Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 5 de mayo de 2025

El héroe olvidado. Sudamericana 2025. Primer capítulo.

 



"Cuando María Angélica Garmendia alcanzó la puerta del Banco Nación de Coronel Suárez no podía ima­ginarse que ese día, 23 de marzo de 1961, quedaría marca­do para siempre en su memoria y en la de todo el pueblo. En aquel momento ella sólo pensaba en dejar atrás el calor agobiante que había sumido a Coronel Suárez en una quie­tud forzada, obligando a los vecinos a caminar rápido para alcanzar las sombras que proyectaban los árboles y descan­sar unos segundos antes de reemprender su marcha. Quizá por eso, al llegar al umbral de la puerta, María se detuvo a observar con sorpresa a los hombres que, al otro lado de la calle, conversaban al sol en la plaza San Martín.

—Buen día, señorita María —la saludó el cabo Fernán­dez, custodio del banco.

—Buen día, Eusebio —respondió ella, enfrentando la mirada tímida de ese joven que jamás cruzaba la línea de la formalidad.

—Hace demasiado calor para estar en la calle.

—Yo tengo que trabajar igual —respondió María, avan­zando hacia uno de los mostradores en el que, acodados, con la mirada perdida, tres hombres se demoraban en rellenar distintos papeles, como si su tardanza fuera una estrate­gia para aplazar el momento de regresar a la calle.

María apoyó sobre el granito color marfil la carpeta con los expedientes. Suspiró con fuerza. Luego retiró un pañue­lo gris de su cartera para secarse la frente y el cuello. Poco a poco, el aire fresco que impulsaban las paletas de los cuatro ventiladores del banco y movían levemente su vestido flo­reado la envolvió en una placidez reconfortante.

Sus movimientos parecieron sacar a los tres clientes del sopor en el que estaban inmersos, y, coordinados, giraron la cabeza para mirarla. Era extraño ver mujeres en el banco, y más extraño aún era ver a una chica tan joven como María. Hipnotizados por la imagen, los tres hombres la observaron doblar el pañuelo y volver a colocarlo en su bolsillo.

—Buenos días, señor Hanns, señor Urquiza y señor González —dijo María.

Los tres parpadearon al escucharla, como si sólo enton­ces la reconocieran.

—Buenos días, María —dijeron a coro, al tiempo que volvían a concentrarse en los expedientes, cheques y docu­mentos que tenían ante sí.

Al principio le había costado acostumbrarse a enfrentar las miradas y las sonrisas de todos aquellos hombres. Sin embargo, María había resistido a todo, y ahora, un año des­pués de empezar a trabajar para el señor Hermann, se movía por las colonias alemanas, por el pueblo y por los bancos con naturalidad, tan segura de sí misma como para soportar cualquier comentario, incluso los de su propia madre.

Retiró los expedientes de la carpeta y, a su vez, de cada uno de ellos extrajo los formularios que ya había comple­tado y que ahora necesitaba sellar para que el señor Her­mann pudiera tramitar las jubilaciones de sus clientes ante el Estado argentino.

Consultó la hora. Habían pasado algunos minutos del mediodía. Debía apurarse si no quería que el señor Her­mann se molestara por su tardanza. Se ubicó en la fila de una de las cajas. En el banco se notaba bastante movimien­to. “Quizás todos estén escapando del calor”, pensó María mientras saludaba con gestos a todos los que la reconocían.

La fila no avanzaba. Por lo que decían los clientes, al cajero le había bajado la presión antes de entrar al trabajo y su reemplazante no terminaba de agilizar la atención. Abu­rrida, María se detuvo a escuchar la conversación que man­tenían las dos mujeres mayores que estaban delante de ella.

—Explicame, ¿quién puede usar sobretodo negro con estas temperaturas?

—El jefe de la estación le dijo que habían llegado desde Mar del Plata.

—¿Desde Mar del Plata? Estás loca, Eugenia. Nadie podría soportar un viaje tan largo envuelto en uno de esos abrigos. ¿Estás segura de que estaban vestidos así? ¿No te habrás confundido? ¿No serían curas en sotana?

La mujer llamada Eugenia frunció la boca, ofendida.

—Te juro que no. Eran tres hombres altos, dos rubios y uno pelirrojo. También tenían pantalones y zapatos negros. Caminaban con las manos en los bolsillos del sobretodo.

—¿Y cuándo decís que los vio?

—El lunes.

