y es lamentable. Demasiadas faltas, descuidaste el trabajo.
Frattini dijo lo que tenía que decir:
-        Deme otra oportunidad…
Y sus propias palabras le sonaron falsas. No podía ni quería volver atrás.
-        Habías progresado, Carlitos, si hasta te llevé a mi casa…
La señora Alicia lo miró con un gesto desesperado, como si hiciera tiempo para permitirle inventar algo, salvarse con una promesa o un juramento. Pero Frattini no dijo nada.
-        Es una pena, pero estás despedido.
-        Lo siento – dijo Frattini.
Se despidió de todas las empleadas con afecto, casi con nostalgia. Alguna, incluso, al estrecharle la mano le deslizó un pequeño papel con su nombre y un número telefónico. Sólo por un momento Frattini sintió algo parecido, sino al arrepentimiento, al menos a la duda. Temía haberse equivocado, estar desechando la oportunidad de su vida… Pero al salir a la calle vio todo más claro: se sentía ligero, como si se hubiera quitado un peso de encima.
Ese mismo día alquiló una pieza en una pensión cerca de la plaza de Once. Ni siquiera fue al conventillo a avisarle a su padre. Por la noche, se despertó a los gritos. Le costó entender que había tenido una pesadilla, y notó que se estaba cubriendo el rostro de unos golpes que ya no iba a recibir.
A la mañana siguiente se dirigió a su casa sabiendo que su padre estaría trabajando. Mirtha lo recibió angustiada, con las manos retorciendo el delantal. Frattini la besó, y ella lo retuvo unos segundos entre sus brazos.
-        Vine a buscar la ropa – dijo.
Se alegró de que Estela y Juana, sus hermanas mayores, estuvieran en la escuela. Ya bastante le dolía ver cómo Francisca, la menor, lo miraba con tristeza mientras él metía su ropa en una bolsa de arpillera.
Cuando terminó de juntar todo, besó a Mirtha y a la niña diciendo:
-        No lloren. Voy a venir a visitarlas.
Nunca hubiera imaginado que sentiría tristeza al marcharse de aquel lugar donde había sufrido tanto. Sin embargo no pudo contener las lágrimas al ver a las mujeres que conversaban junto a los piletones y a los niños que jugaban al fútbol en el patio del conventillo. Salió a la calle cargando la bolsa de ropa, con la respiración agitada y se echó a correr en dirección a Constitución, escapando de sus propios fantasmas.

Ese día llegó al restaurante media hora antes que Franco. Cuando el Tano entró se dio cuenta de que algo había cambiado. Quizá porque Frattini estaba más serio que de costumbre. Lo cierto es que al verlo llegar, Frattini le contó lo que le había pasado.
Cuando terminó, Franco le dio una palmada en el hombro, en parte para felicitarlo y otro tanto porque estaba conmovido.  
-        Tano, estas llaves ya no alcanzan – dijo Frattini.  
El Tano asintió. El progreso del país se notaba tanto en la cantidad de joyas que encontraban como en las nuevas cerraduras que protegían las puertas.
-        Hay que volver con San Pedro – dijo Frattini.
No almorzaron, pero dejaron una generosa propina y se dirigieron a una cerrajería sin decirse nada. Antes de que el cerrajero les preguntara algo, Frattini dijo:
-        Mi hermanito tiene que hacer un trabajo para la escuela. Deme un kilo de llaves.
De pronto Frattini había tomado el mando. Franco lo miró, asombrado. El cerrajero, en cambio, lo miró con una sonrisa que demostraba que no eran los primeros escruchantes que iban a verlo. En un bar, se dividieron las llaves en dos juegos.
Cincuenta llaves para cada uno de ellos, los mejores devotos de San Pedro.
9

Lo que había empezado como un juego, desde entonces se convirtió en una profesión que no permitía errores ni improvisaciones. Religiosamente, Frattini y el Tano se encontraban todos los días a la una en la Churrasquita, un restaurante de la calle Corrientes.
