Ayer domingo me levanté muy temprano y pude leer durante una
hora mientras Vera, mi hija de 4, miraba los dibujos animados. Hacía rato que no pasaba una hora leyendo, y meses en que no
leía siquiera tres páginas seguidas. Pero empecé “El hombre que amaba a los
perros” de mi admirado Leonardo Padura, una novela hermosa donde se cuenta el
asesinato de Trotski y que por ese tono autocrítico con que Padura se refiere
siempre el socialismo, me hizo recordar Patria, otra novela maravillosa, del
vasco Fernando Aramburu, que también lleva un tono autocrítico impecable. Autocrítica: una palabra ausente en el diccionario argentino.
“El hombre que amaba a los perros” arranca con el exilio de
Trotski luego de su caída en el gobierno soviético. Y es desde ese exilio que Padura
lo obliga a hacer determinadas reflexiones que, muy lejos de nuestra realidad
de país extenso pero tan pequeño en ideologías y logros
extrafutbolísticos, me hicieron pensar en las acusaciones cruzadas que se han
visto en estos días previos a las elecciones insignificantes como son las PASO, tanto de los candidatos como de los electores.
Los párrafos que transcribo podrían hablar de cualquier
movimiento político de la Argentina, ya que ninguno acepta la crítica y mucho
menos ponderan la autocrítica sincera (esa que no es para la tribuna). Acá todo se enquista, todos se autoproclaman salvadores
pregonando con aspiraciones mesiánicas tener la receta para este, el último
posible resurgimiento de Argentina: El Imperio Que No Fue (como si alguna vez
este país hubiera sido algo, una potencia, una sociedad unida, y no apenas ese sueño que nunca se
cumplió porque nunca nadie apostó para que ese sueño durara más allá de quien lo soñara).
“Sobre su espalda cargaba la responsabilidad de haber
destituido a líderes sindicales, de haber borrado la democracia de las
organizaciones obreras, y contribuido a convertirlas en las entidades amorfas
que ahora utilizaban a placer los burócratas estalinistas para cimentar su
hegemonía. Él, como parte del aparato del poder, también había contribuido a
asesinar la democracia que, desde la oposición, ahora reclamaba.”
“La teoría marxista, que Lenin y él utilizaban para validar
todas sus decisiones, nunca había considerado la coyuntura de que los
comunistas, una vez en el poder, pudieran perder el apoyo de los trabajadores.
Por primera vez, desde el triunfo de la revolución de Octubre, debieron haberse
preguntado (¿alguna vez nos lo preguntamos?, le confesaría a Natalia Sedova) si
era justo establecer el socialismo en contra o al margen de la voluntad
mayoritaria. La dictadura proletaria debía eliminar a las clases explotadoras,
pero ¿también reprimir a los trabajadores? La disyuntiva había resultado
dramática y maniquea: no era posible permitir la expresión de la voluntad
popular, pues esta podría revertir el proceso mismo. Pero la abolición de esa
voluntad privaba al gobierno bolchevique de su legitimidad esencial: llegado el
momento en que las masas dejaban de creer, se impuso la necesidad de hacerlas
creer por la fuerza.”
Después de leer, finalmente fui a votar con Dante, mi hijo
de 9 años. Había bastante gente, y mientras esperábamos en la cola de la mesa electoral se oyeron
unos aplausos que llegaban desde abajo, en la planta baja de la escuela. Si
bien ninguno de los candidatos que ofrecía la elección me despertaba ilusión,
ni siquiera confianza, en ese momento me emocioné. Dante se dio cuenta. Entonces
le expliqué que cuando alguien vota por primera vez todos aplauden porque es
importante ejercer el voto. También le conté (aunque él ya lo sabía) que
durante muchos años a lo largo de nuestra historia los argentinos tuvieron
prohibido el voto. Y que por eso es importante ir a votar: aunque no nos
conforme esta “democracia”, aunque los candidatos sean millonarios con fortunas
de origen dudoso, aunque sean tan egocéntricos como para no ver que sólo son
representantes (Y NADA MAS), porque si no vamos alguien puede ocupar nuestro
lugar o decir que el voto no es importante.
Hoy, el día después de las elecciones, siguen las acusaciones cruzadas entre los votantes. Azorados por los resultados, unos
señalan a los otros por no querer el cambio o por votar por un cambio tan
paupérrimo.
Y sin embargo ayer todos fuimos a votar (el 75% del padrón,
dicen). Los que se identifican tan fanáticamente con el odio hacia unos y la fe
ciega en otros, y los que nos limitamos a contemplar esa disputa con asombro o con
indiferencia, pero siempre con fastidio. Este país es muy raro.
Por último, una breve opinión sobre algo que escuché en
estos días. Alguien decía que los escritores debían volver a ser activistas, a
levantar banderas, etc., etc. Como si las manos que tipean en los teclados valieran más
que las manos que hacen otras cosas. Como si saber hacer algo te pusiera en una
posición privilegiada para hacer otra cosa. Como si ser relator de fútbol
implicara saber patear una pelota. Sobre
esto, una última cita de “El hombre que amaba a los perros”, esta vez referida
al suicidio de Maiakovski, el poeta de la Revolución:
“Se empeñó en ofrecer su poesía a la participación política
y sacrificó su Arte y su propio espíritu con ese gesto: se esforzó tanto por
ser un militante ejemplar que tuvo que suicidarse para volver a ser poeta.“
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