—¿Quiénes eran?

—No sabe. Mi comadre dice que ese día fue a la pelu­quería y los vio salir de la casa del doctor Frenkel.

—¿La Petisa? ¿De la peluquería de Aurora?

—Sí.

—Queda a media cuadra de la casa de Frenkel, y tu comadre no ve un burro a dos metros.

—Y así y todo se casó con Justino.

—¿Y qué querés, si él ve menos que ella?

Las dos estallaron en una carcajada. María no pudo reprimir su sonrisa. Las habladurías del pueblo la divertían y la irritaban en partes iguales.

La fila avanzó, los clientes dieron un paso adelante.

Entonces, las sirenas de varios autos de la policía rom­pieron la quietud del banco y de todo el pueblo. Más acos­tumbrados a las sirenas de los bomberos, porque en Suárez había más incendios que criminales, todos parecieron inquietarse.

—¿Qué pasa?

—¿Por qué tanto lío?

Como las dos mujeres que estaban delante de María, el resto de los empleados y clientes se hicieron las mismas pre­guntas. Incluso el cabo Fernández dejó su lugar y salió a la calle para ver qué pasaba. Lo siguieron dos o tres hombres, pero regresaron de inmediato. El sol era más fuerte que su curiosidad.

—¿Qué pasó, Eusebio? —preguntó alguien desde la línea de cajas.

—No sé, van para el lado de la estación.

Cuando los últimos estertores de las sirenas se apaga­ron, todos volvieron a sus conversaciones y trámites. La fila avanzó un poco más y las dos mujeres que estaban delante de María alcanzaron la ventanilla. Ella contó una vez más el dinero que le había dado el señor Hermann y se dispuso a esperar su turno.

Desde una de las oficinas llegó el sonido de un teléfono.

Segundos más tarde, el gerente del banco, el contador Franco Benavídez, salió de su oficina, avanzó dando grandes zancadas y se detuvo en el centro del salón. Con gesto preocupado, comenzó a mirar a cada uno de los clientes hasta que posó sus ojos en María. Ella le sonrió, como siempre. Lo conocía desde pequeña porque había ido a la escuela con su hija, hasta que la pobre Alicia murió de polio a finales de quinto grado.

A diferencia de sus encuentros anteriores, esta vez Benavídez no le devolvió la sonrisa, sino que le hizo una seña para que la siguiera.

—Buen día, señor Benavídez, ¿pasó algo?

—Creo que sí —dijo Benavídez, señalando el tubo del teléfono que, descolgado, yacía sobre el escritorio de su ofi­cina.

—¿Es para mí? —dijo María, incrédula. Nadie de su familia tenía teléfono, y si lo tuvieran, ¿cómo podían saber que estaba en el banco?—. Debe ser para otra María —dijo.

—Es la señora Hermann —le aclaró Benavídez.

María extendió su mano y se llevó el auricular al oído.

—María, dejá todo lo que estás haciendo y vení a casa, por favor —le dijo la señora Marta con voz desesperada.

 

Ni siquiera sintió el sol cayendo sobre su cabeza como un rayo ardiente. Todos sus sentidos estaban concentrados en la breve conversación que había mantenido con la seño­ra Hermann. Nunca, en el tiempo que llevaba trabajando para su marido, ni ella ni el señor Hermann habían hecho algo parecido, mucho menos tutearla. ¿Qué habría pasado? ¿Se habría descompensado el señor Hermann? Podía haber ocurrido cualquier cosa, algo demasiado grave para que le pidieran que regresara sin haber cumplido el encargo.

En la plaza San Martín los hombres seguían conversan­do. María ni los miró, se echó a correr en dirección a la esta­ción del ferrocarril con la carpeta apretada contra el pecho.

Cruzó las vías y, nada más alcanzar el inicio de la ave­nida San Martín, encontró dos patrulleros que, atravesados en la calle, impedían el paso del tránsito. A la distancia vio también la silueta de varios autos negros y camiones del ejército. Ni ella ni ninguno de los habitantes de Coronel Suárez había visto jamás semejante despliegue policial en las calles del pueblo.

Siguió corriendo, y al llegar al cruce de San Martín con Baigorria, un par de soldados se cruzaron en su camino.

—No puede pasar, señorita. Hay un operativo federal.

