"Cuando María Angélica
Garmendia alcanzó la puerta del Banco Nación de Coronel Suárez no podía imaginarse
que ese día, 23 de marzo de 1961, quedaría marcado para siempre en su memoria
y en la de todo el pueblo. En aquel momento ella sólo pensaba en dejar atrás el
calor agobiante que había sumido a Coronel Suárez en una quietud forzada,
obligando a los vecinos a caminar rápido para alcanzar las sombras que
proyectaban los árboles y descansar unos segundos antes de reemprender su
marcha. Quizá por eso, al llegar al umbral de la puerta, María se detuvo a
observar con sorpresa a los hombres que, al otro lado de la calle, conversaban
al sol en la plaza San Martín.
—Buen día, señorita María —la saludó
el cabo Fernández, custodio del banco.
—Buen día, Eusebio —respondió ella,
enfrentando la mirada tímida de ese joven que jamás cruzaba la línea de la
formalidad.
—Hace demasiado calor para estar en
la calle.
—Yo tengo que trabajar igual
—respondió María, avanzando hacia uno de los mostradores en el que, acodados,
con la mirada perdida, tres hombres se demoraban en rellenar distintos papeles,
como si su tardanza fuera una estrategia para aplazar el momento de regresar a
la calle.
María apoyó sobre el granito color
marfil la carpeta con los expedientes. Suspiró con fuerza. Luego retiró un
pañuelo gris de su cartera para secarse la frente y el cuello. Poco a poco, el
aire fresco que impulsaban las paletas de los cuatro ventiladores del banco y
movían levemente su vestido floreado la envolvió en una placidez
reconfortante.
Sus movimientos parecieron sacar a
los tres clientes del sopor en el que estaban inmersos, y, coordinados, giraron
la cabeza para mirarla. Era extraño ver mujeres en el banco, y más extraño aún
era ver a una chica tan joven como María. Hipnotizados por la imagen, los tres
hombres la observaron doblar el pañuelo y volver a colocarlo en su bolsillo.
—Buenos días, señor Hanns, señor
Urquiza y señor González —dijo María.
Los tres parpadearon al escucharla,
como si sólo entonces la reconocieran.
—Buenos días, María —dijeron a coro,
al tiempo que volvían a concentrarse en los expedientes, cheques y documentos
que tenían ante sí.
Al principio le había costado
acostumbrarse a enfrentar las miradas y las sonrisas de todos aquellos hombres.
Sin embargo, María había resistido a todo, y ahora, un año después de empezar
a trabajar para el señor Hermann, se movía por las colonias alemanas, por el
pueblo y por los bancos con naturalidad, tan segura de sí misma como para
soportar cualquier comentario, incluso los de su propia madre.
Retiró los expedientes de la carpeta
y, a su vez, de cada uno de ellos extrajo los formularios que ya había completado
y que ahora necesitaba sellar para que el señor Hermann pudiera tramitar las
jubilaciones de sus clientes ante el Estado argentino.
Consultó la hora. Habían pasado
algunos minutos del mediodía. Debía apurarse si no quería que el señor Hermann
se molestara por su tardanza. Se ubicó en la fila de una de las cajas. En el
banco se notaba bastante movimiento. “Quizás todos estén escapando del calor”,
pensó María mientras saludaba con gestos a todos los que la reconocían.
La fila no avanzaba. Por lo que
decían los clientes, al cajero le había bajado la presión antes de entrar al
trabajo y su reemplazante no terminaba de agilizar la atención. Aburrida,
María se detuvo a escuchar la conversación que mantenían las dos mujeres
mayores que estaban delante de ella.
—Explicame, ¿quién puede usar
sobretodo negro con estas temperaturas?
—El jefe de la estación le dijo que
habían llegado desde Mar del Plata.
—¿Desde Mar del Plata? Estás loca,
Eugenia. Nadie podría soportar un viaje tan largo envuelto en uno de esos
abrigos. ¿Estás segura de que estaban vestidos así? ¿No te habrás confundido?
¿No serían curas en sotana?
La mujer llamada Eugenia frunció la
boca, ofendida.
—Te juro que no. Eran tres hombres
altos, dos rubios y uno pelirrojo. También tenían pantalones y zapatos negros.
Caminaban con las manos en los bolsillos del sobretodo.
—¿Y cuándo decís que los vio?
—El lunes.
—¿Quiénes eran?
