Viví en Villa Celina desde el principio de la
secundaria hasta el comienzo (y abandono) de la facultad. Fue la época en que
comenzaba a salir de noche con mis amigos: primero a Lugano, después más allá
de Rivadavia.
Ahora a Celina vuelvo sólo los fines de semana y de
día, para almorzar con mis viejos y jugar con mis hijos en ese parque inmenso
que aún conservan sólo algunas de las torres. Pero el sábado a la tarde mi hijo
quiso ir a dormir a casa de los abuelos, y juntos nos tomamos el 36. Anochecía
mientras el colectivo avanzaba dando tumbos por esa ruta que me sé de memoria:
Rivadavia, Olivera, Larrazábal, Murguiondo, Av. Cruz y, entonces, La Frontera.
Desde Flores, Dante venía jugando con un láser,
fingiendo que era una mira telescópica que apuntaba a todo lo que el colectivo
mostraba por sus ventanillas: paredes, gentes, autos. Cuando llegamos a General
Paz, que para los que nacimos en provincia siempre fue y será La Frontera, él continuaba
apuntando con el láser. Hasta que al cruzar por debajo del puente vio a los
seis gendarmes, los dos patrulleros/camionetas y las tres motos, y se lo guardó
en un bolsillo, porque el operativo lo asustó y le dio miedo que los tipos se
lo quitaran. Entonces me acordé de Balestra: “en medio de la frontera que protegía a la Capital del peligro que,
al parecer, amenazaba desde la
Provincia de Buenos Aires”.
Bajamos del colectivo en Roosvelt y Colectora, Dante
se quedó con los abuelos y yo me ubiqué en la esquina donde tantas, pero tantas
veces esperé ese mismo colectivo que me llevaría de vuelta a casa, ahora para
el otro lado. Hacía mucho que no lo esperaba ahí, y de noche. En invierno, en
Celina debe hacer 5º menos que en Capital, y el 36 siempre tardó mucho. Este
sábado también.
Mientras me fumaba un cigarrillo, todavía con la
visión de Dante guardándose el láser en el bolsillo, me acordé de otra época. Quizá,
creo también, por la noticia de que por estos días un fiscal o un juez quiere o
quiso prohibir las fiestas electrónicas. Y yo me acordé de los 90´.Era la época de la guerra de los Balcanes, y en la
tele se veían las camionetas blancas de la ONU fingiendo hacer algo por los
bosnios. Imponían autoridad esos convoys de 4x4 impolutas recorriendo la ex
Yugoslavia destruida.
A diferencia de ahora, todavía se podía
cruzar la General Paz sin controles. Sin embargo, como ahora y siempre, en esa
época también se creía que “la juventud” era un peligro para todos los que no
eran jóvenes. Supuestamente, “había que hacer algo”, y Duhalde decidió sembrar
las esquinas estratégicas de la Provincia de Buenos Aires con unas camionetas idénticas
a las de la ONU, dando un mensaje claro: que vivíamos en una zona de guerra. Pronto,
debajo de mi edificio apareció una de esas camionetas, día y noche, pero sobre
todo de noche. No se movía, tenía los vidrios polarizados y nadie bajaba de
ella. Y sin embargo bastaba para darte la inseguridad de estar siendo observado,
controlado, perseguido.
Por entonces salía con una chica del Sur y me iba a Remedios
de Escalada vía Puente La Noria. Y, obviamente, las camionetas blancas de
Duhalde también estaban ahí. Pero las camionetas no lograban que los “jóvenes”
no salieran. Al parecer, a alguien se le ocurrió que la juventud no era
pecaminosa durante toda la noche, sino que se perdía en el último tramo: era de
3 a 6 AM cuando se cometían los excesos. Entonces, el Sr. Gobernador ordenó el
toque de queda a las 3AM.