—Yo trabajo en esa casa. La señora Hermann me pidió que…

—No puede…

Antes de que el soldado terminara la frase, María ya había desaparecido entre los soldados y policías que iban de un lado a otro. El sol se reflejaba en el metal de las decenas de armas que se alzaban en aquel mediodía de marzo.

Arriba, como sombras sin rostro recortadas sobre el cielo diáfano, hombres vestidos de civil empuñaban pistolas cortas. Caminaban hacia la casa de los Hermann por sobre los techos de las casas vecinas, agazapados, como si espera­ran ser atacados por alguien.

Entre los uniformes verdes, grises y azules que ocupa­ban la cuadra de los Hermann, resaltaban unos pocos veci­nos que, en camiseta y con los brazos desnudos, no habían podido resistir la curiosidad ante aquel movimiento inusita­do y habían abandonado el almuerzo familiar para ver qué ocurría afuera.

María los escuchó:

—Me lo dijo Domínguez. Se llama Mengele. Se debe haber cambiado el nombre cuando llegó a la Argentina.

—Mirá, ahí va la secretaria. Pobre piba, cuando se ente­re de que trabajaba para un nazi…

Al oírlos María recordó a aquellos periodistas ingle­ses que se habían presentado unos días antes en casa de los Hermann. De pronto le vinieron a la mente todas las pre­guntas que no se había animado a formularse en el último año: ¿por qué su jefe le había hecho escribir tantas cartas al hombre que investigaba a los criminales nazis en Israel? ¿Quién era en realidad el señor Hermann?

Alcanzó los vehículos detenidos frente al número 241 de la avenida San Martín y giró sobre sus talones para contemplar la escena completa: contó veintiséis hombres armados, entre civiles y militares, tres camiones del ejér­cito, cuatro patrullas y dos autos de calle sin patente. Si bien pudo reconocer a algunos de los policías del pueblo, a la gran mayoría nunca los había visto por Suárez ni por las colonias. Pronto, los hombres armados que caminaban por los techos alcanzaron el de la casa de los Hermann apuntando con sus pistolas en todas direcciones. Fue en ese momento que María descubrió a aquellos tres hombres, dos rubios, uno pelirrojo, vestidos con largos sobretodos negros.

Paralizada, permaneció en su lugar durante unos segun­dos, hasta que unos ladridos llamaron su atención. A través de la ventana del frente de la casa, vio a la señora Marta con Waldi entre los brazos. El pequeño perro salchicha ladra­ba y se sacudía con desesperación. Sin darse cuenta, María comenzó a caminar entre las armas y los autos.

—¿Adónde va? No puede entrar. Este es un operativo…

Se zafó de la mano que intentaba retenerla y entró a la casa. En la sala, un puñado de hombres revolvía cajones, estanterías y placares, arrojando todo al piso. Marta Her­mann sostenía con una mano al perro y con la otra un ciga­rrillo que se consumía mientras ella miraba con impotencia el desastre que se expandía por esa casa que siempre había llevado con cuidado y pulcritud. Desde el estudio comenzó a salir una hilera de hombres de uniforme cargando cajas que contenían las carpetas y los papeles del archivo del señor Hermann.

De pronto, la señora Marta lanzó un grito furioso por sobre los ladridos de su perro:

—Esto es una locura, comisario. Hace más de seis años que vivimos acá. Usted nos conoce, usted sabe quiénes somos. Se están llevando papeles que no les interesan.

Domínguez, que estaba controlando el allanamiento, le dedicó una mirada avergonzada. Después puso los ojos en blanco y se encogió de hombros.

—Lo siento, señora. Es una orden de arriba. No puedo hacer nada. Nos pidieron que nos saquemos todos los papeles.

Junto al reloj cucú de pared, sentado en un sillón con las rodillas juntas, Lothar Hermann guardaba silencio con los anteojos negros puestos.

María se acercó, apoyó su mano derecha sobre el hom­bro de su jefe y le dijo al oído:

—Ya llegué, señor Hermann.

Lentamente, él se llevó la mano derecha al hombro izquierdo y, con una delicadeza familiar, dio tres leves gol­pes sobre la mano de su secretaria.

—Gracias, María —susurró.

—En la calle dicen que usted es Mengele —dijo María, y bajando aun más su tono de voz, rogando que todo fuera mentira, preguntó—: ¿Es verdad? ¿Usted es un nazi?

Lothar Hermann sonrió con amargura.

—Por favor, María, encárguese de Waldi, que está ner­vioso —fue su única respuesta."


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