Ayer, después de casi un mes, volví a visitar a Hanka para
que me devolviera la novela con las anotaciones que ella hizo y charlar un poco
en directo sobre sus impresiones. Volvimos a tomar café, volvimos a comer la
torta marmolada que ella hace.
Como siempre que termino un libro basado en la vida de
alguien, algo casi psicótico en mí, volví a hacerle la pregunta clave que podía
tranquilizarme o partirme la cabeza:
-¿Se encontró a usted en la novela? ¿pasó así, tal como lo
escribí?
-Sí. No sobra una palabra. Todo lo que usted escribió es
cierto, me pasó a mí. ¿Sabe? Hoy volví a leer la primera mitad de la novela por
tercera vez, y por un momento me sentí mareada, confundida. Levantaba la cabeza
del papel y pensaba: ¿estoy viva? ¿qué edad tengo? ¿tengo todavía la edad en
que llegaron los nazis? ¿es cierto que sobreviví? El libro me llevó a otro
tiempo, y me costó mucho regresar a esta casa en Argentina, a esta edad.
-Gracias, Hanka. Es lo mejor que podía decirme.
-Ahora, sin que se ofenda, ¿podría decirle algo yo?
-Por supuesto, Hanka.
-Aféitese esa barba: le queda horrible.
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