Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 1 de marzo de 2024

Su rostro en el tiempo, o el tiempo de falsos profetas





Semanas más tarde, mientras cenaban, los Licatesi oyeron las voces de los vecinos que gritaban y reían en la calle. Mariano se levantó de la mesa y salió, seguido por la abuela y los niños. Aquella semana no habían ido a trabajar al campo porque Filippo le había recomendado a Marianno participar de un acto fascista. Esa noche vieron que los vecinos salían de las casas y se alejaban hacia la costa cargando sillas y botellas de vino. Giovanni, que había pasado todo el día fuera, se acercó a la casa para darles la noticia.  
­     El Duce va a dar un discurso en Roma y Don Caltanisetta sacó su radio a la calle para que todos podamos escucharlo.
Su padre lo miró con furia, sin embargo asintió. Aunque no le interesaba lo que podía llegar a decir ese sinvergüenza, debía continuar la farsa que le permitía seguir con vida.  
Se volvió hacia sus hijos mayores y les ordenó que lo acompañaran.
-  Vos también – dijo, sin mirar a Giuseppina.
Desde que se había acordado el compromiso, Marianno no era capaz de ocultar su vergüenza ante su hija. Giuseppina lo sabía, pero eso no le bastaba para perdonarlo. Marianno, Nino, los mellizos y Giuseppina fueron detrás de Giovanni. Los carabinieris que se cruzaban en su camino lo saludaban y le gritaban
­    -  Viva el Duce
haciendo el saludo fascista.
Poco a poco se acercaron al grupo de paisanos que, de pie y sentados en el suelo o en sillas, se agolpaban debajo del balcón de Don Caltanisetta. Sobre ellos, el don fumaba sentado junto a algunos oficiales y una enorme caja de madera que emitía el sonido de una marcha militar. En los dos extremos del balcón habían colgado enormes banderas italianas que caían, flácidas, en aquella calurosa tarde en la que no soplaba el viento. 
Giovanni se adelantó; Giuseppina lo vio acercarse al grupo de soldados que bloqueaban la puerta de la casa, cuidando que nadie se colara en su interior. Por sobre las cabezas de los vecinos, Filippo empujaba a los curiosos y daba órdenes a los jóvenes soldados que apenas le llegaban a la altura de los hombros.  Al ver a Giuseppina, Filippo dejó lo que estaba haciendo y se acercó a ella.
­  -  Buenas noches, me alegro de verte.
Giuseppina no dijo nada, el que contestó fue su padre.
­-    Ella también.
Filippo la besó en la mejilla y se marchó.
Para muchos, esa era la primera vez que veían una radio. Vicenzo y Pietro entornaron los ojos como si quisieran descifrar el misterio que envolvía aquella caja: ¿era posible que los músicos estuvieran escondidos allí dentro? ¿o quizá estaban tocando en el salón del primer piso, a espaldas de don Caltanisetta? Se lo preguntaron a Nino.
­   -   Es una radio – les dijo su hermano – la gente habla por ella desde Roma...
­   -   ¿Los músicos… – comenzó a preguntar Vicenzo.
­   -  …están Roma? - completó Pietro, incrédulo.
Para ver mejor, Vicenzo se subió a los hombros de Pietro durante unos minutos, y luego intercambiaron la posición. Hubieran querido estar más cerca de la radio, tocarla, ver qué había en su interior… Tenían siete años, pero hubieran hecho cualquier cosa por apoderarse de aquel prodigio.
Nino y su padre contemplaban todo sin hablar. Aburrida, Giuseppina observaba a los vecinos que se acomodaban en las sillas y en el suelo y bebían y hablaban a los gritos excitados por el vino que repartían los hombres de Don Caltanisetta.
Cuando comenzó a sonar la Giovinezza los que estaban en el balcón se pusieron de pie. Los que estaban en la calle hicieron lo mismo. Las voces se fueron apagando poco a poco, y cuando terminó la música todos alzaron la vista hacia la radio.
Entonces el Duce comenzó a hablar:


