-
Lisboa.
-
No,
suena a víbora.
-
París.
-
Demasiado
snob.
-
¿Barcelona?
-
Muy
modernista. Demasiado firulete.
- Bassano
del Grappa, en Italia. ¿Sabés que ahí inventaron la grapa?
-
No,
en todo caso Siena. Otro.
-
No
sé… ¿Miami?
-
Ni
muerta.
-
Río.
-
Podría
ser… pero no.
-
Punta
del Este.
-
Muchos
conocidos.
-
Me
doy por vencido.
-
Una
más, dale…
-
El
Tigre.
-
No,
perdiste.
-
¿Dónde?
-
En Durazno.
-
¿Durazno?
¿Y qué vamos a hacer en un pueblo de mierda?
-
Me
vas a contar todo lo que no sé de vos.
-
Si te
alcanza con el verso del detective privado...
-
Es
verdad, pero quiero conocer el lugar donde naciste…
-
Si
tenés la fantasía del galancito uruguayo pobre que viene a Buenos Aires
buscando fortuna vas muerta... Mi familia tenía guita. Y además los galanes
nunca son uruguayos.
-
El
mío sí, y cuando se pone nervioso le sudan las manos.
Balestra dejó de secarse las manos en el mantel;
el jueguito de las vacaciones en el lugar soñado había dejado de ser divertido.
Entre los platos, fuentes, cubiertos, migas de pan y botellas que había sobre
la mesa, buscó el oporto y sirvió en su vaso y en el de Débora. Estaban en
medio del jardín, rodeados por los cinco espirales que ella había exigido prender
para considerarse a salvo de los mosquitos. Un indicio de luna se reflejaba en
la superficie del río, que a esa hora bajaba de derecha a izquierda.
-
Estos
jazmines tampoco prendieron… ¿viste?
-
Lo
tuyo no son los jazmines. ¿Sabés que le encontré marihuana a Nicolás?
-
Tiene
17 años… ¿qué querías encontrar? ¿Viagra? Aunque siendo hijo de tu marido…
Balestra esquivó el trozo de pan que le arrojó
Débora, soltando una carcajada ebria pero sincera.
-
¿Y
qué le dijiste?
-
Nada.
Le pregunté si fumaba mucho. Dijo que no. Por lo menos no me dijo “es de un
amigo”.
-
¿Te
convidó?
-
No.
-
Lástima.
-
¿Me
vas a contar en qué estás trabajando?
-
¿Te
dice algo Andrés Hirsch…?
Débora abrió los ojos de par en par, como si no
pudiera creer que Balestra podía manejar un asunto tan grande; él se acomodó en
la silla para contemplar el efecto de sus palabras.
-
No me
jodas. Lo vi en la tele. Contame.
-
No
puedo, secreto profesional – dijo Balestra, riéndose, y esta vez no pudo
esquivar el pan que le dio en medio del rostro.
-
Lo
conocíamos… vino a nuestro casamiento.
Balestra dejó de reír.
-
¿En
serio?
-
Sí,
un fanático de la zoofilia. Tenía un galgo entrenado para que se la chupara.
-
¿De
verdad?
-
No,
boludo, te estoy cargando.
Se miraron a los ojos, sin reírse.
-
Qué
bueno que vine – dijo ella.
-
Buenísimo.
Mientras Débora se incorporaba, Balestra pensó en esos
meteoritos gigantes que salían en los documentales que él miraba, y deseó que uno
bien grande cayera sobre la
Triple Frontera y aplastara todo lo que allí había, incluidos
los periodistas.
Al pasar junto a él, Débora le rozó apenas un
brazo y se alejó en dirección al muelle. Al ver a Débora mirando el río, lejana
entre las sombras, Balestra se sintió fuerte, poderoso. Aquella mujer era la
única persona capaz de solapar todos sus fracasos. Aunque había pensado pasar
la noche revisando las fotos, al verla desnudarse mientras entraba a la casa,
Balestra pensó que el muerto tendría que esperar hasta el día siguiente.
(Con la sangre en el ojo, Grijalbo, 2015)
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