Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

lunes, 9 de mayo de 2016

Nusia, Slawka y yo.





Hacía dos años que no nos veíamos. En ese lapso, habíamos hablado por teléfono varias veces. Pero el sábado a la tarde la pasé a buscar en un remis para ir a dar una charla con ella, con ellas, a Hebraica.
La verdad, estaba nervioso por el encuentro. Me fumé un cigarrillo en la vereda esperando que se abrieran las puertas de ese ascensor que tantas veces había tomado en el año 2010, cuando iba a visitarla para charlar con ella. Me acomodé el saco, fumé rápido. Y entonces la vi. Radiante como siempre. Bien vestida, bien peinada, con esos ojos verdes impenetrables que al verme se relajaron y me tranquilizaron a mí también. 

De por sí es extraño encontrarme con un personaje de una de mis novelas, y más extraño que ese personaje sea dos en uno: pero Nusia y Slawka me sonrieron a la distancia y después nos abrazamos con un afecto que me emocionó y me hizo saber que nos une un hilo resistente, a prueba del paso del tiempo.
Durante el viaje, me contó que va a ser bisabuela. Estaba contenta. Como siempre, quiso asegurarse de que mis cosas andaban bien.

No sabíamos si iba a haber mucha gente, pero las sillas del Salón Dorado de Hebraica se llenaron por gente que sólo quería verla a ella, a ellas, en el marco del homenaje a las víctimas del Holocausto. Yo les aclaré a todos: “Las partes tristes las voy a leer yo. Nusia sólo va a hablar de cosas divertidas”. Le guste que a quien le guste. Porque, después de seis años, me di cuenta que seguía cuidándola. Por más que tenga más de 80 años, para mí va a ser siempre la chica de 12 que tuvo que dejar Lwow para esconderse en un orfanato de Varsovia. 

Entonces empezamos a leer y a charlar. No fue una ponencia, no fue una entrevista. Fue una más de las tantas charlas que tuvimos y que permitieron que entre los dos construyamos ese libro que, para nuestra sorpresa, sigue conmoviendo a lectores de todas las edades y que en pocas semanas será publicado por Lumen en España. Volvimos a reírnos recordando las anécdotas de su familia. Y otra vez me sorprendí, admirado de su lucidez, de su inteligencia, de esa humildad que en nuestras charlas del 2010 la llevaba a decir “Yo no sufrí con el Holocausto”, comparando su historia con la de los demás sobrevivientes.

 

Qué tranquilizador es defender una novela con la ayuda de tu protagonista. Contestamos preguntas a cuatro manos, literalmente. De a ratos, nos mirábamos con esa máscara que compartimos con Nusia y Slawka: cara póker, aceptando que estábamos conmovidos pero sabiendo que a los dos nos cuesta demostrar.
Una hora más tarde la despidieron con un aplauso enorme. Yo aproveché para pedirle algo que quería hacía tiempo. Que me firmara el libro. De cholulo, no más.

Después, volvimos a subirnos al remís. Los dos estábamos emocionados y agradecidos uno con el otro. Mientras recorríamos la Panamericana de noche, la hija me dijo: “No puedo creer todo lo que podés sacarle a mi mamá. Nunca la vi hablar tanto como con vos”. Mirando a su hija, ella dijo: “Alajandro (su pronunciación sigue intacta) fue tan discreto… Cuando yo lloraba él miraba para otro lado”. Cómo no hacerlo, si yo tampoco quería que ella me viera pucherear. Sepan disculpar, pero más que el libro, lo que a mí me enorgullece es esa confianza. 

Llegamos a su casa y me bajé para despedirla.“Alajandro, la próxima vez que nos veamos será en el estreno de la película”, dijo con picardía y ambición. “Nusia, basta porque voy a terminar proponiéndole matrimonio y ya estoy casado”, le dije y nos reímos. “Bueno, pero yo entonces podría adoptarlo”, dijo ella.
Llegó el ascensor. Volvimos a abrazarnos y nos separamos, sabiendo que eso ya es imposible.

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