­     - “Combatientes de tierra, del mar y del aire.  Camisas Negras de la Revolución y de las Legiones, hombres y mujeres de Italia, del Imperio y del Reino de Albania.  ¡Escuchen! Una hora señalada del destino, sacude el cielo de nuestra patria…
Se oyó un clamor de voces que obligaron al Duce a interrumpir su discurso, en parte acallado por aquellos gritos y en parte para disfrutar del efecto de sus palabras. En Castellamare todos se unieron a los gritos que llegaban desde Roma y festejaban por adelantado la noticia que sólo algunos esperaban oír. Giuseppina no lograba descifrar lo que gritaban. Al fin, cuando todos se callaron, el Duce volvió a hablar:
­ -   “…una hora de las decisiones irrevocables.  La declaración de guerra, ya ha sido consignada a los embajadores de…”
El Duce volvió a callar, y esta vez Giuseppina sí entendió lo que gritaba la multitud:
­-     ¡Guerra! ¡Guerra! – gritaban en Roma.
­-     ¡Guerra! ¡Guerra! – gritaba don Caltanisetta en el balcón.
­-     ¡Guerra! ¡Guerra! – gritaban algunos vecinos, parados sobre las sillas.
­-     ¡Guerra! ¡Guerra! – gritaron Vicenzo y Pietro a coro, y sólo se detuvieron cuando su padre los sujetó del cuello.
El Duce continuó:
­ -    “… a los embajadores de Gran Bretaña y de Francia.”
Desde el balcón, uno de los oficiales disparó al aire una, dos, tres veces, alzando su pistola y provocando a la gente, que volvió a gritar:
­ -    ¡Guerra! ¡Guerra!
Junto a Giuseppina, su padre sudaba con nerviosismo. Ella sólo podía oír frases sueltas, palabras incomprensibles que se mezclaban con los gritos de quienes estaban a su alrededor:
­-     “…Nuestra conciencia está absolutamente tranquila… …un gran pueblo es realmente tal, si considera sagrados sus empeños y si no evade las pruebas supremas que ha dispuesto el curso de la Historia…  porque un pueblo de cuarenta y cinco millones de almas, no es verdaderamente libre si no ha liberado el acceso a su océano... …cuando se tiene a un amigo se marcha hasta el final con él… con Alemania, con su pueblo, con sus victoriosas fuerzas armadas...
Alguien, de pie sobre una silla, agitó una bandera italiana y todos aplaudieron. Don Caltanisetta alzó la mano y de pronto se hizo un silencio. En medio del paroxismo que se extendía desde los Alpes hasta aquel último rincón del país, el Duce los animaba a tomar una decisión irrevocable:
­-     “…Pueblo italiano, corre a las armas y demuestra tu tenacidad, tu ánimo, tu valor."
Música. Una melodía de violines y platillos envolvió la calle, el pueblo entero. En el balcón don Caltanisetta se abrazaba con los oficiales, los vecinos batían palmas mientras los soldados disparaban sus fusiles al cielo violáceo, aún vacío de estrellas.
­-     Vamos – ordenó Marianno y, seguido por Nino y Giuseppina, comenzó a abrirse paso entre la gente.
Vicenzo y Pietro se demoraron algunos minutos observando a los soldados que sujetaban la radio en el balcón y se disponían a cargarla al interior de la casa. Su padre, Nino y Giuseppina los esperaban en una esquina. Al verlos llegar, Marianno se acercó a ellos y les dio una bofetada a cada uno. Hipnotizados por el fervor que los rodeaba, Vicenzo y Pietro ni siquiera sintieron el golpe. Marianno murmuró un insulto y apuró el paso.
En el camino se cruzaron con una anciana vestida de negro, que aferraba un rosario y lloraba levantado las manos al cielo.
­-     Santa Madonna, Santa Madonna.
Al llegar a la casa, la abuela estaba de pie en la puerta frotándose las manos en el delantal.  
­-     Comenzó la guerra – dijo Giuseppina.
­-     Desgraciados, nos van a matar a todos.
Marianno mandó a Nino y a los mellizos a acostarse; al día siguiente saldrían para el campo. Sus hijos se quitaron las ropas y se acostaron rápidamente, aunque no pudieron dormirse hasta poco antes del amanecer: desde la cama podían oír los festejos, los cánticos y los disparos que continuaron durante toda la noche de aquel 10 de junio de 1940.
Marianno, en cambio, se quedó fumando junto al pozo, contemplando el reflejo de la luna sobre un trozo de mar. El azote de la Providencia volvería a castigarlos a todos, y él miraba los buques petrificados en las aguas calmas del Golfo sabiendo que no bastarían para detener a los enemigos del Duce.
En la cama, con el pequeño Giulio entre sus brazos, Giuseppina lloraba por su destino, pero más aún por haber permitido que Vito se fuera. Había sido una cobarde al rechazarlo. Ahora lo sabía. En el silencio de la casa, Giuseppina supo que lo único que podría salvarla era escaparse con Vito.  

