Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 5 de mayo de 2025

El héroe olvidado. Sudamericana 2025. Primer capítulo.

 



"Cuando María Angélica Garmendia alcanzó la puerta del Banco Nación de Coronel Suárez no podía ima­ginarse que ese día, 23 de marzo de 1961, quedaría marca­do para siempre en su memoria y en la de todo el pueblo. En aquel momento ella sólo pensaba en dejar atrás el calor agobiante que había sumido a Coronel Suárez en una quie­tud forzada, obligando a los vecinos a caminar rápido para alcanzar las sombras que proyectaban los árboles y descan­sar unos segundos antes de reemprender su marcha. Quizá por eso, al llegar al umbral de la puerta, María se detuvo a observar con sorpresa a los hombres que, al otro lado de la calle, conversaban al sol en la plaza San Martín.

—Buen día, señorita María —la saludó el cabo Fernán­dez, custodio del banco.

—Buen día, Eusebio —respondió ella, enfrentando la mirada tímida de ese joven que jamás cruzaba la línea de la formalidad.

—Hace demasiado calor para estar en la calle.

—Yo tengo que trabajar igual —respondió María, avan­zando hacia uno de los mostradores en el que, acodados, con la mirada perdida, tres hombres se demoraban en rellenar distintos papeles, como si su tardanza fuera una estrate­gia para aplazar el momento de regresar a la calle.

María apoyó sobre el granito color marfil la carpeta con los expedientes. Suspiró con fuerza. Luego retiró un pañue­lo gris de su cartera para secarse la frente y el cuello. Poco a poco, el aire fresco que impulsaban las paletas de los cuatro ventiladores del banco y movían levemente su vestido flo­reado la envolvió en una placidez reconfortante.

Sus movimientos parecieron sacar a los tres clientes del sopor en el que estaban inmersos, y, coordinados, giraron la cabeza para mirarla. Era extraño ver mujeres en el banco, y más extraño aún era ver a una chica tan joven como María. Hipnotizados por la imagen, los tres hombres la observaron doblar el pañuelo y volver a colocarlo en su bolsillo.

—Buenos días, señor Hanns, señor Urquiza y señor González —dijo María.

Los tres parpadearon al escucharla, como si sólo enton­ces la reconocieran.

—Buenos días, María —dijeron a coro, al tiempo que volvían a concentrarse en los expedientes, cheques y docu­mentos que tenían ante sí.

Al principio le había costado acostumbrarse a enfrentar las miradas y las sonrisas de todos aquellos hombres. Sin embargo, María había resistido a todo, y ahora, un año des­pués de empezar a trabajar para el señor Hermann, se movía por las colonias alemanas, por el pueblo y por los bancos con naturalidad, tan segura de sí misma como para soportar cualquier comentario, incluso los de su propia madre.

Retiró los expedientes de la carpeta y, a su vez, de cada uno de ellos extrajo los formularios que ya había comple­tado y que ahora necesitaba sellar para que el señor Her­mann pudiera tramitar las jubilaciones de sus clientes ante el Estado argentino.

Consultó la hora. Habían pasado algunos minutos del mediodía. Debía apurarse si no quería que el señor Her­mann se molestara por su tardanza. Se ubicó en la fila de una de las cajas. En el banco se notaba bastante movimien­to. “Quizás todos estén escapando del calor”, pensó María mientras saludaba con gestos a todos los que la reconocían.

La fila no avanzaba. Por lo que decían los clientes, al cajero le había bajado la presión antes de entrar al trabajo y su reemplazante no terminaba de agilizar la atención. Abu­rrida, María se detuvo a escuchar la conversación que man­tenían las dos mujeres mayores que estaban delante de ella.

—Explicame, ¿quién puede usar sobretodo negro con estas temperaturas?

—El jefe de la estación le dijo que habían llegado desde Mar del Plata.

—¿Desde Mar del Plata? Estás loca, Eugenia. Nadie podría soportar un viaje tan largo envuelto en uno de esos abrigos. ¿Estás segura de que estaban vestidos así? ¿No te habrás confundido? ¿No serían curas en sotana?

La mujer llamada Eugenia frunció la boca, ofendida.

—Te juro que no. Eran tres hombres altos, dos rubios y uno pelirrojo. También tenían pantalones y zapatos negros. Caminaban con las manos en los bolsillos del sobretodo.

—¿Y cuándo decís que los vio?

—El lunes.

—¿Quiénes eran?

