Un lugar más alejado
Alejandro Parisi
viernes, 1 de marzo de 2024
Su rostro en el tiempo, o el tiempo de falsos profetas
martes, 23 de enero de 2024
Balestra y Angelito Gómez, el futbolista atormentado.
Los Pájaros Negros, Ed. Sudamericana, 2021 (fragmento)
Buenos Aires. 2009.
Al verlo sentado
en el suelo con un tobillo atado a la pata de la cama, cubriéndose el rostro
con las manos manchadas de sangre y el cuerpo sacudiéndose por el llanto, nadie
hubiera podido imaginar que ese pibe de dieciocho años llamado Ángel Gómez
valía catorce millones de dólares libres de impuestos.
Sin despegar la
vista del pibe, Balestra contaba los minutos que faltaban para terminar su
trabajo. Afuera amanecía, y la llovizna parecía flotar en el aire brumoso de
abril que cubría los campos de Ezeiza. Sorbió un trago de whisky y cerró los
ojos pensando en la isla, en la tranquilidad de la isla. Pronto, a más tardar a
las dos de la tarde, estaría en el Tigre y todo lo que había vivido en los
últimos once días sería una anécdota para contarle a Obdulio.
Eso si Gómez llegaba
vivo a las ocho y cuarto de la mañana.
Más allá del
hastío que le había dejado aquel trabajo sórdido de niñera muy bien paga, el
detective no podía sentir más que lástima por Ángel Gómez. Su currículum era el
mismo que el de casi todos los jugadores de fútbol: infancia en una villa
miseria, siete hermanos menores de una madre abnegada y un padre alcohólico,
violencia familiar, una habilidad innata para jugar al fútbol, fracaso escolar
y luego, a los quince años, la llegada al club donde había hecho las divisiones
inferiores y en el que había debutado en el asenso, apenas seis meses atrás. El
éxito repentino se había traducido en la citación a la Selección Argentina Sub-20
y un contrato profesional con una altísima cláusula de venta. La repentina lluvia
de popularidad y dinero habían llevado a Angelito Gómez a creerse el dueño del
mundo y, sin saber conducir, a comprarse el auto importado con el que terminó
atropellando a un nene que iba en bicicleta por una calle oscura de Lomas de
Zamora. Se había salvado de cualquier tipo de condena gracias al estudio de
abogados que había contratado su representante y a los quince mil dólares que
aplacaron el dolor de la familia del nene atropellado. Sin embargo, su futuro
había quedado pendiendo de un hilo. Y para evitar perder la gallina de los
huevos de oro, tanto el club como su representante habían aceptado una venta
precipitada a un ignoto club de Ucrania propiedad de un jeque árabe,
asegurándose una montaña de plata tanto para su representante como para la
familia de Gómez y el club, que gracias a esa venta podría evitar la quiebra y
la clausura del estadio.
Tras confirmarse
la venta Gómez había empezado a tener pesadillas de noche y alucinaciones
durante el día. Al fin, el recuerdo del accidente lo había enloquecido al punto
de abandonar los entrenamientos y ser apartado del plantel. Privado de su mejor
jugador y goleador, el equipo había caído en desgracia acercándose a los
puestos de descenso. Algo que la barra brava no podía permitir. Se lo hicieron
saber con una llamada anónima: “Si te vas antes de que nos salvemos del
descenso te pegamos dos tiros en la pierna y no jugás más”.
Asediado por
tantos frentes externos e internos, la poca entereza que le quedaba a Ángel
Gómez había terminado por convertirse en gelatina. Once días antes de su viaje,
el masajista del club lo encontró colgado de una soga atada a una de las vigas
del techo del vestuario. De inmediato, el representante y el presidente del
club decidieron sacarlo de circulación para protegerlo de la barra y de él
mismo, y ponerlo al cuidado de Balestra hasta que se subiera al avión que lo
llevaría a Ucrania.