Su rostro en el tiempo, Ed. Sudamericana, 2016

martes, 23 de enero de 2024

Balestra y Angelito Gómez, el futbolista atormentado.

 



Los Pájaros Negros, Ed. Sudamericana, 2021 (fragmento)

Buenos Aires. 2009.

 

Al verlo sentado en el suelo con un tobillo atado a la pata de la cama, cubriéndose el rostro con las manos manchadas de sangre y el cuerpo sacudiéndose por el llanto, nadie hubiera podido imaginar que ese pibe de dieciocho años llamado Ángel Gómez valía catorce millones de dólares libres de impuestos. 

Sin despegar la vista del pibe, Balestra contaba los minutos que faltaban para terminar su trabajo. Afuera amanecía, y la llovizna parecía flotar en el aire brumoso de abril que cubría los campos de Ezeiza. Sorbió un trago de whisky y cerró los ojos pensando en la isla, en la tranquilidad de la isla. Pronto, a más tardar a las dos de la tarde, estaría en el Tigre y todo lo que había vivido en los últimos once días sería una anécdota para contarle a Obdulio.

Eso si Gómez llegaba vivo a las ocho y cuarto de la mañana.

Más allá del hastío que le había dejado aquel trabajo sórdido de niñera muy bien paga, el detective no podía sentir más que lástima por Ángel Gómez. Su currículum era el mismo que el de casi todos los jugadores de fútbol: infancia en una villa miseria, siete hermanos menores de una madre abnegada y un padre alcohólico, violencia familiar, una habilidad innata para jugar al fútbol, fracaso escolar y luego, a los quince años, la llegada al club donde había hecho las divisiones inferiores y en el que había debutado en el asenso, apenas seis meses atrás. El éxito repentino se había traducido en la citación a la Selección Argentina Sub-20 y un contrato profesional con una altísima cláusula de venta. La repentina lluvia de popularidad y dinero habían llevado a Angelito Gómez a creerse el dueño del mundo y, sin saber conducir, a comprarse el auto importado con el que terminó atropellando a un nene que iba en bicicleta por una calle oscura de Lomas de Zamora. Se había salvado de cualquier tipo de condena gracias al estudio de abogados que había contratado su representante y a los quince mil dólares que aplacaron el dolor de la familia del nene atropellado. Sin embargo, su futuro había quedado pendiendo de un hilo. Y para evitar perder la gallina de los huevos de oro, tanto el club como su representante habían aceptado una venta precipitada a un ignoto club de Ucrania propiedad de un jeque árabe, asegurándose una montaña de plata tanto para su representante como para la familia de Gómez y el club, que gracias a esa venta podría evitar la quiebra y la clausura del estadio.

Tras confirmarse la venta Gómez había empezado a tener pesadillas de noche y alucinaciones durante el día. Al fin, el recuerdo del accidente lo había enloquecido al punto de abandonar los entrenamientos y ser apartado del plantel. Privado de su mejor jugador y goleador, el equipo había caído en desgracia acercándose a los puestos de descenso. Algo que la barra brava no podía permitir. Se lo hicieron saber con una llamada anónima: “Si te vas antes de que nos salvemos del descenso te pegamos dos tiros en la pierna y no jugás más”.

Asediado por tantos frentes externos e internos, la poca entereza que le quedaba a Ángel Gómez había terminado por convertirse en gelatina. Once días antes de su viaje, el masajista del club lo encontró colgado de una soga atada a una de las vigas del techo del vestuario. De inmediato, el representante y el presidente del club decidieron sacarlo de circulación para protegerlo de la barra y de él mismo, y ponerlo al cuidado de Balestra hasta que se subiera al avión que lo llevaría a Ucrania.

Durante los primeros días el detective había sido su sombra, acompañándolo a cada uno de los lugares a los que Angelito había querido ir para emborracharse y exorcizar sus demonios. En ese lapso, Balestra había tenido que defenderlo en tres peleas callejeras, evitar que se estrellara con el auto contra una columna de autopista y revivirlo segundos antes de que entrara en un coma alcohólico. El viernes anterior, cuando volvían de un boliche de González Catán, un grupo de barrabravas comenzó a dispararles a plena luz del día. Después de perderlos, Balestra decidió que la única posibilidad de mantener al pibe con vida hasta el día del viaje era escondiéndolo en un hotel cercano al aeropuerto.

Ahí estaba Ángel Gómez ahora, la mañana de su viaje: atado a la cama con el cinturón de Balestra, en calzoncillos, con las manos ensangrentadas porque había intentado cortarse las venas, llorando en aquella habitación en la que llevaban tres días encerrados.

