Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 27 de agosto de 2021

Erdogan, los talibanes y la añoranza del Imperio Otomano.

1915. Kayseri, o Cesarea de Capadocia. 

"Por aquellos días volvieron a llamar a la puerta de los Tahtabrounian. Instintivamente, Daniel y Meg se interpusieron entre la puerta y su madre y hermanas. Si los turcos iban a matarlos, ellos intentarían defenderse. Sin embargo, al abrir se encontraron con el rostro afable de Hasagha Zada Hadji Ali Effendi. El querido amigo y socio de Garabet sonreía, nervioso, mirando a ambos lados de la calle. “Me alegro de que estén vivos, ¿puedo entrar?”, preguntó. A una orden de Nourtitza, sus hijos se apartaron y el turco entró a la casa.

Era la primera vez que lo veían desde la marcha de Garabet. Todos se ubicaron alrededor de la mesa y Hadji Ali Effendi bebió de un trago el vaso de agua que le ofrecieron. Se restregaba las manos con fruición, como si intentara arrancarse la piel o limpiarse una suciedad imaginaria. Al fin suspiró y dijo: “Sé que Garabet tuvo que exiliarse. Hicimos de todo para evitar que se lo llevaran, intentamos ayudarlo a él y los demás, pero este país se convirtió en un infierno para los cristianos”, dijo y guardó silencio, con la vista puesta en la punta de sus zapatos.

Se sobresaltó a sentir que Nouritza le apoyaba una mano en su brazo. “Garabet está vivo”, dijo ella. El rostro de Hadji Ali Effendi sonrió, conmovido.

Era uno de los musulmanes más religiosos que los Tahtabrounian conocían. Obedecía y respetaba cada una de las reglas impuestas por el Islam. Rezaba cinco veces por día. Creía en el profeta Mahoma y alguna vez incluso había peregrinado a la Meca. Y sin embargo no podía entender esa Guerra Santa que estaba esparciendo por toda Anatolia la sangre de los inocentes. Se había hecho rico gracias a Garabet, y como no había logrado evitar que lo deportaran, ahora buscaba a ayudar a su familia.

Pero era evidente que no se animaba a decir lo que lo había llevado a esa casa. “Usted no es como los otros”, dijo Nouritza, dándole valor. Sólo entonces el turco dijo: “Señora, sé que la vida de su familia está en peligro. Pronto van a venir por ustedes y todos los armenios de este barrio. Amo a Garabet Tschobadji mucho más de lo que amo a mi propio hermano. Por favor, debe escucharme sin ofenderse. Para sobrevivir tienen que abrazar la fe del Islam. Acepte la fe, y después haga lo que quiera. Conviértase, y de noche récele a sus Dios cristiano.

Nunca”, dijo Daniel en voz alta. Nouritza lo calló con apenas una mirada. Ella podía entender la lucha moral que embargaba a aquel hombre piadoso: estaba cometiendo un pecado al pedirles que se convirtieran sólo por las formas, sin cambiar verdaderamente su fe. Pero su pedido era un sincero intento por ayudarlos.  “Es la última opción que tienen para sobrevivir”, dijo con tono de ruego. “Usted tiene su fe y yo la mía. Mi Dios me salvará. Y si no, vamos a morir por él”, dijo Nouritza. El hombre alzó la vista y, contra todas las reglas de su religión, la miró a los ojos con sus propios ojos llenos de lágrimas: en aquella batalla de fe, no habría vencedores ni vencidos. Tampoco rencores. Hadji Ali Effendi se incorporó e hizo una reverencia a Nouritza, que inclinó la cabeza con respeto. “Vaya en paz, Hadji Ali Effendi”, dijo ella mientras el turco sacudía la cabeza, derrotado. Luego se despidió y salió a la calle, sabiendo que aquella visita también podría haberle costado la vida a él mismo."

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