Durante los
primeros días el detective había sido su sombra, acompañándolo a cada uno de
los lugares a los que Angelito había querido ir para emborracharse y exorcizar
sus demonios. En ese lapso, Balestra había tenido que defenderlo en tres peleas
callejeras, evitar que se estrellara con el auto contra una columna de
autopista y revivirlo segundos antes de que entrara en un coma alcohólico. El viernes
anterior, cuando volvían de un boliche de González Catán, un grupo de barrabravas
comenzó a dispararles a plena luz del día. Después de perderlos, Balestra decidió
que la única posibilidad de mantener al pibe con vida hasta el día del viaje
era escondiéndolo en un hotel cercano al aeropuerto.
Ahí estaba Ángel
Gómez ahora, la mañana de su viaje: atado a la cama con el cinturón de
Balestra, en calzoncillos, con las manos ensangrentadas porque había intentado
cortarse las venas, llorando en aquella habitación en la que llevaban tres días
encerrados.
Balestra tomó un
trago y consultó el reloj. Las siete y quince de la mañana. En una hora, al
fin, todo habría terminado.
¾ Lo
sigo viendo… ahí está - gimió Gómez.
¾ ¿Qué
ves? – preguntó el detective, aburrido de esa conversación que se había
repetido hasta el infinito entre aquellas cuatro paredes.
¾ La
cabeza explotando contra el parabrisas. Y el ruido seco.
Ahora Gómez se
cubría los oídos con ambas manos.
¾ El
ruido, el ruido…
Balestra se
compadeció, y lo liberó de la cama desatando el cinturón.
¾ No
aguanto el ruido… - gritó Gómez de pronto, poniéndose de pie y corriendo hacia la
ventana.
Cuando la abrió
y sacó medio cuerpo afuera con la intensión de tirarse, Balestra se hartó. No
iba a permitir que Gómez se matara y le impidiera cobrar el dinero que él se
había ganado. Arrojó el vaso contra el espejo del ropero, se incorporó, sacó el
arma y corrió hacia la ventana. Con fuerzas, sujetó a Gómez del cuello y lo
obligó a que lo mirara a los ojos. Entonces le puso el cañón del arma dentro de
la boca y dijo:
¾ El
pibe que atropellaste ya está muerto. Vas a cargar con su muerte hasta que te
mueras vos. Pero no va a ser hoy. Hay mucha gente que depende de tu viaje. Tu
familia, el club, tu representante… y yo. Casi me matan por cuidarte. Así que
escuchame bien: ahora te vas a bañar. Después te vas a poner ese traje y te vas
a subir al avión sin hacer un solo quilombo más, ¿me escuchaste?
Gómez sacudió la
cabeza, resistiéndose. Balestra metió el cañón del arma cinco centímetros mas
adentro de la boca del pibe, que comenzó a retorcerse por las arcadas.
¾ Podrías
estar en la cárcel, infeliz, pero no. Tenés dieciocho años. Te vas a Ucrania a
vivir como un rey, a jugar en canchas que tienen más césped que todo el que
viste en tu puta vida. Con la guita que juntes, si seguís pensando en el pibe
que mataste poné una fundación y ayudá a las víctimas de los accidentes de
tránsito. Y si eso no te alcanza, cuando te retires te podés suicidar. Pero
ahora no. Ahora te vas a bañar y te vas a portar bien porque si no te voy a
cagar a tiros y no te va a reconocer ni tu vieja. ¿Me escuchaste? ¿Vas a hacer
lo que yo te digo?
Ahora asintió, pálido.
Cuando el detective le retiró el arma de la boca, Gómez vomitó.
¾ Usted
está loco.
¾ No
sabés lo loco que puedo estar – dijo Balestra, obligándolo a levantarse.
Lo condujo hasta
el baño y abrió la ducha diciendo:
¾ Que
no te quede sangre en ninguna parte del cuerpo. ¿Me escuchás?
¾ Sí,
sí… Váyase.
¾ No,
no me voy a ir.