—No sabe. Mi comadre dice que ese día fue a la pelu­quería y los vio salir de la casa del doctor Frenkel.

—¿La Petisa? ¿De la peluquería de Aurora?

—Sí.

—Queda a media cuadra de la casa de Frenkel, y tu comadre no ve un burro a dos metros.

—Y así y todo se casó con Justino.

—¿Y qué querés, si él ve menos que ella?

Las dos estallaron en una carcajada. María no pudo reprimir su sonrisa. Las habladurías del pueblo la divertían y la irritaban en partes iguales.

La fila avanzó, los clientes dieron un paso adelante.

Entonces, las sirenas de varios autos de la policía rom­pieron la quietud del banco y de todo el pueblo. Más acos­tumbrados a las sirenas de los bomberos, porque en Suárez había más incendios que criminales, todos parecieron inquietarse.

—¿Qué pasa?

—¿Por qué tanto lío?

Como las dos mujeres que estaban delante de María, el resto de los empleados y clientes se hicieron las mismas pre­guntas. Incluso el cabo Fernández dejó su lugar y salió a la calle para ver qué pasaba. Lo siguieron dos o tres hombres, pero regresaron de inmediato. El sol era más fuerte que su curiosidad.

—¿Qué pasó, Eusebio? —preguntó alguien desde la línea de cajas.

—No sé, van para el lado de la estación.

Cuando los últimos estertores de las sirenas se apaga­ron, todos volvieron a sus conversaciones y trámites. La fila avanzó un poco más y las dos mujeres que estaban delante de María alcanzaron la ventanilla. Ella contó una vez más el dinero que le había dado el señor Hermann y se dispuso a esperar su turno.

Desde una de las oficinas llegó el sonido de un teléfono.

Segundos más tarde, el gerente del banco, el contador Franco Benavídez, salió de su oficina, avanzó dando grandes zancadas y se detuvo en el centro del salón. Con gesto preocupado, comenzó a mirar a cada uno de los clientes hasta que posó sus ojos en María. Ella le sonrió, como siempre. Lo conocía desde pequeña porque había ido a la escuela con su hija, hasta que la pobre Alicia murió de polio a finales de quinto grado.

A diferencia de sus encuentros anteriores, esta vez Benavídez no le devolvió la sonrisa, sino que le hizo una seña para que la siguiera.

—Buen día, señor Benavídez, ¿pasó algo?

—Creo que sí —dijo Benavídez, señalando el tubo del teléfono que, descolgado, yacía sobre el escritorio de su ofi­cina.

—¿Es para mí? —dijo María, incrédula. Nadie de su familia tenía teléfono, y si lo tuvieran, ¿cómo podían saber que estaba en el banco?—. Debe ser para otra María —dijo.

—Es la señora Hermann —le aclaró Benavídez.

María extendió su mano y se llevó el auricular al oído.

—María, dejá todo lo que estás haciendo y vení a casa, por favor —le dijo la señora Marta con voz desesperada.

 

Ni siquiera sintió el sol cayendo sobre su cabeza como un rayo ardiente. Todos sus sentidos estaban concentrados en la breve conversación que había mantenido con la seño­ra Hermann. Nunca, en el tiempo que llevaba trabajando para su marido, ni ella ni el señor Hermann habían hecho algo parecido, mucho menos tutearla. ¿Qué habría pasado? ¿Se habría descompensado el señor Hermann? Podía haber ocurrido cualquier cosa, algo demasiado grave para que le pidieran que regresara sin haber cumplido el encargo.

En la plaza San Martín los hombres seguían conversan­do. María ni los miró, se echó a correr en dirección a la esta­ción del ferrocarril con la carpeta apretada contra el pecho.

Cruzó las vías y, nada más alcanzar el inicio de la ave­nida San Martín, encontró dos patrulleros que, atravesados en la calle, impedían el paso del tránsito. A la distancia vio también la silueta de varios autos negros y camiones del ejército. Ni ella ni ninguno de los habitantes de Coronel Suárez había visto jamás semejante despliegue policial en las calles del pueblo.

Siguió corriendo, y al llegar al cruce de San Martín con Baigorria, un par de soldados se cruzaron en su camino.

—No puede pasar, señorita. Hay un operativo federal.

—Yo trabajo en esa casa. La señora Hermann me pidió que…

—No puede…

Antes de que el soldado terminara la frase, María ya había desaparecido entre los soldados y policías que iban de un lado a otro. El sol se reflejaba en el metal de las decenas de armas que se alzaban en aquel mediodía de marzo.

