Cuando empecé a escribir lo hacía después de pasar el día recorriendo Buenos Aires como cadete y la noche en el bar de la facultad y, esporádicamente, también en las aulas. Con el paso del tiempo, mucha suerte y un esfuerzo del
que me siento orgulloso, la escritura pasó a convertirse en la herramienta de
trabajo que me permite costear mi vida. Paso horas escribiendo guiones,
revisando textos ajenos, pensando escenas de tv o documentales.
A veces, cuando la fecha de entrega se acerca, la vorágine me
lleva a escribir sabiendo lo que estoy haciendo pero sin detenerme a pensarlo. Otras
veces me quedo durante horas lejos de la computadora, extrañando el placer de
escribir novelas pero cansado de escribir guiones.
Entonces llega un día como hoy, un lunes cualquiera, donde
todo está ordenado: los productores contentos, las entrevistas a mi protagonista realizadas, desgrabadas,
la historia ordenada en una escaleta, y algo (no es inspiración, sino la propia
decantación de las cosas) me dice que ya llegó el momento de sentarme a
escribir otra novela. Me siento al escritorio y al fin todo se relativiza: mi cansancio, los ladridos del perro que está destruyendo mis plantas, el cemento que dejaron los albañiles y que todavía cubre mi escritorio
y la pantalla de la computadora, los platos sucios en la pileta que prometí
lavar, los juguetes de mis hijos dispersos abajo, en la casa. Todo pierde importancia
porque sólo me importa eso: sentarme en mi estudio de La Paternal a escribir y,
esta vez, viajar a Polonia como antes viajaba de Villa Celina a otras partes,
pero siempre conservando esa estúpida felicidad de poder hacer lo que me gusta.
Escribir. Sin pensar qué es la escritura o cómo debería ser, qué postulados
debería elevar o defenestrar. Tan sólo eso: el placer de arrimar unas palabras con otras y disfrutarlo tanto como mi perro
disfruta masticar la rosa china que se está comiendo ahora.
Y al rato, cuando el primer capítulo ya está terminado, me
levanto para fumar un cigarrillo y arreglar el mate, y pienso que empecé a
escribir mi séptima novela. Joya, pienso, incrédulo y asombrado del número. Pero esa
alegría dura poco porque lo simbólico siempre es efímero y no me interesa. Lo
único que me importa, lo que más disfruto, es esto: tener el mate arreglado, el
cigarrillo apagado y volver a este escritorio con estética post nuclear para sentarme entre el polvo, junto al perro masticante, y seguir escribiendo.
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