Gómez comenzó a
bañarse con fruición, como si quisiera quitarse la piel que cubría su cuerpo
atormentado. Sentado sobre la tapa del inodoro, Balestra fumaba mezclando el
humo del cigarrillo con el vapor de la ducha. Cuando el pibe terminó, le
alcanzó una toalla y lo acompañó de regreso a la habitación para que se
vistiera con el traje que el representante le había enviado, junto con una
valija de ropa y el pasaporte. Apuntándole con el arma, Balestra dijo:
¾ Ponete
lindo que vas a salir en la tele.
Las ocho de la
mañana. En quince minutos el auto del representante estaría en la puerta del
hotel. Balestra se colocó el cinturón, se acomodó la camisa que llevaba puesta
desde hacía tres días y fue al baño a lavarse la cara.
Cuando Gómez
estuvo vestido, Balestra lo obligó a que se mirara en el espejo roto. Pero fue
Balestra el que se sorprendió al ver su propio cuerpo. Todavía no se
acostumbraba al cambio, y a veces hasta sentía nostalgia por los doce kilos que
se había visto obligado a bajar hacía cinco meses. O seis. No lo recordaba, las
fechas se habían mezclado durante las dos semanas que había pasado internado en
terapia intensiva a causa de aquel pre infarto que lo había obligado a consumir
menos grasas, a caminar dos veces al día y… y nada más. Bastante tenía con eso.
Y con Gómez.
Le acomodó la
corbata al pibe y le dijo:
¾ Sonreí
que el Aeropuerto va a estar lleno de periodistas. Tenés que contestar dos o
tres preguntas, y agradecerle sobre todo a la hinchada. Les vas a desear que
puedan zafar del descenso y vas a prometer volver para retirarte en el club.
¿Está?
¾ Sí.
¾ Y
ahora agarrá la valija que nos vamos.
En la recepción,
Garfunkell, el representante del pibe, estaba hablando con el encargado del
hotel.
¾ Dejales
bastante propina que la habitación es un desastre… - dijo Balestra.
Garfunkell miró
a Gómez y se sorprendió por su buen aspecto.
¾ Qué
pinta, crack. ¿Listo para romperla en Europa?
Gómez se encogió
de hombros sin responder, pero al ver el gesto amenazante de Balestra, asintió.
Los tres
salieron a la calle bajo una fina llovizna. El BMW negro de Garfunkell estaba en
la puerta. Balestra encendió un cigarrillo para despejar el cansancio que le
atería el cuerpo. Mientras el chofer tomaba la valija y la metía en el baúl,
Balestra le palmeó el hombro a Ángel Gómez.
¾ Saludos
al jeque.
¾ Entrá
que te vas a mojar, crack – le dijo Garfunkell, señalando la puerta trasera del
auto.
Cuando Gómez
estuvo dentro del auto y la puerta cerrada, Balestra suspiró.
¾ Listo.
Ahora el pibe es problema tuyo.
¾ Gracias,
Balestra – dijo Garfunkell entregándole un sobre - Los tres mil que pediste,
más otros dos para que arregles los balazos que tiene el coche.
¾ ¿Vos
sabés que ese pibe es una bomba de tiempo, no?
¾ Claro.
Cuando él firme el contrato y yo cobre la comisión del pase, dejo de
representarlo.
¾ Ah,
sos un humanista.
¾ Hay
que saber cuidarse, Balestra. Y va para vos también. Guardate por un tiempo. Los
muchachos de la barra saben tu nombre. No creo que pase nada, pero por las
dudas cuidate.
Se estrecharon
la mano. Garfunkell entró al BMW y se alejó en dirección al aeropuerto de
Ezeiza. ¿Qué iba a hacer ese pobre pibe, solo en Ucrania? ¿Cuánto podía tardar
en suicidarse o en contar la verdad, que era lo mismo?
Caminó hasta el
estacionamiento del subsuelo del hotel y contempló los agujeros de bala en el
baúl de su viejo Peugeot. Se sentó al volante y arrancó. Cuando salió a la calle,
las gotas de lluvia se estrellaron contra el parabrisas como cabezas de niños
atropellados.
viernes, 1 de diciembre de 2023
Y presentamos Delivery, 21 años después.