Arriba, como sombras sin rostro recortadas sobre el cielo diáfano, hombres vestidos de civil empuñaban pistolas cortas. Caminaban hacia la casa de los Hermann por sobre los techos de las casas vecinas, agazapados, como si espera­ran ser atacados por alguien.

Entre los uniformes verdes, grises y azules que ocupa­ban la cuadra de los Hermann, resaltaban unos pocos veci­nos que, en camiseta y con los brazos desnudos, no habían podido resistir la curiosidad ante aquel movimiento inusita­do y habían abandonado el almuerzo familiar para ver qué ocurría afuera.

María los escuchó:

—Me lo dijo Domínguez. Se llama Mengele. Se debe haber cambiado el nombre cuando llegó a la Argentina.

—Mirá, ahí va la secretaria. Pobre piba, cuando se ente­re de que trabajaba para un nazi…

Al oírlos María recordó a aquellos periodistas ingle­ses que se habían presentado unos días antes en casa de los Hermann. De pronto le vinieron a la mente todas las pre­guntas que no se había animado a formularse en el último año: ¿por qué su jefe le había hecho escribir tantas cartas al hombre que investigaba a los criminales nazis en Israel? ¿Quién era en realidad el señor Hermann?

Alcanzó los vehículos detenidos frente al número 241 de la avenida San Martín y giró sobre sus talones para contemplar la escena completa: contó veintiséis hombres armados, entre civiles y militares, tres camiones del ejér­cito, cuatro patrullas y dos autos de calle sin patente. Si bien pudo reconocer a algunos de los policías del pueblo, a la gran mayoría nunca los había visto por Suárez ni por las colonias. Pronto, los hombres armados que caminaban por los techos alcanzaron el de la casa de los Hermann apuntando con sus pistolas en todas direcciones. Fue en ese momento que María descubrió a aquellos tres hombres, dos rubios, uno pelirrojo, vestidos con largos sobretodos negros.

Paralizada, permaneció en su lugar durante unos segun­dos, hasta que unos ladridos llamaron su atención. A través de la ventana del frente de la casa, vio a la señora Marta con Waldi entre los brazos. El pequeño perro salchicha ladra­ba y se sacudía con desesperación. Sin darse cuenta, María comenzó a caminar entre las armas y los autos.

—¿Adónde va? No puede entrar. Este es un operativo…

Se zafó de la mano que intentaba retenerla y entró a la casa. En la sala, un puñado de hombres revolvía cajones, estanterías y placares, arrojando todo al piso. Marta Her­mann sostenía con una mano al perro y con la otra un ciga­rrillo que se consumía mientras ella miraba con impotencia el desastre que se expandía por esa casa que siempre había llevado con cuidado y pulcritud. Desde el estudio comenzó a salir una hilera de hombres de uniforme cargando cajas que contenían las carpetas y los papeles del archivo del señor Hermann.

De pronto, la señora Marta lanzó un grito furioso por sobre los ladridos de su perro:

—Esto es una locura, comisario. Hace más de seis años que vivimos acá. Usted nos conoce, usted sabe quiénes somos. Se están llevando papeles que no les interesan.

Domínguez, que estaba controlando el allanamiento, le dedicó una mirada avergonzada. Después puso los ojos en blanco y se encogió de hombros.

—Lo siento, señora. Es una orden de arriba. No puedo hacer nada. Nos pidieron que nos saquemos todos los papeles.

Junto al reloj cucú de pared, sentado en un sillón con las rodillas juntas, Lothar Hermann guardaba silencio con los anteojos negros puestos.

María se acercó, apoyó su mano derecha sobre el hom­bro de su jefe y le dijo al oído:

—Ya llegué, señor Hermann.

Lentamente, él se llevó la mano derecha al hombro izquierdo y, con una delicadeza familiar, dio tres leves gol­pes sobre la mano de su secretaria.

—Gracias, María —susurró.

—En la calle dicen que usted es Mengele —dijo María, y bajando aun más su tono de voz, rogando que todo fuera mentira, preguntó—: ¿Es verdad? ¿Usted es un nazi?

Lothar Hermann sonrió con amargura.

—Por favor, María, encárguese de Waldi, que está ner­vioso —fue su única respuesta."


miércoles, 30 de abril de 2025

EL HEROE OLVIDADO. Editorial Sudamericana, 1 de mayo de 2025



Mañana 1 de mayo de 2025 sale a la venta mi nueva novela, EL HEROE OLVIDADO.