Almorzaban mientras iban trazando el itinerario del día. Elegían las avenidas más prestigiosas, donde las joyas parecían salir de debajo de los adoquines. Después pagaban la cuenta, se despedían de los mozos y empezaban su día de trabajo.
Había pasado todo un año desde de su primer “hecho”, y ahora pocas veces se equivocaban en el edificio que elegían. Les bastaba echar un vistazo para decidir si valía la pena entrar: lo sabían por la cantidad de timbres del tablero del portero eléctrico, por el revestimiento de las paredes, por los detalles de bronce de las puertas… Siempre se inclinaban por edificios de pocos pisos, cinco a lo sumo, para que, en caso de tener que escapar de la policía o los vecinos, no los separaran demasiados escalones de la puerta de calle. Además, ya habían aprendido que los edificios que tenían más de tres departamentos y más de cinco pisos eran conventillos de concreto, ratoneras que se alzaban al cielo en busca del espacio que sus míseros propietarios no podían pagar sobre la tierra.  
Cuando algún edificio les llamaba la atención, se fijaban si las persianas estaban cerradas, un detalle que certificaba la ausencia de los dueños. Distraídamente, mientras caminaban hacia la puerta de calle iban buscando una Yale entre las llaves de sus bolsillos. Si el hall estaba despejado, uno controlaba los movimientos de la calle mientras el otro abría la puerta con un disimulo que ya no necesitaban fingir.
Subían por el ascensor hasta el último piso. Frattini observaba por el ojo de la cerradura, el Tano llamaba a la puerta. Si alguien respondía al llamado, se lanzaban por las escaleras saltando como canguros… eran tan rápidos que cuando la puerta del departamento al que habían llamado se abría, ellos ya estaban en la calle. Pero lo mejor era cuando nadie contestaba. Entonces, elegían una llave y abrían con una facilidad que hasta a ellos mismos los asombraba. Si una puerta no abría, regresaban días más tarde para rematar el trabajo. Eran aplicados, memoriosos, y disfrutaban mucho lo que hacían. Cuando entraban a un departamento recorrían los cuartos hasta encontrar el de los mayores. Buscaban los alhajeros y los fajos de billetes que siempre estaban escondidos en los cajones de las mesas de noche y los de esas cómodas que, en todos los casos, estaban rematadas por inmensos espejos, como si todos aquellos ricachones tuvieran el mismo mal gusto o no se les ocurrieran otras ideas para decorar sus habitaciones. Lo cierto es que esa coincidencia les facilitaba el trabajo. Se guardaban todo en los bolsillos y luego volvían a acomodar la ropa en su lugar. A veces descubrían a los propietarios durmiendo la siesta con placidez. Entonces debían contener la risa, y se retiraban en puntas de pie para no despertarlos. Deshacían sus pasos, y cerraban la puerta de entrada y salían a la calle con cara de corderos degollados.
Cuando los porteros volvían a ubicarse en sus puestos de trabajo, custodiando las puertas con los rostros hinchados por el descanso y el cabello húmedo, peinado a la perfección, Frattini y el Tano los saludaban con los bolsillos repletos de billetes y joyas de todos los tamaños. Mientras recuperaban las fuerzas en un bar, tomaban un café y se repartían el dinero. Nunca miraban las joyas en público, así que no podían saber con certeza el valor del botín hasta que no las veían en lo del reduce. José era uno más de la banda: les pagaba cada vez mejor, y les enseñaba que el oro blanco era muy difícil de identificar a simple vista, y que el platino podía parecer plata pero valía varias veces su precio. Gracias a José, si encontraban un engarce de platino en un anillo de oro, tenían la certeza de que el brillante era de excelente calidad.
-       Porque si es buena, la piedra come el oro… – decía José.
-       Y le ponen platino porque es mas duro… - respondían ellos a duo, tratando de memorizar sus palabras. 