Gracias a todos y todas por acompañarme anoche en la presentación de Delivery. La pasé muy bien. Quiero agradecerle especialmente a Isaac Castro por oficiar de presentador y por el hermoso texto que escribió sobre la novela, que comparto acá abajo. Y más abajo, les dejo el texto que escribí pensando que si leía iba a evitar que las emociones me traicionaran. No funcionó: me emocioné igual. Pero valió la pena.
por Isaac Castro
Me topé con el nombre de Alejandro Parisi hace exactamente una década
atrás, cuando una profesora de lengua y literatura del colegio en el que
trabajo –y en el que, por entonces, yo pensaba que solo estaría de paso y hoy
estoy a punto de cumplir casi quince años de antigüedad– propuso que diéramos
una novela que le había encantado: La
niña y su doble. La fascinación fue inmediata, por lo que repetimos la
experiencia en otros ciclos lectivos e invitamos al autor a que conversara con
los alumnos. Desde ese momento, con Alejandro cosechamos un cálido vínculo que,
gracias a las bondades de la virtualidad, se ha sostenido en el tiempo. Tuve la
suerte de haberlo convocado a varias ferias del libro del conurbano,
invitaciones que, me parece pertinente hacer público este tipo de detalles,
siempre aceptó con gusto y sin preguntar si había dinero a cambio. Una vez,
como se había atrasado el auto que debía recogernos por su domicilio para
asistir a uno de esos eventos, pude conocer la intimidad de su casa, admirar su
hermosa biblioteca y espiar el escritorio donde, suponía, cobraron forma esas
historias increíbles que lo habían convertido en escritor, uno de los mejores
que conozco. Por eso, estar sentado acá, esta noche, y compartir esta
presentación con ustedes, es motivo de orgullo. Casi tanto como ser hincha de
un club que nunca descendió o, mejor aún, tener de ídolo a un tipo que se
planta al poder de turno para recordarnos que todo no se compra y todo no se
vende, eso mismo que se decía Tanguito, para la posteridad, en un amanecer en
la costanera. Y es interesante detenernos en esto porque Delivery captura un universo cuya esencia está atravesada por eso,
es decir, el negocio, lo estrictamente mercantil, la lógica de la transacción.
Porque sería ingenuo y simplista pensar que esta novela solo se
circunscribe a contar las vivencias de un joven que aprovecha su empleo como
repartidor de comida a domicilio para, además, distribuir droga. En Delivery del mismo modo que las obras
literarias producidas en los albores de los 90, la cocaína se vuelve el
elemento preponderante sobre el cual se articula una trama intervenida por
todos los rasgos del menemismo como el consumo permanente, la excesiva
frivolidad, el culto al individualismo y –sobre todo para la juventud de ese entonces–
la falta de perspectiva. Este particular contexto social, potencia los dramas
internos de Martín, el personaje central que convive con un padre al que
detesta por completo y responsabiliza por la ausencia de su madre. La carencia
afectiva genera muchas preguntas y tal vez explica ese comportamiento autómata
en búsqueda de respuestas que lo sumerge en una rutina perversa, circular, y en
la que, debido a su incapacidad para involucrarse con los otros, por momentos,
acaba por convertirse –aún de manera inconsciente– en alguien que se alterna
entre el cinismo y la egolatría. Claro que esta caracterización se revela por
ese narrador–protagonista que Parisi articula a lo largo del relato. Nuestro
acceso a la historia es parcial y puramente subjetivo porque es la propia voz
de Martín –acaso sin ninguna mediación– la que nos introduce a un continuo de
situaciones que no dan tregua. Se narra, no se describe. Los adjetivos se
cuentan con una mano y el vértigo de la acción se traslada al lenguaje –llano,
sin diálogos, repleto de discursos indirectos que, por lo general, incrementan
ese realismo crudo sobre el que se cimienta la verosimilitud de esta aventura
urbana. La tecnología pone en evidencia el anclaje a una época que hoy
pareciera prehistórica –aparecen videocaseteras, beepers, teléfonos de línea,
cds– pero también ciertos espacios que definen como pocos la identidad de una
era –se mencionan shoppings, negocios de cadena, discotecas.