Ojalá puedan leerla.


EL HEROE OLVIDADO
Lothar Hermann, sobreviviente del Holocausto, logró escapar del horror junto a su esposa y se refugió en el norte de la provincia de Buenos Aires, buscando reconstruir su vida en paz. Sin embargo, al poco tiempo descubrió que uno de los vecinos de su nuevo barrio era Adolf Eichmann, el principal responsable de implementar la maquinaria mortal de los campos de concentración donde habían asesinado a sus propios familiares. Este hallazgo cambió todo, y empujó a Lothar a iniciar una cruzada para denunciar al criminal de guerra ante diferentes organismos internacionales. A pesar de ser ignorado, acosado y finalmente relegado al olvido, la tenacidad de Lothar Hermann resultó fundamental para capturar y enjuiciar a uno de los genocidas más despiadados del siglo XX. En El héroe olvidado, Alejandro Parisi relata cómo Liliana Hermann, sobrina nieta de Lothar, reconstruyó esta extraordinaria historia, sacando a la luz el legado de un hombre que arriesgó todo para enfrentar al nazismo y buscar justicia para sus víctimas.

martes, 8 de abril de 2025

Feria del Libro de Buenos Aires 2025

 



El 1° de mayo sale a la venta mi nueva novela, EL HEROE OLVIDADO, basada en la vida de Lothar Hermann, el hombre que denunció a Adolf Eichmann en Argentina.

La presentamos el 11 de mayo a las 17.30 hs en la Sala Rodolfo Walsh de la Feria del Libro, junto con Liliana Hermann, sobrina nieta de Lothar.

Nos va a acompañar Facundo Pastor.

Ojalá puedan leerla y acompañarnos en la presentación.

Los esperamos!



viernes, 1 de marzo de 2024

Su rostro en el tiempo, o el tiempo de falsos profetas





Semanas más tarde, mientras cenaban, los Licatesi oyeron las voces de los vecinos que gritaban y reían en la calle. Mariano se levantó de la mesa y salió, seguido por la abuela y los niños. Aquella semana no habían ido a trabajar al campo porque Filippo le había recomendado a Marianno participar de un acto fascista. Esa noche vieron que los vecinos salían de las casas y se alejaban hacia la costa cargando sillas y botellas de vino. Giovanni, que había pasado todo el día fuera, se acercó a la casa para darles la noticia.  
­     El Duce va a dar un discurso en Roma y Don Caltanisetta sacó su radio a la calle para que todos podamos escucharlo.
Su padre lo miró con furia, sin embargo asintió. Aunque no le interesaba lo que podía llegar a decir ese sinvergüenza, debía continuar la farsa que le permitía seguir con vida.  
Se volvió hacia sus hijos mayores y les ordenó que lo acompañaran.
-  Vos también – dijo, sin mirar a Giuseppina.
Desde que se había acordado el compromiso, Marianno no era capaz de ocultar su vergüenza ante su hija. Giuseppina lo sabía, pero eso no le bastaba para perdonarlo. Marianno, Nino, los mellizos y Giuseppina fueron detrás de Giovanni. Los carabinieris que se cruzaban en su camino lo saludaban y le gritaban
­    -  Viva el Duce
haciendo el saludo fascista.
Poco a poco se acercaron al grupo de paisanos que, de pie y sentados en el suelo o en sillas, se agolpaban debajo del balcón de Don Caltanisetta. Sobre ellos, el don fumaba sentado junto a algunos oficiales y una enorme caja de madera que emitía el sonido de una marcha militar. En los dos extremos del balcón habían colgado enormes banderas italianas que caían, flácidas, en aquella calurosa tarde en la que no soplaba el viento. 
Giovanni se adelantó; Giuseppina lo vio acercarse al grupo de soldados que bloqueaban la puerta de la casa, cuidando que nadie se colara en su interior. Por sobre las cabezas de los vecinos, Filippo empujaba a los curiosos y daba órdenes a los jóvenes soldados que apenas le llegaban a la altura de los hombros.  Al ver a Giuseppina, Filippo dejó lo que estaba haciendo y se acercó a ella.
­  -  Buenas noches, me alegro de verte.
Giuseppina no dijo nada, el que contestó fue su padre.
­-    Ella también.
Filippo la besó en la mejilla y se marchó.
Para muchos, esa era la primera vez que veían una radio. Vicenzo y Pietro entornaron los ojos como si quisieran descifrar el misterio que envolvía aquella caja: ¿era posible que los músicos estuvieran escondidos allí dentro? ¿o quizá estaban tocando en el salón del primer piso, a espaldas de don Caltanisetta? Se lo preguntaron a Nino.
­   -   Es una radio – les dijo su hermano – la gente habla por ella desde Roma...
­   -   ¿Los músicos… – comenzó a preguntar Vicenzo.
­   -  …están Roma? - completó Pietro, incrédulo.
Para ver mejor, Vicenzo se subió a los hombros de Pietro durante unos minutos, y luego intercambiaron la posición. Hubieran querido estar más cerca de la radio, tocarla, ver qué había en su interior… Tenían siete años, pero hubieran hecho cualquier cosa por apoderarse de aquel prodigio.
Nino y su padre contemplaban todo sin hablar. Aburrida, Giuseppina observaba a los vecinos que se acomodaban en las sillas y en el suelo y bebían y hablaban a los gritos excitados por el vino que repartían los hombres de Don Caltanisetta.
Cuando comenzó a sonar la Giovinezza los que estaban en el balcón se pusieron de pie. Los que estaban en la calle hicieron lo mismo. Las voces se fueron apagando poco a poco, y cuando terminó la música todos alzaron la vista hacia la radio.
Entonces el Duce comenzó a hablar:


