"Vi cambiar las estaciones a través de las maderas
que cubrían las ventanas. Las últimas nieves se derritieron formando fétidos
manantiales que se escurrían por las calles arrastrando los desechos de la
guerra. En marzo el sol trajo de nuevo a los pájaros. Las calles del barrio
ario, que durante el duro invierno sólo habían sido transitadas por patrullas
de SS, pronto se llenaron de parejas de novios, hombres y mujeres bien vestidos
que llevaban una vida normal.
Encerrados en nuestro escondite, los vimos
festejar el comienzo del verano con un gran baile. Hasta colgaron guirnaldas de
los faroles que iluminaban el barrio. Una banda tocó música hasta el amanecer,
mientras las parejas de soldados alemanes y mujeres polacas bailaban y se
alejaban hacia los rincones oscuros de la calle.
Sin embargo las cosas cambiaron rápidamente. En su
avance, los rusos habían tomado Lublín y se acercaban a Varsovia desde el
oeste, mientras que los Aliados avanzaban desde el norte, el sur y el oeste de
Alemania. El panorama terminó por alentar a aquellos pocos polacos que formaban
la resistencia. Una tarde de julio, desde afuera nos llegaron risas y gritos.
Al asomarnos, por entre las maderas que cubrían la ventana pudimos ver a un policía
polaco acorralado por un grupo de gente. Con la espalda contra la pared, el
policía alzaba la porra para mantener alejados a sus atacantes. Uno de ellos,
gritó: “Hijo de puta, siervo de los alemanes”. El policía intentó escapar, pero
dos hombres lo empujaron al piso. Otro le reclamó: “Vamos, grita viva Polonia”.
Desesperado, el policía se llevó una mano a la cabeza. Alguien le había
arrojado una piedra, y ahora su rostro estaba cubierto de sangre. “Viva
Polonia”, gritaron los atacantes a coro y una lluvia de piedras cayó sobre el
policía hasta dejarlo muerto, tirado en la calle.
Con el correr de los días los ataques de los
polacos se fueron intensificando. Atrás quedaron los bailes y los paseos de
enamorados: el 1º de agosto las calles de Varsovia se llenaron de barricadas y
disparos contra las tropas alemanas. Así, al levantamiento del ghetto ahora le
seguía el de toda Varsovia.
Sólo Bozena podía darnos una idea de la
envergadura que estaba tomando todo aquello. Llegó una tarde de mediados de
agosto; traía un ramo de flores en la mano, como parte de su disfraz de joven
polaca indefensa. Ajustada a su cinturón, por debajo del saco pude ver la
culata de un revolver. Estaba más histriónica que de costumbre. “Debéis iros de
aquí”, dijo. Edek le pidió explicaciones. Las noticias de Bozena no podían ser
peores: “Los alemanes bombardearán Varsovia para obligarnos a salir de las
barricadas.” “¿Dónde nos esconderemos?”, preguntó Boris, “ya casi no nos queda
dinero”. Bozena lo miró con la seriedad que exigían sus palabras: “Ya no hay
donde esconderse. Lo único que puede salvaros es que vengan conmigo. He hablado
con mis superiores, os haréis pasar por partisanos polacos y pelearéis contra
los alemanes”. Boris se llevó las manos a la cabeza, al tiempo que Edwarda
comenzaba a llorar, diciendo: “Nosotros somos trabajadores, no soldados. Los
judíos no luchamos…” Bozena se incorporó bruscamente. “Y por eso nos han matado
como a moscas”, dijo y dio por terminada la discusión.
Durante los días que llevaba el levantamiento de
Varsovia, los partisanos habían avanzado por la Ciudad Vieja hasta liberarla
del último soldado nazi. Seguimos a Bozena entre las barricadas, y cada vez que
alguien nos detenía ella se encargaba de decir la contraseña que nos autorizaba
el paso. Había olvidado lo que era andar por la calle sin necesidad de
esconderme. A medida que nos internábamos en la Ciudad Vieja, Bozena saludaba a
sus compañeros y nos señalaba los edificios donde estaban apostados los
francotiradores. En silencio, asombrados por la importancia que aquella niña
tenía dentro de la resistencia, la oímos pronunciar contraseñas, órdenes y amenazas
a lo largo de todo el camino. Cruzamos decenas de hombres y mujeres armados, vestidos
con ropas de campesinos. Algunos vigilaban, otros cargaban cajas de municiones
y de alimentos, mientras un pequeño grupo de mujeres llenaba botellas con
queroseno. Todos se movían con rapidez y dedicación, como si de su tarea
dependiera la suerte de Varsovia.
Al llegar a la plaza principal, nos recibió un
campamento de tiendas y fogones con ollas. Las mujeres que cocinaban saludaron
a Bozena a la distancia. “Hoy quiero comer arenques”, gritó Bozena. Las mujeres
rieron. Nos alejamos en silencio, buscando aquellos sabores en nuestra memoria.
Junto a las tiendas, un grupo de personas estaba
reunido frente a un hombre alto que llevaba una metralleta en bandolera. Bozena
lo saludó haciendo la venia militar y golpeándose los talones. Todos la
miramos, sorprendidos. “Capitán”, dijo, “nuevos voluntarios”. El capitán nos
miró brevemente y con la mano nos indicó que nos uniéramos al grupo que
esperaba. Bozena nos besó a los cuatro. Antes de irse, dijo: “El capitán os
asignará una tarea. No os preocupéis, estéis bien”.