Balestra tomó un trago y consultó el reloj. Las siete y quince de la mañana. En una hora, al fin, todo habría terminado.

¾    Lo sigo viendo… ahí está - gimió Gómez.

¾    ¿Qué ves? – preguntó el detective, aburrido de esa conversación que se había repetido hasta el infinito entre aquellas cuatro paredes.

¾    La cabeza explotando contra el parabrisas. Y el ruido seco.

Ahora Gómez se cubría los oídos con ambas manos.

¾    El ruido, el ruido…

Balestra se compadeció, y lo liberó de la cama desatando el cinturón.

¾    No aguanto el ruido… - gritó Gómez de pronto, poniéndose de pie y corriendo hacia la ventana.

Cuando la abrió y sacó medio cuerpo afuera con la intensión de tirarse, Balestra se hartó. No iba a permitir que Gómez se matara y le impidiera cobrar el dinero que él se había ganado. Arrojó el vaso contra el espejo del ropero, se incorporó, sacó el arma y corrió hacia la ventana. Con fuerzas, sujetó a Gómez del cuello y lo obligó a que lo mirara a los ojos. Entonces le puso el cañón del arma dentro de la boca y dijo:

¾    El pibe que atropellaste ya está muerto. Vas a cargar con su muerte hasta que te mueras vos. Pero no va a ser hoy. Hay mucha gente que depende de tu viaje. Tu familia, el club, tu representante… y yo. Casi me matan por cuidarte. Así que escuchame bien: ahora te vas a bañar. Después te vas a poner ese traje y te vas a subir al avión sin hacer un solo quilombo más, ¿me escuchaste?

Gómez sacudió la cabeza, resistiéndose. Balestra metió el cañón del arma cinco centímetros mas adentro de la boca del pibe, que comenzó a retorcerse por las arcadas.

¾    Podrías estar en la cárcel, infeliz, pero no. Tenés dieciocho años. Te vas a Ucrania a vivir como un rey, a jugar en canchas que tienen más césped que todo el que viste en tu puta vida. Con la guita que juntes, si seguís pensando en el pibe que mataste poné una fundación y ayudá a las víctimas de los accidentes de tránsito. Y si eso no te alcanza, cuando te retires te podés suicidar. Pero ahora no. Ahora te vas a bañar y te vas a portar bien porque si no te voy a cagar a tiros y no te va a reconocer ni tu vieja. ¿Me escuchaste? ¿Vas a hacer lo que yo te digo?

Ahora asintió, pálido. Cuando el detective le retiró el arma de la boca, Gómez vomitó.

¾    Usted está loco.

¾    No sabés lo loco que puedo estar – dijo Balestra, obligándolo a levantarse.

Lo condujo hasta el baño y abrió la ducha diciendo:

¾    Que no te quede sangre en ninguna parte del cuerpo. ¿Me escuchás?

¾    Sí, sí… Váyase.

¾    No, no me voy a ir. 

Gómez comenzó a bañarse con fruición, como si quisiera quitarse la piel que cubría su cuerpo atormentado. Sentado sobre la tapa del inodoro, Balestra fumaba mezclando el humo del cigarrillo con el vapor de la ducha. Cuando el pibe terminó, le alcanzó una toalla y lo acompañó de regreso a la habitación para que se vistiera con el traje que el representante le había enviado, junto con una valija de ropa y el pasaporte. Apuntándole con el arma, Balestra dijo:

¾    Ponete lindo que vas a salir en la tele.

Las ocho de la mañana. En quince minutos el auto del representante estaría en la puerta del hotel. Balestra se colocó el cinturón, se acomodó la camisa que llevaba puesta desde hacía tres días y fue al baño a lavarse la cara.

Cuando Gómez estuvo vestido, Balestra lo obligó a que se mirara en el espejo roto. Pero fue Balestra el que se sorprendió al ver su propio cuerpo. Todavía no se acostumbraba al cambio, y a veces hasta sentía nostalgia por los doce kilos que se había visto obligado a bajar hacía cinco meses. O seis. No lo recordaba, las fechas se habían mezclado durante las dos semanas que había pasado internado en terapia intensiva a causa de aquel pre infarto que lo había obligado a consumir menos grasas, a caminar dos veces al día y… y nada más. Bastante tenía con eso. Y con Gómez.

Le acomodó la corbata al pibe y le dijo:

¾    Sonreí que el Aeropuerto va a estar lleno de periodistas. Tenés que contestar dos o tres preguntas, y agradecerle sobre todo a la hinchada. Les vas a desear que puedan zafar del descenso y vas a prometer volver para retirarte en el club. ¿Está?