­     - “Combatientes de tierra, del mar y del aire.  Camisas Negras de la Revolución y de las Legiones, hombres y mujeres de Italia, del Imperio y del Reino de Albania.  ¡Escuchen! Una hora señalada del destino, sacude el cielo de nuestra patria…
Se oyó un clamor de voces que obligaron al Duce a interrumpir su discurso, en parte acallado por aquellos gritos y en parte para disfrutar del efecto de sus palabras. En Castellamare todos se unieron a los gritos que llegaban desde Roma y festejaban por adelantado la noticia que sólo algunos esperaban oír. Giuseppina no lograba descifrar lo que gritaban. Al fin, cuando todos se callaron, el Duce volvió a hablar:
­ -   “…una hora de las decisiones irrevocables.  La declaración de guerra, ya ha sido consignada a los embajadores de…”
El Duce volvió a callar, y esta vez Giuseppina sí entendió lo que gritaba la multitud:
­-     ¡Guerra! ¡Guerra! – gritaban en Roma.
­-     ¡Guerra! ¡Guerra! – gritaba don Caltanisetta en el balcón.
­-     ¡Guerra! ¡Guerra! – gritaban algunos vecinos, parados sobre las sillas.
­-     ¡Guerra! ¡Guerra! – gritaron Vicenzo y Pietro a coro, y sólo se detuvieron cuando su padre los sujetó del cuello.
El Duce continuó:
­ -    “… a los embajadores de Gran Bretaña y de Francia.”
Desde el balcón, uno de los oficiales disparó al aire una, dos, tres veces, alzando su pistola y provocando a la gente, que volvió a gritar:
­ -    ¡Guerra! ¡Guerra!
Junto a Giuseppina, su padre sudaba con nerviosismo. Ella sólo podía oír frases sueltas, palabras incomprensibles que se mezclaban con los gritos de quienes estaban a su alrededor:
­-     “…Nuestra conciencia está absolutamente tranquila… …un gran pueblo es realmente tal, si considera sagrados sus empeños y si no evade las pruebas supremas que ha dispuesto el curso de la Historia…  porque un pueblo de cuarenta y cinco millones de almas, no es verdaderamente libre si no ha liberado el acceso a su océano... …cuando se tiene a un amigo se marcha hasta el final con él… con Alemania, con su pueblo, con sus victoriosas fuerzas armadas...
Alguien, de pie sobre una silla, agitó una bandera italiana y todos aplaudieron. Don Caltanisetta alzó la mano y de pronto se hizo un silencio. En medio del paroxismo que se extendía desde los Alpes hasta aquel último rincón del país, el Duce los animaba a tomar una decisión irrevocable:
­-     “…Pueblo italiano, corre a las armas y demuestra tu tenacidad, tu ánimo, tu valor."
Música. Una melodía de violines y platillos envolvió la calle, el pueblo entero. En el balcón don Caltanisetta se abrazaba con los oficiales, los vecinos batían palmas mientras los soldados disparaban sus fusiles al cielo violáceo, aún vacío de estrellas.
­-     Vamos – ordenó Marianno y, seguido por Nino y Giuseppina, comenzó a abrirse paso entre la gente.
Vicenzo y Pietro se demoraron algunos minutos observando a los soldados que sujetaban la radio en el balcón y se disponían a cargarla al interior de la casa. Su padre, Nino y Giuseppina los esperaban en una esquina. Al verlos llegar, Marianno se acercó a ellos y les dio una bofetada a cada uno. Hipnotizados por el fervor que los rodeaba, Vicenzo y Pietro ni siquiera sintieron el golpe. Marianno murmuró un insulto y apuró el paso.
En el camino se cruzaron con una anciana vestida de negro, que aferraba un rosario y lloraba levantado las manos al cielo.
­-     Santa Madonna, Santa Madonna.
Al llegar a la casa, la abuela estaba de pie en la puerta frotándose las manos en el delantal.  
­-     Comenzó la guerra – dijo Giuseppina.
­-     Desgraciados, nos van a matar a todos.
Marianno mandó a Nino y a los mellizos a acostarse; al día siguiente saldrían para el campo. Sus hijos se quitaron las ropas y se acostaron rápidamente, aunque no pudieron dormirse hasta poco antes del amanecer: desde la cama podían oír los festejos, los cánticos y los disparos que continuaron durante toda la noche de aquel 10 de junio de 1940.
Marianno, en cambio, se quedó fumando junto al pozo, contemplando el reflejo de la luna sobre un trozo de mar. El azote de la Providencia volvería a castigarlos a todos, y él miraba los buques petrificados en las aguas calmas del Golfo sabiendo que no bastarían para detener a los enemigos del Duce.
En la cama, con el pequeño Giulio entre sus brazos, Giuseppina lloraba por su destino, pero más aún por haber permitido que Vito se fuera. Había sido una cobarde al rechazarlo. Ahora lo sabía. En el silencio de la casa, Giuseppina supo que lo único que podría salvarla era escaparse con Vito.  