Frattini regresaba a la pensión al anochecer, cargado de dinero. Ni siquiera se molestaba en esconderlo. Lo guardaba en los cajones, sabiendo que al día siguiente ganaría lo mismo o el doble. Se desvestía y caía rendido sobre la cama, con las piernas acalambradas de tanto caminar y correr.
Pero con un par de horas de sueño recuperaba la vida. Calentaba agua y tomaba mate oyendo música en la radio. Después se bañaba, se afeitaba y elegía uno de sus trajes nuevos, una camisa, una corbata y los zapatos haciendo juego. Se vestía con una dedicación casi femenina. Se perfumaba viéndose en el espejo, orgulloso de su propia imagen reflejada, y volvía a perderse en la ciudad.
Cenaba en restaurantes, iba al cine o al teatro cada día. Los fines de semana terminaba la noche en un salón de baile. Bailaba bien, y lo disfrutaba tanto que apenas dejaba la pista por unos instantes para beber una soda en la barra. Nunca tomaba alcohol, había crecido abstemio con sólo observar a su padre.
Una noche descubrió un escote prodigioso entre los pasos de baile mal sincronizados de las parejas que ocupaban la pista. El tipo de frack que llevaba a la mujer era mal bailarín, y por la formalidad con que la tomaba estaba claro que no era el marido, el novio ni el amante. Ni siquiera el hermano. Lentamente, Frattini fue conduciendo los giros de la rubia insulsa con la que bailaba hasta quedar a unos pocos metros de distancia de aquella morocha que lo había deslumbrado. Al fin, la canción terminó y él se apuró en cambiar de pareja. Su jugada pareció molestarle sólo a la rubia; el bailarín de frack ni siquiera parecía haber notado el cambio de pareja.
La mujer del escote le sonrió, pero Frattini ya había comenzado a bailar. Bailaron hasta el intervalo sin decirse una sola palabra. Después fueron a la barra, pidieron bebidas y se presentaron. Se llamaba Leonor, y Frattini pensó que su nombre sintonizaba con el dramatismo de su rostro pálido, apenas salpicado de pecas, y esos profundos ojos negros que miraban todo con una tristeza desoladora. Se notaba que era mayor que él, como la mayoría de la gente que estaba en esa milonga. Sin embargo lo escuchaba, le sonreía y, cuando, tras un largo rodeo cargado de indecisión, Frattini la invitó a dormir a su pieza, ella aceptó con otra sonrisa.
Además de ser hermosa, Leonor poseía una sinceridad que abrumaba. La misma noche en que se conocieron le contó toda su vida. Provenía de una familia humilde del interior, de una lejana provincia custodiada por altas montañas con las que Leonor soñaba cada noche. Estaba sola en Buenos Aires. Trabajaba como secretaria en una agencia de viajes que era propiedad de su amante, un tipo casado y con hijos que hacía dos años que le venía prometiendo que dejaría todo para irse con ella. Frattini comprendió el origen de su tristeza, y se animó a contarle los malos recuerdos de su propia infancia. De su debilidad por las puertas no dijo nada, y cuando ella le preguntó a qué se dedicaba él dijo que era cobrador de deudores morosos.
Leonor se mudó a la pieza de Frattini esa misma semana, con la condición de que cuando su amante dejara a la mujer para casarse con ella, Frattini lo aceptaría sin hacer planteos estúpidos. Él aceptó, como también aceptó su inexistencia: el amante de Leonor no podía saber que vivían juntos. Siempre le había costado aceptar las condiciones ajenas, pero esta vez lo hizo con satisfacción. Le gustaba esa autoridad maternal con que Leonor lo trataba. Tenía veintitrés años, siete más que él, y le hablaba como si hubiera vivido mil vidas.
