"Una mañana me vi obligada a salir para buscar unas medicinas que
necesitaba mi madre, y que habíamos logrado conseguir gracias a uno de los
empleados de la fábrica. Tenía menos de una hora para alcanzar la calle Karmelicka
y regresar a mi trabajo. Afuera el sol resplandecía, y el cielo azul inspiraba
toda la vitalidad que le faltaba a las calles, regadas de escombros, cadáveres
y casquillos de fusil. A medida que caminaba, el miedo a ser detenida iba
desapareciendo. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había paseado
por Varsovia. El silencio del ghetto, que por lo general anunciaba un nuevo disparo,
ahora se llenaba por el gorjeo de los pájaros. Comencé a caminar lentamente,
disfrutando cada paso que daba. De pronto hasta me animé a quitarme el saco y
dejar que el sol me entibiara los hombros. Tenía sólo veinte años, aunque la
guerra me estaba envejeciendo con anticipación.
Al llegar a Nowolipki descubrí un camión alemán detenido en la
puerta del edificio donde funcionaba un orfanato. Sin darme cuenta cerré los
ojos para no ver a los soldados, o, como hacen los niños, para que ellos no me
vieran a mí. Pero no ocurrió nada: los soldados fumaban en silencio con las
armas enfundadas. Al pasar junto a ellos, vi que del edificio salía un grupo de
niños formados en cuatro filas. A ambos lados, otros soldados custodiaban su
marcha. Vestidos con harapos, los cuerpos delgados, bien abiertos los ojos, obedecían
con esa entrega ciega de la que sólo son capaces los niños. Anduvieron unos
metros y luego se dejaron alzar por los alemanes que, con cuidado, hablándoles
en voz baja, los fueron cargando en la parte trasera del camión. Ningún niño
protestó, nadie lloraba. Parecía que se estaban preparando para una excursión.
Sentí un nudo en el estómago, y aunque quería gritarles que escaparan, callé. Del
edificio salió un hombre vestido con traje oscuro. Los niños lo saludaron
agitando sus manos: “Adiós señor Korczak”, gritaron a coro. Sin decir nada, el
hombre se trepó al camión y se sentó junto a ellos. Uno de los soldados,
apuntándolo con el fusil, le dijo que su trabajo como director de orfanato
había terminado, que a él no lo necesitaban, que podía volver a su casa... El
hombre no sólo no contestó, sino que empezó a cantar una canción a la que
pronto se unieron los niños. Desconcertado, el soldado se encogió de hombros,
dio una última pitada al cigarrillo, lo arrojó a la calle y subió a la cabina
del camión. Cuando empecé a llorar, ellos ya habían desaparecido en dirección a
la Umschlagplatz.
Regresé a la fábrica sin las medicinas, aquellos niños me habían
hecho olvidar para qué había salido. Lo único que me mantenía en pie era saber
que Teo estaba a salvo.
Por los polacos que trabajaban en la fábrica nos enteramos que los
deportados debían viajar de pie porque los alemanes llenaban los trenes hasta
el techo. Algunos días, los pasajeros eran tantos que debían esperar en la
estación hasta que el tren regresara por ellos. Nadie escapaba, nadie se
defendía. El miedo y la desolación nos estaban venciendo por completo. Los
polacos, algunos amenazados por los nazis y otros porque sí, delataban a los
judíos que lograban fugarse del ghetto, de los trenes o de la estación. Pietruszka,
en cambio, continuaba trayéndonos noticias de Teo, compartiendo el botín de su
contrabando y jugándose la vida por todos nosotros.
En agosto, el calor del verano hizo que los pocos cadáveres que
había en las calles se pudrieran con mayor rapidez, y el hedor volvió el aire
espeso e irrespirable. Millones de moscas tomaron Varsovia. Las enfermedades se
propagaban entre los sobrevivientes, cada vez más hambrientos; para entonces los
alemanes habían reducido las raciones de alimento a 85 calorías diarias, lo que
equivalía a media rodaja de pan. Algunos preferían entregarse a tener que seguir
soportando la muerte lenta del ghetto.
Boris continuaba con la lectura frenética de los periódicos
alemanes. A veces, en casa lo oíamos insultar a los Aliados, que con pereza dejaban
avanzar a los alemanes por todo el mundo: Alemania ya había ocupado Polonia,
Noruega, Holanda, Francia, Ucrania y, en otros lugares como Rumania,
Eslovaquia, Hungría, Bulgaria y los Balcanes, habían establecido gobiernos
pronazis que masacraban judíos de pueblo en pueblo. De Rusia no podíamos
esperar nada: los comunistas ni siquiera podían frenar el avance alemán en su
propio territorio. Moscú podía caer en cualquier momento.
El 16 de agosto transcurrió como un día cualquiera: disparos en las
calles, ruidos de camiones, gritos que se oían desde el interior de la fábrica.
Habíamos pasado el día remendando uniformes alemanes, cuando al fin sonó el
timbre de salida. Todos los empleados dejamos nuestras tareas y nos dirigimos
hacia la puerta. Al fichar, Musialowa nos gritó como de costumbre, pero esta
vez había un brillo distinto en su mirada.