Su rostro en el tiempo, Ed. Sudamericana, 2016

martes, 23 de enero de 2024

Balestra y Angelito Gómez, el futbolista atormentado.

 



Los Pájaros Negros, Ed. Sudamericana, 2021 (fragmento)

Buenos Aires. 2009.

 

Al verlo sentado en el suelo con un tobillo atado a la pata de la cama, cubriéndose el rostro con las manos manchadas de sangre y el cuerpo sacudiéndose por el llanto, nadie hubiera podido imaginar que ese pibe de dieciocho años llamado Ángel Gómez valía catorce millones de dólares libres de impuestos. 

Sin despegar la vista del pibe, Balestra contaba los minutos que faltaban para terminar su trabajo. Afuera amanecía, y la llovizna parecía flotar en el aire brumoso de abril que cubría los campos de Ezeiza. Sorbió un trago de whisky y cerró los ojos pensando en la isla, en la tranquilidad de la isla. Pronto, a más tardar a las dos de la tarde, estaría en el Tigre y todo lo que había vivido en los últimos once días sería una anécdota para contarle a Obdulio.

Eso si Gómez llegaba vivo a las ocho y cuarto de la mañana.

Más allá del hastío que le había dejado aquel trabajo sórdido de niñera muy bien paga, el detective no podía sentir más que lástima por Ángel Gómez. Su currículum era el mismo que el de casi todos los jugadores de fútbol: infancia en una villa miseria, siete hermanos menores de una madre abnegada y un padre alcohólico, violencia familiar, una habilidad innata para jugar al fútbol, fracaso escolar y luego, a los quince años, la llegada al club donde había hecho las divisiones inferiores y en el que había debutado en el asenso, apenas seis meses atrás. El éxito repentino se había traducido en la citación a la Selección Argentina Sub-20 y un contrato profesional con una altísima cláusula de venta. La repentina lluvia de popularidad y dinero habían llevado a Angelito Gómez a creerse el dueño del mundo y, sin saber conducir, a comprarse el auto importado con el que terminó atropellando a un nene que iba en bicicleta por una calle oscura de Lomas de Zamora. Se había salvado de cualquier tipo de condena gracias al estudio de abogados que había contratado su representante y a los quince mil dólares que aplacaron el dolor de la familia del nene atropellado. Sin embargo, su futuro había quedado pendiendo de un hilo. Y para evitar perder la gallina de los huevos de oro, tanto el club como su representante habían aceptado una venta precipitada a un ignoto club de Ucrania propiedad de un jeque árabe, asegurándose una montaña de plata tanto para su representante como para la familia de Gómez y el club, que gracias a esa venta podría evitar la quiebra y la clausura del estadio.

