Hacía calor, y los ventiladores, la televisión y
la heladera habían dejado de funcionar con la caída del primer rayo. El único
entretenimiento que tenían era una radio a pilas que anunciaba los desastres causados
por la tormenta. Con el río tan revuelto, habían dejado de pasar las lanchas y los
botes. Hasta que no acabara el temporal no podrían regresar a su casa, y a él
lo aliviaba saberlo.
Esa tarde ella comenzó a pintarse las uñas de rojo,
como una adolescente presumida o una estrella de cine pasada de moda. De
pronto, el olor del esmalte la hizo estornudar, y al sacudirse rozó con el
pincel el borde de su dedo gordo. Él dijo algo que se suponía debía ser gracioso,
pero sólo consiguió que ella lo mirara con odio.
Pasaron unos minutos en silencio. Comenzó a
oscurecer. Él se apuró en buscar velas y colocarlas en el pico de las botellas
de vino que habían bebido durante esos días. A lo lejos, en medio de la noche,
entre los árboles que el viento sacudía con violencia, ya se podía ver el leve
resplandor de las velas que iluminaban las casas lejanas.
Necesitaba
esto – dijo él, de pronto, al encender un cigarrillo.
Nadie
necesita vivir a oscuras, aislado del mundo…
Me
mudaría acá. Podríamos traer nuestras cosas… sólo lo necesario, y vivir en paz,
sin periodistas ni preguntas incómodas.
Ella lo miró en silencio. Era la primera vez que
él hablaba de eso:
Decime,
¿justo ahora tenían que enterarse?
Alguna
vez iba a pasar. La mentira tiene patas cortas.
Sereno, tan sereno como no lo había estado desde
que los diarios publicaran la noticia, él volvió a fumar. En su media sonrisa
se podía ver que había estado pensando la frase desde hacía un rato, días tal
vez:
¿Querés
otro refrán? En boca cerrada no entran moscas.
Aunque lo intentó, ella no pudo contener el rubor
que le cubrió las mejillas. Y bajó la mirada. Se incorporó, se dirigió al baño.
Cuando cerró la puerta, él supo que había llegado el momento.
¿Desde
cuándo cerrás la puerta del baño?
No me
di cuenta… ya salgo.
Estaba nerviosa, se le notaba en la voz. Al otro
lado de la puerta, él oyó el sonido de las teclas de su teléfono celular.
No
hay señal. Estamos solos. Dale, salí.
Al fin se abrió la puerta, ella tenía una toalla
alrededor de su mano derecha. Al ver que él empuñaba un cuchillo, comenzó a llorar.
Decime
por qué. ¿Por qué? ¿Por qué tuviste que ser justo vos?
Ella no hablaba, y eso a él lo enfurecía aún más.
Le acerco el cuchillo al cuello, después lo deslizó entre sus senos.
Vos
sabés que yo soy así, que tengo estas cosas… pensé que podíamos superarlo
juntos - dijo él a modo de despedida, alzando el cuchillo.
Y vamos
a superarlo – dijo ella, y cerró los ojos.
Amortiguado por la toalla, el disparo se confundió
con los truenos.
Publicado en Revista Ñ, 19/4/08
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