—No sabe. Mi comadre dice que ese día
fue a la peluquería y los vio salir de la casa del doctor Frenkel.
—¿La Petisa? ¿De la peluquería de
Aurora?
—Sí.
—Queda a media cuadra de la casa de
Frenkel, y tu comadre no ve un burro a dos metros.
—Y así y todo se casó con Justino.
—¿Y qué querés, si él ve menos que
ella?
Las dos estallaron en una carcajada.
María no pudo reprimir su sonrisa. Las habladurías del pueblo la divertían y la
irritaban en partes iguales.
La fila avanzó, los clientes dieron
un paso adelante.
Entonces, las sirenas de varios autos
de la policía rompieron la quietud del banco y de todo el pueblo. Más acostumbrados
a las sirenas de los bomberos, porque en Suárez había más incendios que
criminales, todos parecieron inquietarse.
—¿Qué pasa?
—¿Por qué tanto lío?
Como las dos mujeres que estaban
delante de María, el resto de los empleados y clientes se hicieron las mismas preguntas.
Incluso el cabo Fernández dejó su lugar y salió a la calle para ver qué pasaba.
Lo siguieron dos o tres hombres, pero regresaron de inmediato. El sol era más
fuerte que su curiosidad.
—¿Qué pasó, Eusebio? —preguntó
alguien desde la línea de cajas.
—No sé, van para el lado de la
estación.
Cuando los últimos estertores de las
sirenas se apagaron, todos volvieron a sus conversaciones y trámites. La fila
avanzó un poco más y las dos mujeres que estaban delante de María alcanzaron la
ventanilla. Ella contó una vez más el dinero que le había dado el señor Hermann
y se dispuso a esperar su turno.
Desde una de las oficinas llegó el
sonido de un teléfono.
Segundos más tarde, el gerente del
banco, el contador Franco Benavídez, salió de su oficina, avanzó dando grandes
zancadas y se detuvo en el centro del salón. Con gesto preocupado, comenzó a
mirar a cada uno de los clientes hasta que posó sus ojos en María. Ella le
sonrió, como siempre. Lo conocía desde pequeña porque había ido a la escuela
con su hija, hasta que la pobre Alicia murió de polio a finales de quinto
grado.
A diferencia de sus encuentros
anteriores, esta vez Benavídez no le devolvió la sonrisa, sino que le hizo una
seña para que la siguiera.
—Buen día, señor Benavídez, ¿pasó
algo?
—Creo que sí —dijo Benavídez,
señalando el tubo del teléfono que, descolgado, yacía sobre el escritorio de su
oficina.
—¿Es para mí? —dijo María, incrédula.
Nadie de su familia tenía teléfono, y si lo tuvieran, ¿cómo podían saber que
estaba en el banco?—. Debe ser para otra María —dijo.
—Es la señora Hermann —le aclaró
Benavídez.
María extendió su mano y se llevó el
auricular al oído.
—María, dejá todo lo que estás
haciendo y vení a casa, por favor —le dijo la señora Marta con voz desesperada.
Ni siquiera sintió el sol cayendo
sobre su cabeza como un rayo ardiente. Todos sus sentidos estaban concentrados
en la breve conversación que había mantenido con la señora Hermann. Nunca, en
el tiempo que llevaba trabajando para su marido, ni ella ni el señor Hermann
habían hecho algo parecido, mucho menos tutearla. ¿Qué habría pasado? ¿Se
habría descompensado el señor Hermann? Podía haber ocurrido cualquier cosa,
algo demasiado grave para que le pidieran que regresara sin haber cumplido el
encargo.
En la plaza San Martín los hombres
seguían conversando. María ni los miró, se echó a correr en dirección a la
estación del ferrocarril con la carpeta apretada contra el pecho.
Cruzó las vías y, nada más alcanzar
el inicio de la avenida San Martín, encontró dos patrulleros que, atravesados
en la calle, impedían el paso del tránsito. A la distancia vio también la
silueta de varios autos negros y camiones del ejército. Ni ella ni ninguno de
los habitantes de Coronel Suárez había visto jamás semejante despliegue
policial en las calles del pueblo.
Siguió corriendo, y al llegar al
cruce de San Martín con Baigorria, un par de soldados se cruzaron en su camino.
—No puede pasar, señorita. Hay un
operativo federal.
—Yo trabajo en esa casa. La señora
Hermann me pidió que…
—No puede…
Antes de que el soldado terminara la
frase, María ya había desaparecido entre los soldados y policías que iban de un
lado a otro. El sol se reflejaba en el metal de las decenas de armas que se
alzaban en aquel mediodía de marzo.
