1915. Kayseri, o Cesarea de Capadocia.
"Por aquellos días
volvieron a llamar a la puerta de los Tahtabrounian. Instintivamente, Daniel y
Meg se interpusieron entre la puerta y su madre y hermanas. Si los turcos iban
a matarlos, ellos intentarían defenderse. Sin embargo, al abrir se encontraron
con el rostro afable de Hasagha Zada Hadji Ali Effendi. El querido amigo y
socio de Garabet sonreía, nervioso, mirando a ambos lados de la calle. “Me alegro de que estén vivos, ¿puedo entrar?”,
preguntó. A una orden de Nourtitza, sus hijos se apartaron y el turco entró a
la casa.
Era la primera vez que
lo veían desde la marcha de Garabet. Todos se ubicaron alrededor de la mesa y
Hadji Ali Effendi bebió de un trago el vaso de agua que le ofrecieron. Se
restregaba las manos con fruición, como si intentara arrancarse la piel o
limpiarse una suciedad imaginaria. Al fin suspiró y dijo: “Sé que Garabet tuvo que
exiliarse. Hicimos de todo para evitar que se lo llevaran, intentamos ayudarlo
a él y los demás, pero este país se convirtió en un infierno para los
cristianos”, dijo y guardó silencio, con la vista puesta en la punta de sus
zapatos.
Se sobresaltó a sentir
que Nouritza le apoyaba una mano en su brazo. “Garabet está vivo”, dijo ella. El rostro de Hadji Ali Effendi
sonrió, conmovido.
Era uno de los
musulmanes más religiosos que los Tahtabrounian conocían. Obedecía y respetaba
cada una de las reglas impuestas por el Islam. Rezaba cinco veces por día.
Creía en el profeta Mahoma y alguna vez incluso había peregrinado a la Meca. Y
sin embargo no podía entender esa Guerra Santa que estaba esparciendo por toda
Anatolia la sangre de los inocentes. Se había hecho rico gracias a Garabet, y
como no había logrado evitar que lo deportaran, ahora buscaba a ayudar a su
familia.
Pero era evidente que
no se animaba a decir lo que lo había llevado a esa casa. “Usted no es como los otros”, dijo Nouritza, dándole valor. Sólo
entonces el turco dijo: “Señora, sé que
la vida de su familia está en peligro. Pronto van a venir por ustedes y todos
los armenios de este barrio. Amo a Garabet Tschobadji mucho más de lo que amo a
mi propio hermano. Por favor, debe escucharme sin ofenderse. Para sobrevivir
tienen que abrazar la fe del Islam. Acepte la fe, y después haga lo que quiera.
Conviértase, y de noche récele a sus Dios cristiano.”
“Nunca”, dijo Daniel en voz alta. Nouritza lo calló con apenas una
mirada. Ella podía entender la lucha moral que embargaba a aquel hombre
piadoso: estaba cometiendo un pecado al pedirles que se convirtieran sólo por
las formas, sin cambiar verdaderamente su fe. Pero su pedido era un sincero
intento por ayudarlos. “Es la última opción que tienen para
sobrevivir”, dijo con tono de ruego. “Usted
tiene su fe y yo la mía. Mi Dios me salvará. Y si no, vamos a morir por él”, dijo
Nouritza. El hombre alzó la vista y, contra todas las reglas de su religión, la
miró a los ojos con sus propios ojos llenos de lágrimas: en aquella batalla de
fe, no habría vencedores ni vencidos. Tampoco rencores. Hadji Ali Effendi se
incorporó e hizo una reverencia a Nouritza, que inclinó la cabeza con respeto.
“Vaya en paz, Hadji Ali Effendi”,
dijo ella mientras el turco sacudía la cabeza, derrotado. Luego se despidió y
salió a la calle, sabiendo que aquella visita también podría haberle costado la
vida a él mismo."
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