Reflexiones después de la nada.
En septiembre cumplí
40 años, y mi vida es tan poco
original que para darse una idea de quién soy basta con leer el índice del
anuario de mi generación: nieto de inmigrantes italianos y españoles, nací en
la dictadura, me crié en Lugano (la periferia de la periferia de Capital), hice
la primaria con el Alfonsinismo, fui la última camada sorteada para el servicio
militar obligatorio y no la hice porque mataron al soldado Carrasco, terminé la
secundaria y empecé a buscar laburo con el Menemismo, intenté hacer una carrera
universitaria trabajando 9 horas y me aburrí y dejé mientras la gente gritaba
Libertad a Panario. Mi primer voto fue a Bordón, que a los 15 días estaba
paseando por Europa, me quedé sin laburo a fines de los 90 mientras la gente de
clase media bien pensante (esa que dice que todo se arruinó en los 90`) gastaba
sus pesos=dólares viajando por Europa. Voté a la Alianza, fui a marchas contra
la Alianza, festejé la caída de la Alianza, el 2001 dejó a mi familia fundida,
en 2002 mis padres, mi hermano y muchos familiares que nunca habían tomado un
avión se despidieron llorando para ir a buscarse la vida a Italia y España, yo
me fui a Barcelona como tantos argentinos mientras mi generación puteaba al
peronismo y algunos bien pensantes jugaban con que había que cerrar el país en
la General Paz. Volví a los cuatro años para encontrarme que todos eran
peronistas federales y criticaban al menemismo con el necesario olvido de que la
habían pasado bomba en los 90` pero con la firme creencia (firme, pero con
argumentos de gelatina) de que todo era culpa de los que se iban a Miami
(porque irse a México y a Brasil es otra cosa, gato). Vi cómo metían en cana a
los genocidas, vi cómo ponían al frente del ejército a un Genocida, vi cómo muchos
se llenaban la boca hablando de igualdad mientras, gracias a sus ¿aspiraciones?
¿creencias? ¿actings? ¿capacidades? conseguían puestos públicos que les
reportaban ingresos como para poder viajar a Miami (pero no, claro, hay que ir
a NY o a Cuba), viajes a ferias internacionales, asensos meteóricos, mientras
la cantidad de pobres volvía a crecer. Pero eso no importaba, porque lo
importante era poder ejercer la reivindicación de muchas cosas que estaban
aplazadas y que, se sabe, obvio, son más importantes que la igualdad, los
derechos humanos que no tengan que ver con el terrorismo de Estado, el
desempleo y la dignidad, aunque la esquina de mi casa volvía a llenarse de
pibes que limpiaban parabrisas. Entonces todos dejaron de ser lo que creían
ser: peronistas, al fin y al cabo, había que ponerle un nombre para darle
entidad a ese gobierno que gobernó durante una década y que, una lástima, hizo
lo posible para despegarse de la clase obrera y los sindicatos corruptos, sí,
sindicatos corruptos que lo habían protegido durante la crisis del campo y los
tantos ataques de los medios. Porque, lástima otra vez, ese gobierno decidió
que los críticos eran enemigos y a ellos les bastaba rodearse de cerebros en la
misma sintonía, una sintonía confusa que sonaba lindo discursivamente pero que
iba volviéndose tautológica, sin escuchar el reclamo de la sociedad, que, como
se sabe, siempre tiene revancha. Y así la sociedad prefirió darle otro rato de
paroxismo a la derecha liberal que seguir soportando el basureo y la corruptela
de un modelo que, por más supuestas buenas intensiones que tuviera, nunca
terminó de tomarse en serio a la democracia y la participación obrera porque entendía
el poder como una herencia monarcal.
Y entonces llegó el
tipo con menos carisma de la política, y se rodeó de gerentes almidonados porque
los humanistas y los funcionarios de la política habían fracasado. No lo voté,
porque nunca lo votaría. Tampoco voté en blanco. En un punto, como ejemplo de
la sociedad, yo también voté para que otro no gane: perdóname la confesión,
Daniel, mientras seguís preguntándote cuántos muertos hubo realmente en las
inundaciones de La Plata. Y entonces llegaron ellos, que, carentes del sentido
político como nadie en la historia pero con la misma teoría de los que se
fueron, creen que la palabra y el marketing bastan para gobernar. Y así fue que
legitimados por los errores y desastres anteriores los gerentes se pusieron la
servilleta al cuello y decidieron sentarse a la mesa que les habían dejado preparada:
“Mil ñoquis afiliados al partido? No perdamos tiempo y echemos a todos los
empleados públicos. Bolsos llenos de guita y obras públicas cobradas sin hacer?
Entonces blanqueemos guita, perdonemos deudas a privados (cuantos más
familiares y amigos, mejor) y saquémosle retenciones a todos los que quieran
llevarse los recursos naturales. Que no podemos comprar mostaza francesa? Liberemos
las importaciones y hagamos mierda el mercado interno y la industria nacional.
Que hay inseguridad? Metamos en cana a los pobres desde que salen del jardín de
infantes, y cerremos las fronteras para que no entre ningún inmigrante. Que
piden un paro nacional porque dicen que la plata no alcanza, que las empresas
cierran, que la inflación no para, que todo está peor? Es culpa del oportunismo
de los gremios corruptos y del aguijoneo de esos que van a tomar el té a la
puerta de Comodoro Py. Y encima se quejan? Es todo culpa de la pesada herencia,
¿o van a creerse que somos de derecha, liberales, fascistas del siglo XXI?”
Así las cosas, ayer,
viendo a la gente en la plaza reclamando un paro nacional, viendo cómo los
trabajadores (que no fueron por el pancho y la coca, basta con esa estupidez) cuestionaban
a los sindicalistas corruptos y al actual gobierno, me sentí mas representado
que en las últimas dos elecciones para presidente.
Si el actual gobierno cree
que eso fue algo desestabilizador y oportunista, está condenado a recibir el
odio de todos los trabajadores que, gato, sólo están pidiendo un par de
estupideces, no más: trabajo, plata para pagar los impuestos que ustedes subieron,
seguridad, legalidad.
En septiembre cumplí
40, decía. Y en el fondo (no esperen optimismo), tengo la derrotada sensación
de que todo sigue igual, como diría el poeta de Piedra Buena, Pity Álvarez.
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