(Publicada en el Suplemento ADN, diario La Nación, 16 de noviembre de 2012.)
No
puedo escribir sobre alguien que no me seduzca, que no me genere empatía, y
mucho menos escribir sobre alguien con quien no tenga confianza. Por eso, cuando
Florencia Cambariere, mi editora, me preguntó si me tentaba escribir la
historia de un ladrón que pasó veintitrés años preso y pintaba tan bien que al
ver sus retratos Soldi lo tomó como pupilo, le dije que primero quería conocerlo.
En
2009 Jorge Fernández Díaz entrevistó Mira Ostromogliska, la protagonista de mi
segunda novela (“El ghetto de las ocho puertas”), para la exitosa columna que
publicaba en este diario, llamada “Historias con nombre y apellido”. Antes de
Mira, uno de los personajes que habían salido en la columna era un tal Frattini.
Lo
conocí en la editorial, vestido con un cuidado extremo, como esos antiguos
aristócratas que lo pierden todo pero siguen moviéndose por la vida como si
nada hubiera cambiado y todo les perteneciera.
En
aquel primer encuentro, como suele pasar, nos medimos como dos boxeadores. Yo preguntando
cosas salteadas, buscando contradicciones, mentiras y, sobre todo, el nivel de
detalles que empleaba en su relato. Empezó por el principio: se había criado en
un conventillo de La Boca en los años 30´, soportando a un padre alcohólico y
violento que le pegaba y lo echaba de la casa... Y entonces ya no pudo seguir
hablando. Quizá alguien piense que soy un psicópata, pero al ver llorar a
Frattini supe que la cosa pintaba bien.
A
él lo único que le importaba eran las formas de la escritura: “¿cómo lo vas a
contar? ¿vas a contar todo? ¿vas a poner los nombres reales? Mirá que no quiero
lastimar a nadie con mi vida. Ya jodí bastante.” Ahí también había algo.
Frattini quería contar su historia dejando de lado a las personas que había
lastimado con sus errores, para protegerlos, pero también quería que sus
propios errores les sirvieran como ejemplo a otros. “Voy a contar lo que usted
recuerde, y sólo lo que quiera recordar”, le dije.
Pocos
días después, me llamó para preguntarme “¿cuándo empezamos?”
Él
y Cristina, su mujer, viajaron a Buenos Aires varias veces para que yo pudiera
entrevistarlo. Nos encerrábamos a hablar durante horas. Pronto, entre los dos
se dio todo eso que yo buscaba: confianza, confesiones, detalles. Desde el
primer momento, Frattini se reveló como un extraordinario narrador. Para
escapar de los puños de su padre, se había tenido que acostumbrar a vagabundear
por las calles llenas de inmigrantes y desocupados que malvivían la depresión
de los años 30”. A veces, permanecía escondido debajo de la casilla del
conventillo esperando que la puerta se abriera. Pero esa puerta nunca se abría,
así que él entraba a los edificios para robar las monedas que la gente dejaba
debajo de los sifones vacíos.
A
los quince años, sin previo aviso, su padre lo encerró en un reformatorio. Lo
retiró un año más tarde, como quien retira un saco de la sastrería, y le dijo
que si no trabajaba se fuera para siempre. De inmediato, Frattini se convirtió
en cadete de una carbonería, pescadero, canillita… hizo de todo para convencer
a su padre de que sería un buen hijo. Pero eso no alcanzaba, ni iba a alcanzar
nunca.
Un
día se reencontró con un antiguo compañero del reformatorio, que le enseñó que
robar billeteras y carteras era más productivo que escarbar debajo de los
sifones. Con aquella primera sociedad, Frattini pasó de tener un hobby a ser un
profesional con oficio. Pronto, dejaron el arrebato y se convirtieron en
escruchantes. Hoy, los escruchantes parecen personajes salidos de novelas naif.
Robaban sin violencia, sin siquiera enfrentarse con sus víctimas. Se limitaban
a tener decenas de llaves que les permitían abrir las puertas de la ciudad
cuando los dueños estaban ausentes. Entraban, buscaban las joyas y el dinero, y
se marchaban en silencio sin que nadie los viera.