Cuando se abrió el portón, nos encontramos con que las rampas de
salida estaban bloqueadas por un camión de las SS. Cinco soldados, con las
culatas de los fusiles apoyadas en el hombro derecho, apuntaban hacia nosotros.
Todos nos detuvimos al verlos, y poco a poco nos fuimos amontonando a las
puertas de la fábrica. Shultz, el director, junto a un oficial alemán, leía un
papel donde tal vez figuraban los nombres de los nuevos deportados. Sin embargo
no me preocupé.
Busqué a Edek con la mirada, pero no pude verlo entre el gentío de
empleados que se apretaban unos detrás de otros para esconderse de los
alemanes. Mamá también había quedado rezagada, pero Boris y Edwarda estaban junto
a mí. Edwarda me tomó de la mano con fuerza, y me murmuró que me quedara a su
lado.
A continuación, como siempre, los alemanes nos ordenaron que nos
formáramos en dos filas. Boris, Edwarda y yo nos apuramos a ocupar la de la
derecha, sabiendo que esa generalmente era la de los vivos. Pronto, la
desesperación y el miedo provocaron empujones, gritos y llantos. Alguien
intentó huir, pero antes de que diera el tercer paso un disparo le había
destrozado la cabeza.
Poco a poco las filas fueron avanzando. En el camión, los deportados
guardaban un silencio, enfrentados a ese destino que durante tanto tiempo
habían logrado evitar. A cada paso que daba me volvía buscando a Edek y a mamá.
Boris fue el primero en llegar a donde estaba el director con los alemanes. Una
leve seña de Shultz bastó para que Boris dejara la fila y fuera a esperar con
el resto de los salvados. Luego le tocó el turno a Edwarda, que mostró su
permiso de trabajo y logró reunirse con su marido. Entre ella y yo había otras
dos personas, así que tuve tiempo de girarme para descubrir que Edek avanzaba
en la fila izquierda. Nos miramos a los ojos, y en vano busqué esa sonrisa que tanto
me serenaba. Con la cabeza me hizo señas para que continuara avanzando. Pero no
pude: si esa era la última vez que lo veía, quería mirarlo para recordarlo por
siempre.
Kosurski, el ingeniero polaco de la fábrica, avanzó hacia Edek y, fingiendo que se tropezaba, lo empujó y comenzó
a insultarlo para llamar la atención de los soldados alemanes. “Hijo de puta”,
le gritó, y los alemanes festejaron el insulto con una carcajada. Tomándolo de
las solapas del saco, dijo: “Sal de mi camino, judío de mierda”. Entonces lo
empujó con la violencia necesaria como para que fuera a parar a la otra fila, la
de los salvados.
Llegó mi turno, logré pasar. Un soldado me indicó que fuera adonde
esperaban los demás: un patio lleno de fantasmas que se abrazaban sin fuerzas.
Al reencontrarme con Boris y Edwarda les pregunté si habían visto a mamá. “Ya
va a venir”, dijeron los dos al mismo tiempo. Esperé a Edek con ansiedad, y cuando
lo vi venir me eché en sus brazos sollozando, besándole los labios, el rostro.
Todos los que se salvaban llegaban en silencio; sin ánimo de
festejar nada, preguntaban por sus amigos y familiares y respondían a las
preguntas de los demás con monosílabos. Cuando oímos el sonido del motor que se
ponía en marcha supimos que la selección había terminado. Con Edwarda buscamos a
mamá entre los vivos, que poco a poco comenzaban a abandonar el patio. Sabíamos
que a veces algunos se escondían para evitar las selecciones, así que corrimos
hacia el interior de la fábrica. Recorrimos los salones vacíos, revisamos cada
rincón, cada armario… Volvimos a buscar, una, dos veces, hasta que en un
momento Edek me abrazó diciendo: “Basta, no la busques más”. Llorando, comencé
a hacer preguntas que ni Edek ni Boris ni Edwarda pudieron responder.
De haberme despedido, le hubiera agradecido a mamá todo lo que había
hecho por nosotras, el valor con que había enfrentado la muerte de papá, la
pérdida del negocio, las calles que había recorrido para vender cuantos
perfumes y billetes de lotería habían sido necesarios para que no nos faltase
nada… Pero todo había terminado así, de repente: ahora mamá estaría bajando del
camión, llorando por nosotras, entre los gritos de los demás deportados.
Regresamos a la casa y me encerré en la habitación. Me tendí en la
cama. Con cuidado, deshice el nudo del cordón que sujetaba las fotos que
llevaba colgadas al cuello. Retiré una, la de mi padre, y la miré en silencio
hasta que las lágrimas me nublaron la vista. Busqué una pequeña foto de mamá y
la guardé junto con la de mi padre.
Se hizo de noche.
En la ciudad se oía el ruido de las motocicletas alemanas y el
silbido de los disparos, mientras que, en la oscuridad de mi cuarto, yo cerraba
los ojos para no ver las ausencias que comenzaban a poblar nuestra casa."
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