Hace más de diez años leí el original de la Ilíada de
Homero. Original es una palabra demasiado pretenciosa, vaya uno a saber cuántas
cosas se perdieron desde aquel primer relato oral que los griegos repetían en
las plazas, y de los idiomas y las miradas de tantos y tantos traductores a
través de los siglos.
La semana pasada terminé de leer la reescritura que
Alessandro Baricco hizo de ese texto. Los puristas quizá se quejen de que Baricco
la bastardeó al pasarla a prosa, pero a mí gustó. Le dio una velocidad que,
como lector, se agradece.
Más allá de toda la belleza narrativa que muestra el texto,
tanto en el original como esta reescritura, me resultó curioso cómo se
individualiza a los guerreros. Se dicen sus nombres, sus orígenes, sus logros,
sus apariencias físicas, sus mezquindades y grandezas. También me asombró la
sinceridad del relato: los aqueos van a Troya para saquearla, recuperar a la
mujer raptada por Paris y matar a cada uno de los troyanos sin ningún discurso
que intente solapar su verdadero objetivo: destruir Troya. Sin embargo,
justamente esa destrucción terminaría haciéndola eterna.
Pero sin dudas lo que más me emocionó fue la escena en que
Aquiles, tan lejos de su hogar, llora desgarradoramente sobre el cadáver de Patroclo,
su amigo, su hermano, su amante.
Me hizo recordar una escena que viví hace casi 20 años en el
velorio de mi abuelo Mariano.
Mi abuelo era siciliano.
Eneas, el héroe troyano, también pasó por Sicilia en su escape
a la región del Lazio, donde, dicen, dio origen a la estirpe que terminaría
fundando Roma.
Güerino, el amigo de mi abuelo, era romano. Nunca supe cómo se escribía su nombre, pero su fonética es
inolvidable. Güerino. Tenía una parra con las uvas blancas más dulces de toda
Villa Insuperable. Como mi abuelo, él también había estado en la guerra. Pasó
dos años preso en África hasta que cayó Mussolini.
Los recuerdo a los dos, a Güerino y a mi abuelo Mariano, con la
cabeza cubierta por una gorra, fumando en la esquina, invocando recuerdos,
esperando que Italia les enviara la jubilación y la pensión que les
correspondía como ex combatientes. Eran apenas eso: dos viejos italianos en una
esquina de Villa Insuperable, pequeño reducto de la Italia bonaerense.
Se saludaban con gestos, nunca se tocaban. Los hombres no
necesitan tocarse para demostrar afecto.
Tenían la misma edad, pero mi abuelo murió primero. Lo
velamos en un sepelio de Avenida San Martín, por donde habían pasado todos los
muertos del barrio y de mi familia. El desfile de parientes y vecinos duró todo
el día.
A la mañana siguiente, poco antes de que se llevaran el
cajón, Güerino entró arrastrando los pies, sin saludar a nadie, sin decir nada.Se detuvo ante el cajón. Primero se quitó la gorra. Después
abrazó a mi abuelo y se largó a llorar como un chico. Al despegarse de él, lo
miró, algo enojado.
“Me dejaste solo, Mariano. ¿Y ahora qué hago?”, dijo
Güerino.
Y se fue.
Ni mi abuelo era Patroclo ni Güerino Aquiles. Pero nunca me
voy a olvidar que ese viejo lloró desgarradoramente sobre el cadaver de su
amigo.
Septiembre, 2014.
Lectura: Homero, Ilíada. (Alessandro Baricco. 2004)
Quiero saber quien fue el abuelo de patroclo
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