“Eran
otros tiempos”, decía Frattini en las entrevistas, no tanto con nostalgia sino
con pesar. “Hoy los pibes matan por un celular. No hay más códigos”, decía. Él
había tenido los mejores maestros. Personajes emblemáticos del crimen
argentino, como Jorge Eduardo Villarino, el Lacho Pardo o los hermanos Prieto…
le enseñaron que no hacía falta lastimar a nadie para conseguir buenas joyas,
que no era de hombre maltratar a las víctimas ni de profesional salir a robar bebido
o drogado. Nunca había que matar, nunca había que delatar a los compañeros a
pesar de que le quemaran el cuerpo a base de colillas y picana.
Durante
toda su carrera de escruchante, Frattini respetó estas reglas como si fueran
las tablas sagradas. Las únicas veces que tuvo que usar la violencia, fue para
protegerse o para proteger a sus amigos dentro de la cárcel. En total, pasó más
de veinte años detenidos en distintos penales del país. Mientras cumplía una de
sus condenas descubrió que se le daba bien el dibujo. Pintaba a lápiz los retratos
de los famosos que salían en las revistas. Pronto, los presos y los celadores
comenzaron a encargarle dibujos de sus propios familiares, que Frattini pintaba
a cambio de yerba, fideos o bien un trato diferente al que debían soportar los
otros presos. Aunque los hubiera pintado gratis con tal de que lo ayudaran a
matar el tiempo que debía estar confinado al encierro.
Es
curioso, pero cada vez que terminaba de cumplir una condena, se olvidaba del
dibujo. Las calles le resultaban más placenteras que los trazos de su lápiz.
Frattini
parecía haber estado en todas partes. El día que se escapó de la colimba, se
dirigió al centro y acabó sirviendo mate cocido a los millones de argentinos
que se acercaron al velorio de Evita. En 1955, tras robar un edificio del
Centro, corrió por la Plaza de Mayo escapando de las bombas que la Armada tiraba
para derrocar a Perón. Desvalijaba departamentos sin importarle que afuera los
militares dispararan vestidos de Azules y Colorados. Para él todos los
uniformes eran iguales, y crueles. En 1973, cuando Cámpora firmó la amnistía
que liberaba a los presos políticos, desde la ventana de su celda pudo ver a
los jóvenes que se escapaban de Devoto cantando la marcha peronista. Todavía
hoy se queda sin palabras al recordar la matanza que el Servicio Penitenciario
hizo en 1979, en el Pabellón 7º de Devoto. Estaba unos pisos más abajo, y desde
allí podía sentir los disparos cobardes de los celadores y el olor de los
cuerpos quemados. Un olor que aún hoy parece entristecerle la mirada.
Condena
a condena, Frattini iba mejorando su estilo. Tanto era así que una vez expuso
sus cuadros en Devoto, y al ver el retrato que había hecho de Borges, el
mismísimo Raúl Soldi le pidió que lo visitara cuando saliera en libertad.
Aquel
fue uno de los tantos giros en su historia. Para entonces se había casado, y
tenía dos hijos. Por primera vez, tenía un motivo para cambiar de vida. Por
eso, durante varios meses dibujó retratos que, gracias a Soldi, se expusieron
en galerías y en programas de TV, a los que fue invitado. Más que fama,
Frattini buscaba la oportunidad de cambiar de vida. Por eso le pidió al maestro
que le consiguiera un trabajo. “Usted es un artista, Frattini, no tiene que
trabajar”, le dijo Soldi. Meses más tarde, sin dinero, olvidado por la prensa,
Frattini no pudo hacer otra cosa más que aceptar su destino de llaves y puertas
cerradas.
Al
año lo había perdido todo: su carrera de dibujante, su libertad, a su mujer, a
sus hijos. Esos hijos a los que no vio durante más de veinte años y aún hoy no
sabe cómo pedirles perdón por todos los errores que cometió en su vida. Porque
los personajes extraordinarios como Frattini tienen esas cosas: pueden haber ganado
millones, pueden haber pintado el mejor retrato de Pichuco, pueden haber vivido
cosas que alcanzarían para llenar cientos de enciclopedias. Pero lo único que
les importa es el final de la historia. Una historia de puertas cerradas, joyas,
motines, torturas y una luz breve, idílica, que surge al final del camino.
Acá, el link a la nota en el diario:
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