¾    Sí.

¾    Y ahora agarrá la valija que nos vamos.

En la recepción, Garfunkell, el representante del pibe, estaba hablando con el encargado del hotel.

¾    Dejales bastante propina que la habitación es un desastre… - dijo Balestra.

Garfunkell miró a Gómez y se sorprendió por su buen aspecto.

¾    Qué pinta, crack. ¿Listo para romperla en Europa?

Gómez se encogió de hombros sin responder, pero al ver el gesto amenazante de Balestra, asintió.

Los tres salieron a la calle bajo una fina llovizna. El BMW negro de Garfunkell estaba en la puerta. Balestra encendió un cigarrillo para despejar el cansancio que le atería el cuerpo. Mientras el chofer tomaba la valija y la metía en el baúl, Balestra le palmeó el hombro a Ángel Gómez.

¾    Saludos al jeque.

¾    Entrá que te vas a mojar, crack – le dijo Garfunkell, señalando la puerta trasera del auto.

Cuando Gómez estuvo dentro del auto y la puerta cerrada, Balestra suspiró.

¾    Listo. Ahora el pibe es problema tuyo.

¾    Gracias, Balestra – dijo Garfunkell entregándole un sobre - Los tres mil que pediste, más otros dos para que arregles los balazos que tiene el coche.

¾    ¿Vos sabés que ese pibe es una bomba de tiempo, no?

¾    Claro. Cuando él firme el contrato y yo cobre la comisión del pase, dejo de representarlo.

¾    Ah, sos un humanista.

¾    Hay que saber cuidarse, Balestra. Y va para vos también. Guardate por un tiempo. Los muchachos de la barra saben tu nombre. No creo que pase nada, pero por las dudas cuidate.

Se estrecharon la mano. Garfunkell entró al BMW y se alejó en dirección al aeropuerto de Ezeiza. ¿Qué iba a hacer ese pobre pibe, solo en Ucrania? ¿Cuánto podía tardar en suicidarse o en contar la verdad, que era lo mismo?

Caminó hasta el estacionamiento del subsuelo del hotel y contempló los agujeros de bala en el baúl de su viejo Peugeot. Se sentó al volante y arrancó. Cuando salió a la calle, las gotas de lluvia se estrellaron contra el parabrisas como cabezas de niños atropellados.


viernes, 1 de diciembre de 2023

Y presentamos Delivery, 21 años después.



Gracias a todos y todas por acompañarme anoche en la presentación de Delivery. La pasé muy bien. Quiero agradecerle especialmente a Isaac Castro por oficiar de presentador y por el hermoso texto que escribió sobre la novela, que comparto acá abajo. Y más abajo, les dejo el texto que escribí pensando que si leía iba a evitar que las emociones me traicionaran. No funcionó: me emocioné igual. Pero valió la pena.




La posibilidad de un refugio

por Isaac Castro

Me topé con el nombre de Alejandro Parisi hace exactamente una década atrás, cuando una profesora de lengua y literatura del colegio en el que trabajo –y en el que, por entonces, yo pensaba que solo estaría de paso y hoy estoy a punto de cumplir casi quince años de antigüedad– propuso que diéramos una novela que le había encantado: La niña y su doble. La fascinación fue inmediata, por lo que repetimos la experiencia en otros ciclos lectivos e invitamos al autor a que conversara con los alumnos. Desde ese momento, con Alejandro cosechamos un cálido vínculo que, gracias a las bondades de la virtualidad, se ha sostenido en el tiempo. Tuve la suerte de haberlo convocado a varias ferias del libro del conurbano, invitaciones que, me parece pertinente hacer público este tipo de detalles, siempre aceptó con gusto y sin preguntar si había dinero a cambio. Una vez, como se había atrasado el auto que debía recogernos por su domicilio para asistir a uno de esos eventos, pude conocer la intimidad de su casa, admirar su hermosa biblioteca y espiar el escritorio donde, suponía, cobraron forma esas historias increíbles que lo habían convertido en escritor, uno de los mejores que conozco. Por eso, estar sentado acá, esta noche, y compartir esta presentación con ustedes, es motivo de orgullo. Casi tanto como ser hincha de un club que nunca descendió o, mejor aún, tener de ídolo a un tipo que se planta al poder de turno para recordarnos que todo no se compra y todo no se vende, eso mismo que se decía Tanguito, para la posteridad, en un amanecer en la costanera. Y es interesante detenernos en esto porque Delivery captura un universo cuya esencia está atravesada por eso, es decir, el negocio, lo estrictamente mercantil, la lógica de la transacción.