Subrayo, de Delivery, su
potencia para retratar un período tan funesto y cómo desde lo individual
cristaliza lo colectivo. Más allá de que el texto formula una reflexión a
propósito del dinero, las mercancías y el valor de las cosas, en ese inevitable
y lógico devenir que supone una actividad ilícita –mezclada con alcohol, sexo y
noches sin dormir–, lo que Delivery pone
en juego es el atractivo contraste entre una cultura hedonista que celebra la
inmediatez y una generación que se siente cada vez más vacía y desamparada. Con
suma precisión, pocos recursos, pero un gran manejo de los climas, Alejandro
Parisi va al grano, aprovecha sus herramientas y se las arregla para dejarte en
cautiverio hasta la última página. Nada mal para un texto debutante y que,
afortunadamente, se acaba de reeditar y, en medio de tanta incertidumbre, además
se resignifica por completo.
Al igual que las películas de secundaria o los dramas adolecentes, las
novelas de iniciación proponen una clase de narrativa cuya naturaleza posee la
virtud de afectarnos, conmovernos e identificarnos. Antes pensaba que eso se
debía a que sus personajes suelen tener una edad que ya todos transitamos y
que, por consiguiente, los conflictos que experimentan los concebimos cercanos.
Nada más tentador que seguir las peripecias de alguien a quien le suceda algo
que comprendo a la perfección y que, por medio de la ficción, además nos
permite comprender mejor lo que sentimos, casi siempre un cumulo de angustia y
decepción ante un mundo que, incómodos, habitamos con más escepticismo que
confianza. Ahora, en cambio, creo que el atractivo de un buen libro radica en
ser un lugar en el que podemos mantenernos a salvo, porque habla nuestro idioma
y permite sentirnos parte de algo. Y con Delivery
me sucede eso. En sus páginas
renace la posibilidad del refugio y me recuerda la certeza –sin certeza– de
que, pese al odio, la intolerancia y el negacionismo, siempre existe una salida
y todo el tiempo del mundo por para ser y hacer aquello que deseamos. Y que una
novela logre eso razón suficiente para reunirnos y brindar. Confiar ciegamente
en que la literatura y la celebración son también una forma de resistencia.
Hace 21 años presentaba por primera vez Delivery.
No podía imaginar que sería la primera novela en publicar,
porque para mí era la única.
Me acuerdo de aquella época, un momento donde todos teníamos
emociones encontradas. Bronca, tristeza, preocupación. Me acuerdo del
aeropuerto, me acuerdo mucho del aeropuerto. Familias despidiéndose, gente
llorando.
Delivery salió en medio de ese contexto que nos atravesaba a
todos. De hecho, mis viejos que hoy están acá en 2002 no pudieron estar porque
ya se habían ido a Italia a buscarse la vida. Como mi hermano, que sigue allá.
Y como todos los que nos fuimos por entonces, y como todos los que están
planeando irse ahora.
Si fuera creyente, diría que cada vez que se publica
Delivery viene la desgracia, la derrota social.
Pero sería injusto: primero, porque esta novela me dio
muchas pero muchas de las cosas que tengo ahora. Un oficio para ganarme la
vida, algo en qué pensar cuando la realidad se pone espesa, otras siete novelas
que vinieron después, y, sobre todo, la confianza de creer en lo que escribo.
Segundo, Delivery no es la causa sino una consecuencia más
de esa desgracia y esa derrota social que se vivía cuando la escribí, allá por
1999. Hoy todos estamos en mayor o menor medida golpeados por la economía, la
falta de perspectivas y una desconfianza enorme por el futuro que va a venir.
