Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

jueves, 29 de abril de 2021

LOS PÁJAROS NEGROS. Adelanto: Vito.

 


SICILIA. 1942.


"De pie en la orilla del golfo de Castellamare, bajo el cielo azul de la primavera de 1942, el pequeño Vito Lapianna trataba de adivinar cuál de todas esas manchas borrosas que se acercaban a la costa era el bote de su padre. De haber estado pintado con colores llamativos, como los carros que recorrían la isla, él podría saber el punto exacto donde se encontraba Salvatore. Pero la madera del bote estaba gastada y ya no mostraba siquiera los restos de pintura que había sabido ostentar antes de que naciera Vito.

Poco a poco, la flota de pesqueros que había partido antes del alba se fue acercando y al fin él pudo ver a su padre, de pie en el bote con el torso desnudo y la cara al viento. Sentado, Danielle, su ayudante, movía los remos agitando el agua mansa del golfo. Vito cerró los ojos y se imaginó ocupando el lugar de Danielle, en altamar, buscando los peces que se habían escondido desde que el Mediterráneo se había convertido en territorio de batalla. Sólo debía esperar un año: su padre le había prometido que cuando cumpliera los diez podría dejar la escuela y convertirse en pescador. Su familia llevaba un siglo y medio surcando esas aguas, y pronto él sería uno más de ellos.

Cuando el barco alcanzó la orilla y la proa removió los guijarros de la playa, Vito abrió los ojos para ver que Salvatore saltaba a tierra con el cabo de la soga en la mano. Se acercó sin decir nada, sin siquiera saludar a su padre, y tomó una parte de la soga para ayudarlo a arrastrar el bote fuera del agua. Luego se inclinó para comprobar que el botín era tan mísero como el de los últimos meses. Al menos se habían salvado de las minas submarinas, que tantas vidas se habían cobrado desde el comienzo de la guerra, allá por 1939.

A medida que la playa se llenaba de botes, las gaviotas comenzaron a graznar desesperadas por el olor a pescado fresco. Los pájaros negros, en cambio, mostraban su desconfianza saltando de piedra en piedra. Descalzo, Vito comenzó a retirar las redes que debía revisar y cocer en caso de que encontrara roturas. Salvatore y Danielle ya estaban descargando los pescados que venderían en el pueblo, si es que a algún vecino todavía le quedaba dinero. Últimamente la venta se había convertido en trueque, y en lugar de conseguir algunas liras Salvatore debía conformarse con entregar los pescados a cambio de verduras, huevos y, si tenía suerte, algún pedazo de cordero.

Entonces Vito oyó gritar a Antonia, su madre, y se volvió para verla en el vano de la puerta de la casa que habitaban cerca de la orilla del golfo, al pie de aquella enorme montaña que protegía al pueblo de las cosas buenas o malas que pudieran llegar desde el interior de la isla. Antonia tenía en brazos a la pequeña Luisa, su hija menor. Francesca, la hermana que seguía a Vito, se estaba acercando a la playa para unirse a su padre y a su hermano.

De pronto un estallido asustó a la niña, que no pudo conservar el equilibrio sobre los guijarros y cayó al suelo. Vito corrió a ayudarla y, al darle la espalda al mar y mirar el pueblo, pudo ver la agitación de las calles y la sorpresa de sus vecinos: los fascistas se marchaban. Subidos a las motocicletas, a sus camiones y autos, todos los soldados enviados desde Roma para proteger el pueblo, abandonaban sus puestos de artillería antiaérea y se aprestaban para escapar del ataque de ese invasor que habían esperado desde que las tropas Duce habían sido derrotadas en África.

Al sonido de las motocicletas y los camiones pronto se sumó, quebrando el aire del pueblo, la sirena del enorme buque de acero que custodiaba la costa apostado junto al castillo moro. Nervioso, Vito ayudó a su hermana a levantarse y, tomados de la mano, caminaron hacia el bote de su padre. Desde allí pudieron ver que el buque ponía en marcha sus motores y comenzaba a alejarse con sus largos cañones. En silencio, los tres miraron por última vez la bandera tricolor de ese imperio que se estaba cayendo a pedazos.

“Se van”, gritó Antonia desde la casa. “Como siempre”, dijo Salvatore de pie en la playa, con los pies sumergidos en el agua, el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos. Antes de que el destructor se perdiera en el horizonte, él ya había vuelto al trabajo: Vito se apuró a ayudarlo a revisar las redes. “Sin ese monstruo, ahora vamos a pescar más tranquilos”, dijo Salvatore señalando el buque.

 

Tras la partida del ejército, los habitantes de Castellamare del Golfo comenzaron su exilio hacia el interior de la isla, caminando escondidos bajo los árboles, alejándose del mar. Cuando Antonia supo que todos se marchaban le pidió a su marido que ellos también abandonaran la precaria casa en la que vivían, tan cerca de la orilla, tan cerca del infierno que, lo decían todos, desatarían las bombas inglesas y americanas.

Al principio Salvatore se mostró inflexible. Él era un pescador, un hombre de mar. ¿Cómo haría para alimentar a su mujer y a sus tres hijos en medio de la montaña? No tenía tierras, no tenía animales ni huerto. ¿Qué iban a hacer allí en el monte? ¿Comer lagartijas, caracoles? ¿Mendigar entre los campesinos? No, de ninguna manera. Así como su  padre y el padre de su padre habían continuado pescando durante la Primera Guerra, él tampoco iba a renunciar a ese mar que podía traer barcos y submarinos enemigos, sí, pero que también, desde el comienzo de los tiempos, había sido la fuente de alimento de toda la familia.

Un mes más tarde despertaron en medio de la noche por el sonido de las explosiones. Antonia comenzó a golpear a su marido gritándole que estaba loco, que ese mar sólo les había ofrecido pobreza y que ahora podía terminar con la vida de sus hijos. Salvatore no hizo caso a su reclamo: se puso los zapatos y corrió hacia la playa. Vito siguió a su padre calle abajo, hacia la orilla, mientras los aviones se perdían en el horizonte dejando lenguas de fuego sobre la costa.

Durante toda su vida Vito Lapianna recordaría lo que vio aquella noche, y el terror que se apoderó de su cuerpo al encontrar a su padre sentado sobre una roca y cubriéndose el rostro con las manos, llorando como Vito nunca lo había visto ni lo vería llorar. El bote, devorado por el fuego, se consumía junto con todo lo que Salvatore Lapianna había tenido y disfrutado hasta entonces: la libertad de estar en medio del mar, la certeza de que su cuerpo y las redes bastaban para mantener a su familia sin depender de nadie. Tan solo del mar. Y de ese barco que ahora, lenta, inevitable, fatalmente se hundía en las aguas del golfo en medio de la noche." 


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