Llegaba esa hora y la provincia se congelaba: ni
colectivos, ni remises, tan sólo camionetas blancas. Si el toque de queda te
agarraba lejos, no podías volver. Si te agarraba cerca, podías volver pero
sabiendo que alguna camioneta blanca podía llevarte. Y nos recortó la noche
como ahora ese fiscal o juez quiere recortar las fiestas electrónicas. Es
curioso cómo se repite la estupidez gubernamental una y otra vez, cambiando las
caras, los nombres, pero respetando las formas de la ignorancia.
El sábado, el 36 vino media hora después. Para
entonces ya estaba completamente congelado a pesar de la campera, y me
preguntaba cómo hacía a los 20 años para esperar ese mismo colectivo con apenas
una remera y un saquito de cuero delgado como papel de calcar. Y me la bancaba.
Pero ya no. La edad también es eso.
Sin embargo, al cruzar General Paz de regreso,
viendo los reflejos azules de las sirenas de Gendarmería rebotando en el
techo del puente, me alegré de tener casi 40 años. De usar campera, de no tener
que andar por la calle de madrugada, de no pertenecer al “grupo de riesgo”. Al
mismo tiempo, sé que me quedan 12 años para disfrutarlo. Después, Dante va a
tener edad para hacer todas esas cosas divertidas y peligrosas que nos inquietan
a los padres y aterrorizan a los que toman decisiones. Cuando llegue ese
momento, va a tener que saber que por más que se esconda el láser en el
bolsillo, eso no lo va a proteger de las camionetas verdes, azules o blancas.
A continuación, el bueno de Balestra soportando uno
de esos tantos controles.
“La visión de
los ojos del muerto lo acompañó todo el camino de regreso. En General Paz, lo
detuvo uno de los policías que controlaba la salida de Provincia. Balestra
estacionó entre los conos naranjas que dividían la avenida Del Libertador,
molesto, sabiendo lo que debería soportar.
El agente
caminó lentamente hasta la puerta del auto, lo saludó haciendo la venia y le
deseó las buenas tardes que se habían emputecido con el cadáver de Hisch, el
llanto de su mujer y aquella detención que lo retenía y le impedía llegar a su
oficina y tomar toda la grapa que necesitaba.
-
Documentos,
por favor.
Balestra buscó
su billetera, retiró su cédula y se la entregó al policía. El tipo inspeccionó
el documento, pero no parecía conforme.
-
Esto
no me sirve… usted es uruguayo…
-
Como
Gardel.
El policía cambió el gesto sobrador por una mirada seria
y amenazadora.
-
Permítame
el DNI argentino.
-
No
tengo porque no soy argentino.
-
Nadie
es perfecto.
Balestra comenzaba a irritarse.
-
¿Está
de paso en el país?
-
Sí,
desde hace veinticinco años.
-
Espere
un segundo.
El policía
amagó con alejarse, quizá para forzar una coima o porque en verdad deseaba
averiguar los antecedentes de Balestra. Pero él no quería perder más tiempo
parado allí, en medio de la frontera que protegía a la Capital del peligro que,
al parecer, amenazaba desde la
Provincia de Buenos Aires.
-
Escuche,
agente, soy ciudadano del MERCOSUR… usted sabe, libre comercio, libre
circulación de personas, hermanos latinoamericanos, el Che, Zitarrosa…
-
Sí,
pero necesita cambiar esta cédula vieja por la nueva, la del MERCOSUR.
-
Le
prometo que lo voy a hacer.
-
¿Puedo
ver qué tiene en el baúl?
-
Tres
kilos de cocaína, una granada y tres FALs.
-
Bájese
del auto.
Cuando el
agente llevó una mano a su arma, Balestra decidió terminar con aquella farsa. Retiró
una tarjeta de su billetera y se la tendió al policía, diciendo:
-
Estoy
un poco cansado para bajarme. ¿Por qué no llama a mi padrino?
El otro leyó
el nombre que aparecía en la tarjeta y, sorprendido, hizo una venia obediente y
exagerada que sin embargo no logró solapar el odio que irradiaban sus ojos.
-
Disculpe
la demora. Puede circular.
Balestra
volvió a guardar la tarjeta, la cédula y puso primera alejándose a toda
velocidad.”
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