Porque sería ingenuo y simplista pensar que esta novela solo se circunscribe a contar las vivencias de un joven que aprovecha su empleo como repartidor de comida a domicilio para, además, distribuir droga. En Delivery del mismo modo que las obras literarias producidas en los albores de los 90, la cocaína se vuelve el elemento preponderante sobre el cual se articula una trama intervenida por todos los rasgos del menemismo como el consumo permanente, la excesiva frivolidad, el culto al individualismo y –sobre todo para la juventud de ese entonces– la falta de perspectiva. Este particular contexto social, potencia los dramas internos de Martín, el personaje central que convive con un padre al que detesta por completo y responsabiliza por la ausencia de su madre. La carencia afectiva genera muchas preguntas y tal vez explica ese comportamiento autómata en búsqueda de respuestas que lo sumerge en una rutina perversa, circular, y en la que, debido a su incapacidad para involucrarse con los otros, por momentos, acaba por convertirse –aún de manera inconsciente– en alguien que se alterna entre el cinismo y la egolatría. Claro que esta caracterización se revela por ese narrador–protagonista que Parisi articula a lo largo del relato. Nuestro acceso a la historia es parcial y puramente subjetivo porque es la propia voz de Martín –acaso sin ninguna mediación– la que nos introduce a un continuo de situaciones que no dan tregua. Se narra, no se describe. Los adjetivos se cuentan con una mano y el vértigo de la acción se traslada al lenguaje –llano, sin diálogos, repleto de discursos indirectos que, por lo general, incrementan ese realismo crudo sobre el que se cimienta la verosimilitud de esta aventura urbana. La tecnología pone en evidencia el anclaje a una época que hoy pareciera prehistórica –aparecen videocaseteras, beepers, teléfonos de línea, cds– pero también ciertos espacios que definen como pocos la identidad de una era –se mencionan shoppings, negocios de cadena, discotecas.

Subrayo, de Delivery, su potencia para retratar un período tan funesto y cómo desde lo individual cristaliza lo colectivo. Más allá de que el texto formula una reflexión a propósito del dinero, las mercancías y el valor de las cosas, en ese inevitable y lógico devenir que supone una actividad ilícita –mezclada con alcohol, sexo y noches sin dormir–, lo que Delivery pone en juego es el atractivo contraste entre una cultura hedonista que celebra la inmediatez y una generación que se siente cada vez más vacía y desamparada. Con suma precisión, pocos recursos, pero un gran manejo de los climas, Alejandro Parisi va al grano, aprovecha sus herramientas y se las arregla para dejarte en cautiverio hasta la última página. Nada mal para un texto debutante y que, afortunadamente, se acaba de reeditar y, en medio de tanta incertidumbre, además se resignifica por completo.

Al igual que las películas de secundaria o los dramas adolecentes, las novelas de iniciación proponen una clase de narrativa cuya naturaleza posee la virtud de afectarnos, conmovernos e identificarnos. Antes pensaba que eso se debía a que sus personajes suelen tener una edad que ya todos transitamos y que, por consiguiente, los conflictos que experimentan los concebimos cercanos. Nada más tentador que seguir las peripecias de alguien a quien le suceda algo que comprendo a la perfección y que, por medio de la ficción, además nos permite comprender mejor lo que sentimos, casi siempre un cumulo de angustia y decepción ante un mundo que, incómodos, habitamos con más escepticismo que confianza. Ahora, en cambio, creo que el atractivo de un buen libro radica en ser un lugar en el que podemos mantenernos a salvo, porque habla nuestro idioma y permite sentirnos parte de algo. Y con Delivery me sucede eso. En sus páginas renace la posibilidad del refugio y me recuerda la certeza –sin certeza– de que, pese al odio, la intolerancia y el negacionismo, siempre existe una salida y todo el tiempo del mundo por para ser y hacer aquello que deseamos. Y que una novela logre eso razón suficiente para reunirnos y brindar. Confiar ciegamente en que la literatura y la celebración son también una forma de resistencia.

 






Delivery 2023 

Por Alejandro Parisi


Hace 21 años presentaba por primera vez Delivery.

No podía imaginar que sería la primera novela en publicar, porque para mí era la única.

Me acuerdo de aquella época, un momento donde todos teníamos emociones encontradas. Bronca, tristeza, preocupación. Me acuerdo del aeropuerto, me acuerdo mucho del aeropuerto. Familias despidiéndose, gente llorando.

