Desde que era chico hasta hace unos pocos años, siempre
tuve sueños o pesadillas que me llevaban a gritar dormido, a pararme, a caminar
sin ser consciente de lo que estaba haciendo. Esas caminatas o griteríos
primero asustaron a mi familia y, luego, hasta que se acostumbró, a mi mujer.
Generalmente, las pesadillas implicaban la presencia de serpientes,
escarabajos, cucarachas rodeando la cama, metiéndose entre las sábanas, o
situaciones de peligro extremo que me generaban tanto pánico como para pararme
en la cama y gritar “se cae la lámpara” con desesperación.
Los sueños, en cambio, siempre, o casi siempre, estuvieron
relacionados con el fútbol. Es un placer poder contar que, dormido, he tirado
paredes con Riquelme. Jugadas perfectas que hacían que me despertara felí (z),
orgulloso de haber jugado con él y, sobre todo, haber jugado bien.
Era el tiempo en que jugaba al fútbol. Un tiempo lejano, que
cada vez se aleja más por los dolores de espalda y cintura.
Ayer volví a soñar. No estaba en la Bombonera, sino en una
cancha de fútbol cinco. Los que me rodeaban no eran mis ídolos sino gente común
que ni siquiera podía juntar cinco para cada equipo. Quizá por eso en el sueño
se daban pases largos, con grandes espacios para avanzar o retroceder que,
incluso dormido, me llevaban a pensar “no llego a esa pelota”.
El recuerdo preciso del sueño, fugaz como siempre, era que el
arquero contrario sacaba y yo corría (sí, corría) para anticipar al jugador que
esperaba la pelota, se la quitaba y avanzaba hasta meter el gol. Eso fue todo.
Un sueño que me permitió despertar con una sonrisa y cierta placidez de haber
hecho bien las cosas.
Hoy, después de pensarlo mejor, la sonrisa desapareció
porque me di cuenta de que hasta mi inconsciente está envejeciendo: ya no
soñamos con jugar con Riquelme en la Bombonera. Apenas si tenemos la pretensión
de pisar una cancha de barrio, correr veinte metros y meterle un gol a un NN.
Y sin embargo, qué ganas de volver a jugar a la pelota.
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