Se convirtieron no sólo en amantes, sino también en compañeros de espera. Ella aguardaba el momento en que su amante cumpliera su promesa, él que el próximo robo al fin lo convirtiera en millonario. Vivían juntos dos vidas paralelas que apenas se cruzaban en la cama y, luego, por la noche, cuando el amante de Leonor cenaba rodeado de su familia y los edificios de Frattini estaban ocupados por sus dueños, ellos dos salían a cenar a los mejores restaurantes, iban al cine, a bailar y a hoteles costosos que les permitían disfrutar de la espera. A Frattini le costaba aceptar el mísero destino que había aceptado su hermosa compañera: resignada a las sombras, prostituta solapada por un puesto de secretaria, dejaba que su vida transcurriera por los lugares que decidían otros.  Él nunca hubiera aceptado semejante destino.
Cada día, Leonor se marchaba a trabajar y él se quedaba en la cama hasta el mediodía. Después se bañaba y se vestía para ir a encontrarse con Franco. La sociedad que formaban con el Tano era casi perfecta: se entendían con sólo mirarse, se divertían, se llenaban los bolsillos y progresaban cada uno a su modo. Sin embargo, había cierta temeridad, cierta prepotencia en su compañero que a Frattini lo preocupaba. Un día, mientras almorzaban antes de salir a trabajar, el Tano se abrió brevemente el saco para mostrarle el mango de la pistola que llevaba sujeta al cinturón. Frattini se quedó en silencio mientras el Tano sonreía. Al fin, rompiendo la sonrisa de su compañero con un gesto serio, casi enojado, dijo:
-       Tano, el arma es para usarla.
-       No, es para asustar… - dijo Franco.
-       No. Si salís con un arma, tarde o temprano la vas a usar. Y yo no quiero armas. Ni ahora ni nunca – dijo Frattini.
Franco lo miró largamente, tratando de adivinar por qué reaccionaba así frente a una pistola. Sólo Frattini podía saberlo: a sus diecisiete años ya había vivido entre tanta violencia como para llenar un par de vidas.
-       Si nos quiere parar la cana nos puede servir… - dijo el Tano.
Frattini partió el aire con una mano, sin dejar lugar a las confusiones:
-       Si nos para la cana vamos adentro. Prefiero entrar a la cárcel como ladrón y no escaparme como un asesino.  
El Tano resopló, aburrido. Frattini se acodó en la mesa y acercó el rostro para que su compañero comprendiera que no lo estaba aconsejando. Todo lo contrario: le estaba haciendo una advertencia.
-       Yo no salgo con armas. Si no la dejás, no volvés a salir conmigo – dijo.
Franco asintió, pero no pudo esconder la furia de sus ojos.

Frattini regresaba a la pensión cuando caía la tarde. Le gustaba abrir la puerta de la pieza y encontrar a Leonor en ropa interior, pintándose las uñas o arreglando la ropa del armario. Cuando alguna joya lo deslumbraba, le pagaba la mitad a Franco y la conservaba para regalársela a ella. Las joyas tenían el poder de borrar la tristeza de sus ojos negros al menos durante unas horas. Leonor siempre le preguntaba de dónde la había sacado, y Frattini la besaba y le decía que le había tocado visitar a un deudor que era joyero. Aquellas explicaciones ridículas bastaban para adormecer su desconfianza, y siempre la hacían sonreír. Después se colocaba el collar de perlas, el anillo de diamantes o el reloj pulsera de oro y caminaba desnuda por la pieza, exhibiendo el regalo y unos senos dignos de las mejores joyas.





10

Una vez por semana, Frattini volvía a visitar a sus hermanas y a Mirtha al conventillo de La Boca. Ellas lo felicitaban por su atuendo refinado, y gritaban como locas ante los obsequios que les hacía. Festejaban hasta los pendientes de alpaca que tanto despreciaba el reduce. A él le gustaba verlas, escuchar sus voces chillonas y sentir sus besos en la cara. Mirtha era tan observadora como paciente. Aceptaba el dinero y los regalos diciendo:
-       Carlitos, Carlitos… ¿en qué estás metido?