Delivery salió en medio de ese contexto que nos atravesaba a todos. De hecho, mis viejos que hoy están acá en 2002 no pudieron estar porque ya se habían ido a Italia a buscarse la vida. Como mi hermano, que sigue allá. Y como todos los que nos fuimos por entonces, y como todos los que están planeando irse ahora.

Si fuera creyente, diría que cada vez que se publica Delivery viene la desgracia, la derrota social.

Pero sería injusto: primero, porque esta novela me dio muchas pero muchas de las cosas que tengo ahora. Un oficio para ganarme la vida, algo en qué pensar cuando la realidad se pone espesa, otras siete novelas que vinieron después, y, sobre todo, la confianza de creer en lo que escribo.

Segundo, Delivery no es la causa sino una consecuencia más de esa desgracia y esa derrota social que se vivía cuando la escribí, allá por 1999. Hoy todos estamos en mayor o menor medida golpeados por la economía, la falta de perspectivas y una desconfianza enorme por el futuro que va a venir.

Martín es un claro ejemplo de esto.

Tiene un trabajo de muy precario, pone el cuerpo en la calle por poca plata, siente la ausencia de su mamá y está enfrentado con el padre, al que culpa de todos sus males. Y algo más: no confía en el futuro porque para los pibes de su edad, el futuro es algo incierto y, de alguna manera, negado.

Más allá del contexto en el que vive (el fin de los 90, la desindustrialización, la precariedad maquillada con el supuesto esplendor del menemismo), Martín tiene la angustia que todos tuvimos a los 20. Los que ahora tenemos casi 50 y los que están por cumplir 20. Todos nos sentimos interpelados a esa edad. E incomprendidos y abandonados. Dejar de ser chico implica cierto abandono: uno tiene que hacerse cargo de lo que le tocó, bancar los trapos para hacerse su propia vida.

Como muchos, Martín anda a los manotazos. Con el padre para alejarlo, con las chicas para usarlas o dejarse cuidar, con los clientes que lo obligan a andar por la calle para satisfacer sus deseos (de empanadas o de merca, da igual), y con todo ese mundo brillante y seductor que parece inalcanzable y que de pronto el Tano y los Gordos le ofrecen en bandeja.

¿Cómo no va a repartir merca Martín si trabajando de Delivery su vida tiene menos importancia que cualquier pieza del ciclomotor? ¿Cómo no va a dejar de lado cualquier moralidad si nadie le tira un centro, ni su padre, ni el dueño del local de empanadas, ni siquiera el tipo de seguridad que desconfía de él cuando entra al shopping de Palermo?

Muchos de los que estamos acá compartimos esa incertidumbre durante aquellos años. Yo era cadete, y cuando los viernes o los sábados a la noche esperábamos con Agustín a que Nacho terminara de trabajar como encargado de un local de empanadas, pensaba y me preguntaba qué futuro podían tener los pibes que trabajaban arriba de las motos. De lejos uno pensaba que vivían joya, como los amigos de Martín en la novela. Pero si te acercabas descubrías que esos pibes cuando faltaban por enfermedad no cobraban, y que si se caían de la moto era problema de ellos, porque nadie los protegía.

¿Qué podían hacer para cambiar sus vidas, para pegar el gran salto si no había más trabajo que ese que tenían?

No los quiero deprimir. También hay que decir que la pasamos bien en aquellos años. Como Martín y los pibes, con sus fiestas, sus afanos fingidos, el vértigo de probar cosas, sus experiencias de adolescentes… Y eso es muy valioso, porque como dice el Indio, “cuando la noche es mas oscura, se viene el día en tu corazón”. Quizá por eso Delivery tenga tantos chistes tontos que hoy, 21 años después me siguen causando gracia.

El humor nos salva a todos, a Martín también.

Pasaron más de veinte años, y hoy sabemos que hay muchísimos Martines rebuscándose la vida en un contexto violento, difícil, desesperanzador. Estoy seguro que también se deben estar escribiendo otros Deliverys que cuenten este tiempo.

Los viejos, que ya somos padres y que además de ir al baño a cada rato nos emocionamos mucho más de lo que queremos luchar, corremos con ventaja. Sabemos que todo pasa, y que el secreto para resistir es el mismo que descubre Martín: alguien que nos quiera, reírnos un rato y saber que siempre va a haber amigos y familiares que nos van a cuidar.