Tras confirmarse la venta Gómez había empezado a tener pesadillas de noche y alucinaciones durante el día. Al fin, el recuerdo del accidente lo había enloquecido al punto de abandonar los entrenamientos y ser apartado del plantel. Privado de su mejor jugador y goleador, el equipo había caído en desgracia acercándose a los puestos de descenso. Algo que la barra brava no podía permitir. Se lo hicieron saber con una llamada anónima: “Si te vas antes de que nos salvemos del descenso te pegamos dos tiros en la pierna y no jugás más”.

Asediado por tantos frentes externos e internos, la poca entereza que le quedaba a Ángel Gómez había terminado por convertirse en gelatina. Once días antes de su viaje, el masajista del club lo encontró colgado de una soga atada a una de las vigas del techo del vestuario. De inmediato, el representante y el presidente del club decidieron sacarlo de circulación para protegerlo de la barra y de él mismo, y ponerlo al cuidado de Balestra hasta que se subiera al avión que lo llevaría a Ucrania.

Durante los primeros días el detective había sido su sombra, acompañándolo a cada uno de los lugares a los que Angelito había querido ir para emborracharse y exorcizar sus demonios. En ese lapso, Balestra había tenido que defenderlo en tres peleas callejeras, evitar que se estrellara con el auto contra una columna de autopista y revivirlo segundos antes de que entrara en un coma alcohólico. El viernes anterior, cuando volvían de un boliche de González Catán, un grupo de barrabravas comenzó a dispararles a plena luz del día. Después de perderlos, Balestra decidió que la única posibilidad de mantener al pibe con vida hasta el día del viaje era escondiéndolo en un hotel cercano al aeropuerto.

Ahí estaba Ángel Gómez ahora, la mañana de su viaje: atado a la cama con el cinturón de Balestra, en calzoncillos, con las manos ensangrentadas porque había intentado cortarse las venas, llorando en aquella habitación en la que llevaban tres días encerrados.

Balestra tomó un trago y consultó el reloj. Las siete y quince de la mañana. En una hora, al fin, todo habría terminado.

¾    Lo sigo viendo… ahí está - gimió Gómez.

¾    ¿Qué ves? – preguntó el detective, aburrido de esa conversación que se había repetido hasta el infinito entre aquellas cuatro paredes.

¾    La cabeza explotando contra el parabrisas. Y el ruido seco.

Ahora Gómez se cubría los oídos con ambas manos.

¾    El ruido, el ruido…

Balestra se compadeció, y lo liberó de la cama desatando el cinturón.

¾    No aguanto el ruido… - gritó Gómez de pronto, poniéndose de pie y corriendo hacia la ventana.

Cuando la abrió y sacó medio cuerpo afuera con la intensión de tirarse, Balestra se hartó. No iba a permitir que Gómez se matara y le impidiera cobrar el dinero que él se había ganado. Arrojó el vaso contra el espejo del ropero, se incorporó, sacó el arma y corrió hacia la ventana. Con fuerzas, sujetó a Gómez del cuello y lo obligó a que lo mirara a los ojos. Entonces le puso el cañón del arma dentro de la boca y dijo:

¾    El pibe que atropellaste ya está muerto. Vas a cargar con su muerte hasta que te mueras vos. Pero no va a ser hoy. Hay mucha gente que depende de tu viaje. Tu familia, el club, tu representante… y yo. Casi me matan por cuidarte. Así que escuchame bien: ahora te vas a bañar. Después te vas a poner ese traje y te vas a subir al avión sin hacer un solo quilombo más, ¿me escuchaste?

Gómez sacudió la cabeza, resistiéndose. Balestra metió el cañón del arma cinco centímetros mas adentro de la boca del pibe, que comenzó a retorcerse por las arcadas.

¾    Podrías estar en la cárcel, infeliz, pero no. Tenés dieciocho años. Te vas a Ucrania a vivir como un rey, a jugar en canchas que tienen más césped que todo el que viste en tu puta vida. Con la guita que juntes, si seguís pensando en el pibe que mataste poné una fundación y ayudá a las víctimas de los accidentes de tránsito. Y si eso no te alcanza, cuando te retires te podés suicidar. Pero ahora no. Ahora te vas a bañar y te vas a portar bien porque si no te voy a cagar a tiros y no te va a reconocer ni tu vieja. ¿Me escuchaste? ¿Vas a hacer lo que yo te digo?