-       En nada, mamá. Estoy bien, no te preocupes – repetía Frattini, y se marchaba antes de que su padre regresara del trabajo.
Con el correr de los meses, Leonor también comenzó a impacientarse por la cantidad de regalos que Frattini le hacía. Había comprendido todo, pero lo curioso era que no hiciera preguntas. Se limitaba a preocuparse, como una tía cariñosa: 
-       Carlitos, vos sos un buen chico… conseguite un trabajo serio.
Frattini no le contestaba. Le gustaba que ella lo cuidase, pero no soportaba que le dijera qué hacer. Eso no era parte del trato.  
-       Tenés que largar esto… - repetía ella.
Nunca, pensaba Frattini. Tenía dinero en el bolsillo, en los cajones, guardaba joyas que valían una fortuna y estaba viviendo una aventura con aquella hermosa mujer que lo cuidaba. 
Era 1948, y la década que había comenzado con hambre y pobreza, terminaba con una Argentina esplendorosa. No hacía falta ser un científico para darse cuenta: lo sabía hasta Frattini, que por entonces juntaba medio kilo de oro por día. En la calle, mientras buscaban los edificios adecuados, Franco lo golpeaba en la espalda para señalarle a los peatones: cualquier mequetrefe llevaba un reloj de bolsillo con cadena de oro y anillos que brillaban en las manos rugosas de obreros y empleados. Franco no había vuelto a insistir con salir armado, pero Frattini se había enterado de que lo hacía cuando no trabajaban juntos. Incluso en la calle, al Tano le costaba seguir caminando y no echarse sobre los collares y las cadenas que  la gente llevaba al cuello.
Un claro día de abril, entraron a un pequeño edificio de la avenida Las Heras, sin ascensor. El lujo era tal que en cada uno de los descansos de la escalera había un sillón de madera lustrada y almohadones de seda. Mientras subían, Frattini pensó en llevarse un par de almohadones para regalárselos a Leonor. Después de que él se aseguró de que no había nadie, el Tano se encargó de abrir la puerta del único departamento del cuarto piso.
El departamento era amplio y estaba tan bien decorado que parecía un depósito de obras de arte. Rostros en blanco y negro de antiguos patriotas criollos reposaban colgados sobre las paredes recubiertas de madera, como si fueran los eternos guardianes de aquellos platos dibujados con letras chinas, de aquellas colecciones de espadas y machetes de plata, y de los cientos de libros encuadernados en piel de varios colores que abarrotaban las bibliotecas empotradas en las paredes. Había decenas de puertas, y se dividieron la búsqueda sin necesidad de acordarlo.
En el primer cuarto, Frattini encontró un buen fajo de billetes escondidos en una caja de herramientas. Los escondites de la gente eran absurdos. Después, la enormidad de la casa lo obligó a deambular por cuartos abandonados, preparados para la llegada de un huésped que parecía llevar años de demora. Fue entonces que escuchó a Franco gritar:
-       Esto es un fangote.
Sus pasos fueron tan silenciosos que su compañero no lo oyó llegar, y pudo ver que Franco se escondía un enorme paquete de joyas en el bolsillo. Sin decir nada, Frattini deshizo sus pasos para ubicarse fuera del cuarto. Desde allí, con una normalidad a prueba de detectores de mentira, dijo:
-       Entonces vamos, Tano.
Franco salió del cuarto.
-       ¿Y las joyas? – preguntó Frattini.
-       Acá están.
Franco le enseñó un alhajero mucho más pequeño que el paquete que se había guardado.
-       Perfecto – dijo Frattini.
Se dirigieron a un bar de la avenida Pueyrredón para hacer la repartija. Allí Frattini dividió el dinero que había encontrado y le entregó la mitad a Franco. El Tano había sacado un par de pendientes, un reloj y una cadena de oro de sus bolsillos. 