Martín es un claro ejemplo de esto.
Tiene un trabajo de muy precario, pone el cuerpo en la calle
por poca plata, siente la ausencia de su mamá y está enfrentado con el padre,
al que culpa de todos sus males. Y algo más: no confía en el futuro porque para
los pibes de su edad, el futuro es algo incierto y, de alguna manera, negado.
Más allá del contexto en el que vive (el fin de los 90, la
desindustrialización, la precariedad maquillada con el supuesto esplendor del
menemismo), Martín tiene la angustia que todos tuvimos a los 20. Los que ahora
tenemos casi 50 y los que están por cumplir 20. Todos nos sentimos interpelados
a esa edad. E incomprendidos y abandonados. Dejar de ser chico implica cierto
abandono: uno tiene que hacerse cargo de lo que le tocó, bancar los trapos para
hacerse su propia vida.
Como muchos, Martín anda a los manotazos. Con el padre para
alejarlo, con las chicas para usarlas o dejarse cuidar, con los clientes que lo
obligan a andar por la calle para satisfacer sus deseos (de empanadas o de
merca, da igual), y con todo ese mundo brillante y seductor que parece
inalcanzable y que de pronto el Tano y los Gordos le ofrecen en bandeja.
¿Cómo no va a repartir merca Martín si trabajando de
Delivery su vida tiene menos importancia que cualquier pieza del ciclomotor?
¿Cómo no va a dejar de lado cualquier moralidad si nadie le tira un centro, ni
su padre, ni el dueño del local de empanadas, ni siquiera el tipo de seguridad
que desconfía de él cuando entra al shopping de Palermo?
Muchos de los que estamos acá compartimos esa incertidumbre
durante aquellos años. Yo era cadete, y cuando los viernes o los sábados a la
noche esperábamos con Agustín a que Nacho terminara de trabajar como encargado
de un local de empanadas, pensaba y me preguntaba qué futuro podían tener los
pibes que trabajaban arriba de las motos. De lejos uno pensaba que vivían joya,
como los amigos de Martín en la novela. Pero si te acercabas descubrías que
esos pibes cuando faltaban por enfermedad no cobraban, y que si se caían de la
moto era problema de ellos, porque nadie los protegía.
¿Qué podían hacer para cambiar sus vidas, para pegar el gran
salto si no había más trabajo que ese que tenían?
No los quiero deprimir. También hay que decir que la pasamos
bien en aquellos años. Como Martín y los pibes, con sus fiestas, sus afanos
fingidos, el vértigo de probar cosas, sus experiencias de adolescentes… Y eso
es muy valioso, porque como dice el Indio, “cuando la noche es mas oscura, se
viene el día en tu corazón”. Quizá por eso Delivery tenga tantos chistes tontos
que hoy, 21 años después me siguen causando gracia.
El humor nos salva a todos, a Martín también.
Pasaron más de veinte años, y hoy sabemos que hay muchísimos
Martines rebuscándose la vida en un contexto violento, difícil,
desesperanzador. Estoy seguro que también se deben estar escribiendo otros
Deliverys que cuenten este tiempo.
Los viejos, que ya somos padres y que además de ir al baño a
cada rato nos emocionamos mucho más de lo que queremos luchar, corremos con
ventaja. Sabemos que todo pasa, y que el secreto para resistir es el mismo que
descubre Martín: alguien que nos quiera, reírnos un rato y saber que siempre va
a haber amigos y familiares que nos van a cuidar.
Quiero agradecerles a Luis Chitarroni, que ya no está, por
haber apostado a esta novela mientras el país se prendía fuego. También a Flor
Cambariere, que me viene apoyando desde hace años y que fue la que, por pedido
de Luis, me llamó en 2001 para decirme que la novela iba a publicarse. A Diego
Paszkowski que me alentó a escribirla y a Glenda Vieytes que me cumplió el
sueño de verla reeditada.