Ahora asintió, pálido. Cuando el detective le retiró el arma de la boca, Gómez vomitó.

¾    Usted está loco.

¾    No sabés lo loco que puedo estar – dijo Balestra, obligándolo a levantarse.

Lo condujo hasta el baño y abrió la ducha diciendo:

¾    Que no te quede sangre en ninguna parte del cuerpo. ¿Me escuchás?

¾    Sí, sí… Váyase.

¾    No, no me voy a ir. 

Gómez comenzó a bañarse con fruición, como si quisiera quitarse la piel que cubría su cuerpo atormentado. Sentado sobre la tapa del inodoro, Balestra fumaba mezclando el humo del cigarrillo con el vapor de la ducha. Cuando el pibe terminó, le alcanzó una toalla y lo acompañó de regreso a la habitación para que se vistiera con el traje que el representante le había enviado, junto con una valija de ropa y el pasaporte. Apuntándole con el arma, Balestra dijo:

¾    Ponete lindo que vas a salir en la tele.

Las ocho de la mañana. En quince minutos el auto del representante estaría en la puerta del hotel. Balestra se colocó el cinturón, se acomodó la camisa que llevaba puesta desde hacía tres días y fue al baño a lavarse la cara.

Cuando Gómez estuvo vestido, Balestra lo obligó a que se mirara en el espejo roto. Pero fue Balestra el que se sorprendió al ver su propio cuerpo. Todavía no se acostumbraba al cambio, y a veces hasta sentía nostalgia por los doce kilos que se había visto obligado a bajar hacía cinco meses. O seis. No lo recordaba, las fechas se habían mezclado durante las dos semanas que había pasado internado en terapia intensiva a causa de aquel pre infarto que lo había obligado a consumir menos grasas, a caminar dos veces al día y… y nada más. Bastante tenía con eso. Y con Gómez.

Le acomodó la corbata al pibe y le dijo:

¾    Sonreí que el Aeropuerto va a estar lleno de periodistas. Tenés que contestar dos o tres preguntas, y agradecerle sobre todo a la hinchada. Les vas a desear que puedan zafar del descenso y vas a prometer volver para retirarte en el club. ¿Está?

¾    Sí.

¾    Y ahora agarrá la valija que nos vamos.

En la recepción, Garfunkell, el representante del pibe, estaba hablando con el encargado del hotel.

¾    Dejales bastante propina que la habitación es un desastre… - dijo Balestra.

Garfunkell miró a Gómez y se sorprendió por su buen aspecto.

¾    Qué pinta, crack. ¿Listo para romperla en Europa?

Gómez se encogió de hombros sin responder, pero al ver el gesto amenazante de Balestra, asintió.

Los tres salieron a la calle bajo una fina llovizna. El BMW negro de Garfunkell estaba en la puerta. Balestra encendió un cigarrillo para despejar el cansancio que le atería el cuerpo. Mientras el chofer tomaba la valija y la metía en el baúl, Balestra le palmeó el hombro a Ángel Gómez.

¾    Saludos al jeque.

¾    Entrá que te vas a mojar, crack – le dijo Garfunkell, señalando la puerta trasera del auto.

Cuando Gómez estuvo dentro del auto y la puerta cerrada, Balestra suspiró.

¾    Listo. Ahora el pibe es problema tuyo.

¾    Gracias, Balestra – dijo Garfunkell entregándole un sobre - Los tres mil que pediste, más otros dos para que arregles los balazos que tiene el coche.

¾    ¿Vos sabés que ese pibe es una bomba de tiempo, no?

¾    Claro. Cuando él firme el contrato y yo cobre la comisión del pase, dejo de representarlo.

¾    Ah, sos un humanista.

¾    Hay que saber cuidarse, Balestra. Y va para vos también. Guardate por un tiempo. Los muchachos de la barra saben tu nombre. No creo que pase nada, pero por las dudas cuidate.

Se estrecharon la mano. Garfunkell entró al BMW y se alejó en dirección al aeropuerto de Ezeiza. ¿Qué iba a hacer ese pobre pibe, solo en Ucrania? ¿Cuánto podía tardar en suicidarse o en contar la verdad, que era lo mismo?

Caminó hasta el estacionamiento del subsuelo del hotel y contempló los agujeros de bala en el baúl de su viejo Peugeot. Se sentó al volante y arrancó. Cuando salió a la calle, las gotas de lluvia se estrellaron contra el parabrisas como cabezas de niños atropellados.