Frattini volvió a darle la oportunidad de redimirse:
-       ¿No había nada más?
-       No – respondió el Tano.
Pagaron y se marcharon en dirección a la calle Libertad. Luego de que José les hubiera pagado las joyas, Franco los saludó a los dos y se marchó más rápido que de costumbre. Frattini lo despidió con la misma cordialidad de siempre, pero cuando se quedaron solos, le dijo al reduce:
-       Si este viene mañana o pasado a venderte oro, avisame.
-       Lo que vos digas.
Los dos días siguientes Frattini no salió a trabajar. Al tercer día, se presentó en la joyería de José a primera hora de la mañana.
-       ¿Y?
-       Vino a vender una pulsera de treinta y siete kilates, un anillo y un diamante de diez puntos – contestó el reduce, haciendo un inventario de las traiciones de Franco.
-       Gracias – respondió Frattini, con sequedad.
A la una, cuando el Tano llegó a la Churrasquita, Frattini ya había almorzado. Franco supo que algo pasaba: nunca empezaban a comer si no había llegado el otro.
Se saludaron con una tensa amabilidad.
Franco se sentó, llamó al mozo y le pidió la comida. Cuando el mozo se marchó, Frattini dijo:
-       Me parece que el otro día me cagaste con la mercadería, Tano.
Franco no dijo nada. Y eso a Frattini le demostró dos cosas: que Franco era culpable y que él debía buscarse un nuevo compañero.
-       Vamos a dejarlo acá – continuó Frattini – Desde ahora, cada uno por su lado.
Franco no habló, se limitó a consentir con su silencio. Frattini llamó al mozo, pagó la cuenta de los dos y se marchó sin decir nada. No estaba furioso: lamentaba profundamente que aquella exitosa sociedad hubiera llegado a su fin de esa manera.
Pasó una semana encerrado en su pieza. Cuando Leonor se marchaba a trabajar, él permanecía en la cama mirando el llavero, como si esperara que las llaves le dijeran lo que debía hacer. Leonor tampoco atravesaba su mejor momento. Ya casi no hablaban, y hacía varias semanas que habían dejado de salir por la noche, como si la felicidad y esplendor se hubieran esfumado por completo.
Poco a poco Frattini se fue gastando el dinero que había juntado hasta entonces. No tenía más alternativas que volver a trabajar, pero algo lo retenía y no lo dejaba salir a las calles.
Un día Leonor llegó del trabajo con el rostro cubierto de lágrimas. Lloraba con una desolación infantil, como si el mundo se hubiera caído sobre ella hasta aplastarla. Frattini se incorporó de la cama. Aún estaba en calzoncillos, y al abrazar a Leonor pensó que nunca podría detener la tristeza que brotaba de aquellos ojos negros. Le preguntó qué le pasaba, y ella se cubrió el rostro para ocultar su frustración, su vergüenza.
-       La mujer está embarazada. Va a tener a su tercer hijo – dijo, con la voz entrecortada.
Por primera vez, Leonor comprendió que la posibilidad de que su amante dejara a su mujer era una absurda quimera. Durmieron abrazados todo aquel día, sin besarse, sin amarse, compartiendo el dolor.
Al día siguiente, cuando Frattini despertó, Leonor estaba metiendo su ropa en una valija. La observó en silencio, recordando el puerto de La Boca y los buques que se alejaban hacia el horizonte. Después de cerrar la valija, Leonor se sentó en la cama junto a él.
Ella extendió una mano cálida, y deslizó sus dedos por entre los cabellos de Frattini, que la miraba en silencio.
-       Me vuelvo a mi pueblo – dijo Leonor -, acá ya no tengo que esperar nada.
En aquel momento, si Frattini le prometía buscar un trabajo digno y le ofrecía una relación con garantías, tal vez Leonor hubiese decidido otra cosa.
Pero Frattini se limitó a mirarla con un gesto ausente. 

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