SICILIA. 1942.
"De pie en la orilla del
golfo de Castellamare, bajo el cielo azul de la primavera de 1942, el pequeño
Vito Lapianna trataba de adivinar cuál de todas esas manchas borrosas que se
acercaban a la costa era el bote de su padre. De haber estado pintado con
colores llamativos, como los carros que recorrían la isla, él podría saber el
punto exacto donde se encontraba Salvatore. Pero la madera del bote estaba
gastada y ya no mostraba siquiera los restos de pintura que había sabido
ostentar antes de que naciera Vito.
Poco a poco, la flota
de pesqueros que había partido antes del alba se fue acercando y al fin él pudo
ver a su padre, de pie en el bote con el torso desnudo y la cara al viento.
Sentado, Danielle, su ayudante, movía los remos agitando el agua mansa del
golfo. Vito cerró los ojos y se imaginó ocupando el lugar de Danielle, en
altamar, buscando los peces que se habían escondido desde que el Mediterráneo
se había convertido en territorio de batalla. Sólo debía esperar un año: su
padre le había prometido que cuando cumpliera los diez podría dejar la escuela
y convertirse en pescador. Su familia llevaba un siglo y medio surcando esas
aguas, y pronto él sería uno más de ellos.
Cuando el barco alcanzó
la orilla y la proa removió los guijarros de la playa, Vito abrió los ojos para
ver que Salvatore saltaba a tierra con el cabo de la soga en la mano. Se acercó
sin decir nada, sin siquiera saludar a su padre, y tomó una parte de la soga
para ayudarlo a arrastrar el bote fuera del agua. Luego se inclinó para
comprobar que el botín era tan mísero como el de los últimos meses. Al menos se
habían salvado de las minas submarinas, que tantas vidas se habían cobrado
desde el comienzo de la guerra, allá por 1939.
A medida que la playa
se llenaba de botes, las gaviotas comenzaron a graznar desesperadas por el olor
a pescado fresco. Los pájaros negros, en cambio, mostraban su desconfianza saltando
de piedra en piedra. Descalzo, Vito comenzó a retirar las redes que debía
revisar y cocer en caso de que encontrara roturas. Salvatore y Danielle ya
estaban descargando los pescados que venderían en el pueblo, si es que a algún vecino
todavía le quedaba dinero. Últimamente la venta se había convertido en trueque,
y en lugar de conseguir algunas liras Salvatore debía conformarse con entregar
los pescados a cambio de verduras, huevos y, si tenía suerte, algún pedazo de
cordero.
Entonces Vito oyó
gritar a Antonia, su madre, y se volvió para verla en el vano de la puerta de
la casa que habitaban cerca de la orilla del golfo, al pie de aquella enorme
montaña que protegía al pueblo de las cosas buenas o malas que pudieran llegar
desde el interior de la isla. Antonia tenía en brazos a la pequeña Luisa, su
hija menor. Francesca, la hermana que seguía a Vito, se estaba acercando a la
playa para unirse a su padre y a su hermano.
De pronto un estallido
asustó a la niña, que no pudo conservar el equilibrio sobre los guijarros y
cayó al suelo. Vito corrió a ayudarla y, al darle la espalda al mar y mirar el
pueblo, pudo ver la agitación de las calles y la sorpresa de sus vecinos: los
fascistas se marchaban. Subidos a las motocicletas, a sus camiones y autos,
todos los soldados enviados desde Roma para proteger el pueblo, abandonaban sus
puestos de artillería antiaérea y se aprestaban para escapar del ataque de ese
invasor que habían esperado desde que las tropas Duce habían sido derrotadas en
África.
Al sonido de las
motocicletas y los camiones pronto se sumó, quebrando el aire del pueblo, la
sirena del enorme buque de acero que custodiaba la costa apostado junto al
castillo moro. Nervioso, Vito ayudó a su hermana a levantarse y, tomados de la
mano, caminaron hacia el bote de su padre. Desde allí pudieron ver que el buque
ponía en marcha sus motores y comenzaba a alejarse con sus largos cañones. En
silencio, los tres miraron por última vez la bandera tricolor de ese imperio
que se estaba cayendo a pedazos.
“Se van”, gritó Antonia
desde la casa. “Como siempre”, dijo Salvatore de pie en la playa, con los pies
sumergidos en el agua, el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos.
Antes de que el destructor se perdiera en el horizonte, él ya había vuelto al trabajo:
Vito se apuró a ayudarlo a revisar las redes. “Sin ese monstruo, ahora vamos a
pescar más tranquilos”, dijo Salvatore señalando el buque.
Tras la partida del
ejército, los habitantes de Castellamare del Golfo comenzaron su exilio hacia
el interior de la isla, caminando escondidos bajo los árboles, alejándose del
mar. Cuando Antonia supo que todos se marchaban le pidió a su marido que ellos
también abandonaran la precaria casa en la que vivían, tan cerca de la orilla,
tan cerca del infierno que, lo decían todos, desatarían las bombas inglesas y americanas.
Al principio Salvatore
se mostró inflexible. Él era un pescador, un hombre de mar. ¿Cómo haría para
alimentar a su mujer y a sus tres hijos en medio de la montaña? No tenía
tierras, no tenía animales ni huerto. ¿Qué iban a hacer allí en el monte?
¿Comer lagartijas, caracoles? ¿Mendigar entre los campesinos? No, de ninguna
manera. Así como su padre y el padre de
su padre habían continuado pescando durante la Primera Guerra, él tampoco iba a
renunciar a ese mar que podía traer barcos y submarinos enemigos, sí, pero que
también, desde el comienzo de los tiempos, había sido la fuente de alimento de
toda la familia.
Un mes más tarde
despertaron en medio de la noche por el sonido de las explosiones. Antonia
comenzó a golpear a su marido gritándole que estaba loco, que ese mar sólo les
había ofrecido pobreza y que ahora podía terminar con la vida de sus hijos.
Salvatore no hizo caso a su reclamo: se puso los zapatos y corrió hacia la
playa. Vito siguió a su padre calle abajo, hacia la orilla, mientras los
aviones se perdían en el horizonte dejando lenguas de fuego sobre la costa.
Durante toda su vida
Vito Lapianna recordaría lo que vio aquella noche, y el terror que se apoderó
de su cuerpo al encontrar a su padre sentado sobre una roca y cubriéndose el
rostro con las manos, llorando como Vito nunca lo había visto ni lo vería
llorar. El bote, devorado por el fuego, se consumía junto con todo lo que
Salvatore Lapianna había tenido y disfrutado hasta entonces: la libertad de
estar en medio del mar, la certeza de que su cuerpo y las redes bastaban para
mantener a su familia sin depender de nadie. Tan solo del mar. Y de ese barco
que ahora, lenta, inevitable, fatalmente se hundía en las aguas del golfo en
medio de la noche."
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