Es una alegría volver a presentar Delivery rodeado por los
mismos de siempre, pero también con los que allá en 2002 no estuvieron: mis
viejos, mis hijos, y todas y todos los lectores y amigos que se sumaron a mi vida.
A todos, gracias por venir. Ahora, brindemos y riamos que para todo lo demás ya
tendremos tiempo de sobra.
martes, 28 de noviembre de 2023
Presentación de Delivery 2023
Hace más de veinte años el querido Luis Chitarroni decidió publicar mi primera novela y me cambió la vida para siempre. Pasaron muchísimas cosas en el medio, y sin embargo acá estamos, con algunas ausencias pero con la alegría de presentar la reedición de DELIVERY.
Quiero festejar y brindar con todos/as los que me vienen acompañando desde hace tanto tiempo.
Será en Caballito, con empanadas y cerveza como exige la novela, y también con una copa de vino porque estamos grandes.
Las/os espero.
domingo, 22 de octubre de 2023
San Juan y la rutina de la sorpresa.
Como hace ya más de 5 años, regresé a la provincia de San Juan para conocer a lxs jóvenes lecorxs de HANKA 753 y EL GUETTO DE LAS OCHO PUERTAS. La sorpresa siempre es inmensa porque lxs pibxs no sólo leen y analizan mis libros para rendir exámenes de Lengua y/o Historia, sino que los resignifican, le dan una nueva vida, se conmueven y después crean cosas tan hermosas como las que me mostraron lxs alumnxs del Fray Mamerto Esquiú: desde dibujos hasta maquetas con escenas de la vida de Hanka (qué lástima que ella no puede ver lo que hicieron, porque se habría emocionado tanto como yo). Incluso dos chicos me explicaron con una pizarra qué producía el gas letal de las cámaras de gas en las células de los cuerpos de las víctimas.
El jueves 19, además de visitar el Fray, donde estuvimos con Teo Erlich hablando de El ghetto hace tantos años, también pude charlar con los chicos de la Escuela Industrial y de la Comercial, que este año se sumaron al proyecto de la mano de la profe Laura.
Es imposible explicar lo que pasa cada vez que visito San Juan. En primer lugar, disfruto de reencontrarme con gente que quiero y admiro mucho, por su dedicación docente, su cariño y su entrega profesional: María Isabel Paredes y Fabiana Puebla, las creadoras de todo esto, Daniela Favaro, Laura y Agostina Yofre, Denis Leal., Vero Villavicencio, el querido vice Raúl Trujillo y todos los docentes y autoridades del Fray Mamerto Esquiú y las escuelas preuniversitarias, Industrial y la de Comercio, que me tratan como si fuera mas de lo que soy.
A lxs chicos, que me interpelan con sus preguntas filosas y me conmueven con la empatía que sienten por los personajes de los libros, gente de carne y hueso, Mira, Edek, Teo, Hanka, León, Nusia, Slawka y Julio, que ya no están con nosotros pero que siguen acá, con voz poderosa, dejando una y otra vez testimonio de lo que sufrieron durante el nazismo y lo que lucharon para convertirse en sobrevivientes.
A Mica, Gema, Noelia, Lourdes y Florencia, que 2017 fueron lxs primerxs lectorx sanjuaninas de El ghetto de las ocho puertas, y nos sorprendieron a Teo y todos con sus anotaciones, observaciones y el mítico árbol genealógico de aquel pizarrón del Fray que terminó de convencer a Teo de que debía ir a conocerlas. Las conocí siendo pibitas, y por eso me emociona verlas convertidas en estas mujeres empoderadas que son ahora.
A Mariana Godoy y Sebastián, su marido, lectores y amigos de hace años, que se acercaron a escuchar las dos charlas que dimos en el salón de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNSJ.
A todos, gracias por todos los regalos, por el cariño y por las lecturas, porque sin ustedes mis novelas estarían inconclusas: que ustedes las lean cumple el mayor anhelo de Mira, Nusia y Hanka, que era que ustedes, los jóvenes, supieran lo que les había pasado a ellas.