Arriba, como sombras sin rostro
recortadas sobre el cielo diáfano, hombres vestidos de civil empuñaban pistolas
cortas. Caminaban hacia la casa de los Hermann por sobre los techos de las
casas vecinas, agazapados, como si esperaran ser atacados por alguien.
Entre los uniformes verdes, grises y
azules que ocupaban la cuadra de los Hermann, resaltaban unos pocos vecinos
que, en camiseta y con los brazos desnudos, no habían podido resistir la
curiosidad ante aquel movimiento inusitado y habían abandonado el almuerzo
familiar para ver qué ocurría afuera.
María los escuchó:
—Me lo dijo Domínguez. Se llama
Mengele. Se debe haber cambiado el nombre cuando llegó a la Argentina.
—Mirá, ahí va la secretaria. Pobre
piba, cuando se entere de que trabajaba para un nazi…
Al oírlos María recordó a aquellos
periodistas ingleses que se habían presentado unos días antes en casa de los
Hermann. De pronto le vinieron a la mente todas las preguntas que no se había
animado a formularse en el último año: ¿por qué su jefe le había hecho escribir
tantas cartas al hombre que investigaba a los criminales nazis en Israel?
¿Quién era en realidad el señor Hermann?
Alcanzó los vehículos detenidos
frente al número 241 de la avenida San Martín y giró sobre sus talones para
contemplar la escena completa: contó veintiséis hombres armados, entre civiles
y militares, tres camiones del ejército, cuatro patrullas y dos autos de calle
sin patente. Si bien pudo reconocer a algunos de los policías del pueblo, a la
gran mayoría nunca los había visto por Suárez ni por las colonias. Pronto, los
hombres armados que caminaban por los techos alcanzaron el de la casa de los
Hermann apuntando con sus pistolas en todas direcciones. Fue en ese momento que
María descubrió a aquellos tres hombres, dos rubios, uno pelirrojo, vestidos
con largos sobretodos negros.
Paralizada, permaneció en su lugar
durante unos segundos, hasta que unos ladridos llamaron su atención. A través
de la ventana del frente de la casa, vio a la señora Marta con Waldi entre los
brazos. El pequeño perro salchicha ladraba y se sacudía con desesperación. Sin
darse cuenta, María comenzó a caminar entre las armas y los autos.
—¿Adónde va? No puede entrar. Este es
un operativo…
Se zafó de la mano que intentaba
retenerla y entró a la casa. En la sala, un puñado de hombres revolvía cajones,
estanterías y placares, arrojando todo al piso. Marta Hermann sostenía con una
mano al perro y con la otra un cigarrillo que se consumía mientras ella miraba
con impotencia el desastre que se expandía por esa casa que siempre había
llevado con cuidado y pulcritud. Desde el estudio comenzó a salir una hilera de
hombres de uniforme cargando cajas que contenían las carpetas y los papeles del
archivo del señor Hermann.
De pronto, la señora Marta lanzó un
grito furioso por sobre los ladridos de su perro:
—Esto es una locura, comisario. Hace
más de seis años que vivimos acá. Usted nos conoce, usted sabe quiénes somos.
Se están llevando papeles que no les interesan.
Domínguez, que estaba controlando el
allanamiento, le dedicó una mirada avergonzada. Después puso los ojos en blanco
y se encogió de hombros.
—Lo siento, señora. Es una orden de
arriba. No puedo hacer nada. Nos pidieron que nos saquemos todos los papeles.
Junto al reloj cucú de pared, sentado
en un sillón con las rodillas juntas, Lothar Hermann guardaba silencio con los
anteojos negros puestos.
María se acercó, apoyó su mano
derecha sobre el hombro de su jefe y le dijo al oído:
—Ya llegué, señor Hermann.
Lentamente, él se llevó la mano
derecha al hombro izquierdo y, con una delicadeza familiar, dio tres leves golpes
sobre la mano de su secretaria.
—Gracias, María —susurró.
—En la calle dicen que usted es
Mengele —dijo María, y bajando aun más su tono de voz, rogando que todo fuera
mentira, preguntó—: ¿Es verdad? ¿Usted es un nazi?
Lothar Hermann sonrió con amargura.
—Por favor, María, encárguese de
Waldi, que está nervioso —fue su única respuesta."