Quiero agradecerles a Luis Chitarroni, que ya no está, por haber apostado a esta novela mientras el país se prendía fuego. También a Flor Cambariere, que me viene apoyando desde hace años y que fue la que, por pedido de Luis, me llamó en 2001 para decirme que la novela iba a publicarse. A Diego Paszkowski que me alentó a escribirla y a Glenda Vieytes que me cumplió el sueño de verla reeditada.

Es una alegría volver a presentar Delivery rodeado por los mismos de siempre, pero también con los que allá en 2002 no estuvieron: mis viejos, mis hijos, y todas y todos los lectores y amigos que se sumaron a mi vida. A todos, gracias por venir. Ahora, brindemos y riamos que para todo lo demás ya tendremos tiempo de sobra.


martes, 28 de noviembre de 2023

Presentación de Delivery 2023

 


Hace más de veinte años el querido Luis Chitarroni decidió publicar mi primera novela y me cambió la vida para siempre. Pasaron muchísimas cosas en el medio, y sin embargo acá estamos, con algunas ausencias pero con la alegría de presentar la reedición de DELIVERY. 

Quiero festejar y brindar con todos/as los que me vienen acompañando desde hace tanto tiempo.

Será en Caballito, con empanadas y cerveza como exige la novela, y también con una copa de vino porque estamos grandes.

Las/os espero.

domingo, 22 de octubre de 2023

San Juan y la rutina de la sorpresa.


Como hace ya más de 5 años, regresé a la provincia de San Juan para conocer a lxs jóvenes lecorxs de HANKA 753 y EL GUETTO DE LAS OCHO PUERTAS. La sorpresa siempre es inmensa porque lxs pibxs no sólo leen y analizan mis libros para rendir exámenes de Lengua y/o Historia, sino que los resignifican, le dan una nueva vida, se conmueven y después crean cosas tan hermosas como las que me mostraron lxs alumnxs del Fray Mamerto Esquiú: desde dibujos hasta maquetas con escenas de la vida de Hanka (qué lástima que ella no puede ver lo que hicieron, porque se habría emocionado tanto como yo). Incluso dos chicos me explicaron con una pizarra qué producía el gas letal de las cámaras de gas en las células de los cuerpos de las víctimas.



La charla del miércoles 18 la compartimos con Magda Tagtachian, que les habló a sus lectores de "Nomeolvides Amenhui", la hermosa novela que escribió basada en la historia de su abuela y de su familia, sobreviviente del genocidio armenio.





El jueves 19, además de visitar el Fray, donde estuvimos con Teo Erlich hablando de El ghetto hace tantos años, también pude charlar con los chicos de la Escuela Industrial y de la Comercial, que este año se sumaron al proyecto de la mano de la profe Laura.


Es imposible explicar lo que pasa cada vez que visito San Juan. En primer lugar, disfruto de reencontrarme con gente que quiero y admiro mucho, por su dedicación docente, su cariño y su entrega profesional: María Isabel Paredes y Fabiana Puebla, las creadoras de todo esto, Daniela Favaro, Laura  y Agostina Yofre, Denis Leal., Vero Villavicencio, el querido vice Raúl Trujillo y todos los docentes y autoridades del Fray Mamerto Esquiú y las escuelas preuniversitarias, Industrial y la de Comercio, que me tratan como si fuera mas de lo que soy. 




A lxs chicos, que me interpelan con sus preguntas filosas y me conmueven con la empatía que sienten por los personajes de los libros, gente de carne y hueso, Mira, Edek, Teo, Hanka, León, Nusia, Slawka y Julio,  que ya no están con nosotros pero que siguen acá, con voz poderosa, dejando una y otra vez testimonio de lo que sufrieron durante el nazismo y lo que lucharon para convertirse en sobrevivientes.




A Mica, Gema, Noelia, Lourdes y Florencia, que 2017 fueron lxs primerxs lectorx sanjuaninas de El ghetto de las ocho puertas, y nos sorprendieron a Teo y todos con sus anotaciones, observaciones y el mítico árbol genealógico de aquel pizarrón del Fray que terminó de convencer a Teo de que debía ir a conocerlas. Las conocí siendo pibitas, y por eso me emociona verlas convertidas en estas mujeres empoderadas que son ahora.




A Mariana Godoy y Sebastián, su marido, lectores y amigos de hace años, que se acercaron a escuchar las dos charlas que dimos en el salón de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNSJ.

A todos, gracias por todos los regalos, por el cariño y por las lecturas, porque sin ustedes mis novelas estarían inconclusas: que ustedes las lean cumple el mayor anhelo de Mira, Nusia y Hanka, que era que ustedes, los jóvenes, supieran lo que les había pasado a ellas.