"En la entrada de la estación había un laurel, y con algunas
de sus ramas los artesanos habían armado dos coronas que ubicaron en los
andenes para sujetar la enorme bandera que ahora cruzaba las vías. Vestidos con
sus ropas de domingo, los paisani comían semillas de zapallo y contemplaban con
ansiedad las montañas esperando descubrir un tren bajo el sol de aquel cielo
inmaculado. Pero muchos de ellos ni siquiera sabían lo que era un tren, y los
más pequeños imaginaban carros dorados tirados por bellos caballos alados, modernos
artilugios con forma de delfín. Se sorprendieron al ver aquella mole de acero vomitando
su continua bocanada de humo, y quizá por eso todos suspiraron a la vez. Pero
no pudieron escucharse, la locomotora ya había hecho sonar su bocina estridente.
Los rieles vibraron, y vibraron también los andenes y los
muros de la estación. Gianni se había subido a uno de los faroles; con los ojos
entornados calculaba cuántos segundos tardaría el tren en detenerse.
Ciento cincuenta y dos.
Entonces la locomotora soltó un último aliento de vapor
que, impulsado por el Sirocco, envolvió a todos con una brisa tibia y asfixiante.
Algunos tosieron, sin embargo nadie se atrevió a decir nada: contenían la
respiración, hechizados por el poder que irradiaba aquella máquina.
Se acercaron para verla con detenimiento, tocaron las
barandillas de metal, las puertas de madera, intentaron ver más allá del polvo
que cubría las ventanillas. Poco a poco, primero un hombre, luego una mujer, intentaron
subir a los vagones. Sólo se detuvieron
ante las armas de los soldados, y los vieron acercar una escalera hasta una de
las puertas del primer vagón. Uno de ellos señaló a la banda de músicos e
inmediatamente comenzaron a tocar una melodía chillona por sobre los gritos de
la multitud. Los dos acordeonistas eran de Saccia, el violinista de Scopello y
el niño que tocaba la trompeta había nacido en Calatafimi, era hijo de un
hermano del padre de Giuseppina. Aún debían pasar varios años para que el
pequeño trompetista se convirtiera en un hombre lo suficientemente celoso como
para querer asesinar al amante de su mujer. Subido a un farol, su primo, el
futuro amante, no podía saberlo: sólo se preocupaba por descubrir al Duque o al
menos a dos de sus hermanos, escondidos en algún rincón de la estación.
Todos conocían las fotografías del Duque, sin embargo eran
escasos los datos que tenían de él: sabían que hablaba cinco idiomas, que era
un excelente deportista y que había marchado con su gran ejército sobre la
Capital, en el norte, para luego ser coronado en un circo lleno de banderas. Después
de todo, eso era lo que decían los frescos de Segesta. En la Iglesia de Nuestra
Santísima Madonna del Socorro habían colgado una imagen suya; cada día alguien
se encargaba de llevarle flores al Duque retratado de pie junto a la bandera. Generoso,
el trazo del pintor había delineado un cuerpo maduro, vigoroso, que inspiraba
respeto y sumisión.
El sólo recuerdo de aquella imagen obligó a todos los que
estaban en el andén a retroceder un paso. El Duque al fin había pisado la Isla.
Esta vez todos pudieron oírse suspirar. Lo observaron largamente sin decir
nada; por un momento la melodía quedó flotando en el aire limpia de sonidos
molestos: y los músicos tocaban mal.
El Duque les
dedicó una sonrisa forzada. Parecía fastidiado. Y en verdad lo estaba, ¿cómo
hacían aquellos campesinos para respirar un aire tan denso y agobiante?
Entonces alguien se acercó al Duque y le tendió un ramo de
flores, un abanico, una copa de vino fresco. Como si esa fuera la señal para su
entrada, por detrás del Duque aparecieron tres frailes vestidos con negras
sotanas que les llegaban hasta el suelo: uno, el más obeso, se apresuró a
probar el vino para comprobar que no estuviera envenenado; otro arrancaba los
pétalos de las flores y los lanzaba por donde caminaba el Duque, que era perseguido
por el fraile más alto, encargado de mover el abanico.
Escoltada por varios soldados, la pequeña comitiva cruzó el
andén y se detuvo ante la puerta de acceso a la oficina de la estación. El
suelo estaba cubierto de flores y cáscaras de semillas de zapallo: cientos de
bocas masticaban al mismo tiempo y esperaban, exigían, las palabras de aquel orador
tan elocuente.
Y el Duque giró sobre sus talones, golpeó los tacos de sus
botas y alzando el brazo, dijo:
Bienvenidos.
Cruzó la puerta mientras los frailes bendecían a la
multitud. Todos comenzaron a murmurar. Esperaron algunos minutos creyendo que
el Duque volviera a aparecer, pero ya se había marchado por una puerta secreta
y ahora iba camino al Castillo, rodeado por los tres frailes que lanzaban bendiciones
desde el automóvil que los transportaba.
En la estación hacía rato que el murmullo se había
convertido griterío: la multitud, desilusionada, intentaba subir al tren para
verlo por dentro o conseguir algún souvenier de un día tan memorable. Hubo
empujones, insultos y alguien hasta se atrevió a lanzar una piedra contra el
maquinista, que les gritaba desde la locomotora. Los soldados tuvieron que bloquear
las puertas y las ventanas. Pero ya era imposible contenerlos.
Cuando estaban por ingresar a los vagones, alguien sugirió
una nueva táctica: entonces, de boca en boca, los paisani se fueron enterando
de que afuera, en el camino, otros soldados habían comenzado a repartir comida,
vinos y frutas. En un instante, atraídos por los regalos, todos se apresuraron
en abandonar los andenes. Pronto el vino fresco calmó los gritos y la música volvió
a sonar, aunque ésta vez todos parecían disfrutar de ella.
La fiesta continuó hasta caer la tarde. Después, tal como
lo había planeado, Vito aprovechó la confusión de la partida del Duque para subirse
al último vagón y ocupar el asiento que le correspondía. Cuando el tren volvió
a ponerse en marcha dejó tras de sí un pueblo en el punto más dulce de su embriaguez.
Algunos juraban que darían la vida por el Duque, otros
pensaban que podrían abandonar la Isla en ese mismo tren. Finalmente el tiempo los
complacería a todos. Menos a Giuseppina, que lloraba y maldecía al Duque, a los
soldados y al maldito tren que se había
llevado a su hermano. Quería estar muerta: se rasguñaba y se retorcía en el
suelo. En un momento, exhausta, se tendió de lado sobre la tierra: comenzaba a
oscurecer. Poco a poco, el cielo comenzó a brillar con el fulgor de unas
estrellas que se habían apagado mucho antes de que construyeran el Templo, el
Castillo y la estación. Y sin embargo estaban ahí. Atrapadas en la noche."
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