Edek me sujetaba la mano y de a ratos me
acariciaba. Al fin, el Capitán comenzó a señalarnos de uno en uno con el dedo: cocina,
barricadas, transporte, provisiones, sabotajes... A Edek y a Boris les tocó las
barricadas y a nosotras la cocina. Cuando acabó de distribuir las tareas, el
capitán nos ordenó que empezáramos cuanto antes.
Con Edek nos miramos, confundidos. Él sonrió, yo
tuve el impulso de besarlo. De pronto éramos partisanos de la resistencia. No
podía saber si aquello me asustaba o me resultaba divertido. Pero era evidente
que después de tantos años de encierro y temores, ahora me sentía viva, con una
energía renovada.
Mi hermana y yo nos unimos al grupo de mujeres que
habían bromeado con Bozena. Les dijimos que éramos primas de ella, con la
intensión de que al evocar su nombre consiguiéramos un trato distinto. Fue una
imprudencia: nos hicimos pasar por polacas sin saber si Bozena había hecho lo
mismo. El caso es que nos enviaron a inventariar una despensa. Pasamos el día
contando las reservas de alimentos. Latas, carne seca, vodka para alegrar a la
tropa...
Al mismo tiempo, Boris y Edek eran presentados
ante un sargento partisano. Como no sabían disparar, los asignaron al grupo que
atacaba con bombas molotov a los coches y tanques alemanes. Edek y Boris
obedecieron. Lo único que pidieron fue participar sólo de las emboscadas
nocturnas. Cuándo le pregunté acerca de los motivos de ese pedido, Edek respondió:
“Para arrojar las bombas debo acercarme mucho a los alemanes. No quiero que
descubran que soy judío.” Si bien nadie podía decir quién era judío o católico
por la apariencia, los nazis nos habían convencido de éramos distintos unos de
otros.
Durante dos semanas, cada noche Edek salió a
atacar a los alemanes, arrojando bombas al azar, a un carro y otro. Vio a
muchos de sus compañeros morir por disparos, incendios o atropellados por las
orugas de los tanques. Cuando volvía con rasguños o con los ojos irritados por
el humo y el fuego, yo intentaba animarlo diciendo que la suerte me seguiría
hasta el final de la guerra, que no había nada de qué preocuparnos. A veces mis
palabras lo hacían estallar: “si dices que tienes tanta suerte ve tú a tirar
las bombas”, decía. La posibilidad de ser herido lo aterraba mucho más que la
muerte. Boris, en cambio, prefería cualquier cosa antes que la muerte: “No me
importa perder un brazo o una pierna o ambas cosas: yo quiero sobrevivir como
sea”. Edek lo miraba con desazón, reprobando sus palabras: “Antes que quedar
mutilado prefiero que me maten”.
Contrariamente a lo que creíamos, no éramos los
únicos judíos que se habían unido a la resistencia. Uno de los escuadrones
estaba comandado por Yitzhak Zuckerman y los otros sobrevivientes del
levantamiento del ghetto. Héroes judíos que habían entrado al ghetto para
sumarse a la revuelta y luego, tras escapar por los túneles subterráneos, se
habían sumado a los partisanos polacos con los que peleaban ahora.
Un día trajeron a un chico húngaro de unos quine
años; estaba pálido, se le notaban los huesos y apenas si podía caminar.
Edwarda y yo nos encargamos de atenderlo. Le conseguimos un camastro en una de
las tiendas y le dimos de comer. Durmió durante dos días enteros. Al tercero ya
tenía las fuerzas necesarias para hablar: “¿Usted es judía?”, fue lo primero
que dijo. Me apuré en negarlo. “Soy polaca”, contesté. El muchacho pareció confundido.
“Entonces ha de tener un judío en su familia, sino no entiendo por qué una
católica está ayudando a un judío”. No me sorprendió: yo sentía su misma
desconfianza.
A través de las mujeres de la cocina supe que
Bozena comandaba un escuadrón dedicado a sabotear trenes alemanes. Además,
participaba en el consejo de la resistencia y era tenida en cuenta para cierto
tipo de decisiones. También nos contaron que durante los primeros días del
levantamiento, un escuadrón de partisanos había entrado a nuestra fábrica para
matar a Schultz y Musialoka por su colaboración con los nazis.
Mientras tanto, nosotras fuimos enviadas por el
capitán a requisar un mercado polaco, lo que suponía una increíble cantidad de
alimento y trabajo. En primer lugar, nos encargamos de inventariar todo lo que
se había confiscado. Luego, la jefa del escuadrón nos pidió que revisáramos las
bolsas más grandes en busca de armas. Poco a poco, Edwarda, yo y las demás
mujeres fuimos vaciando el mercado. De regreso de uno de los viajes al camión,
me encargué de revisar una enorme bolsa de porotos. Le quité el lazo que la
mantenía cerrada y, como lo había hecho con las demás, introduje mis manos en
su interior. Esta vez mis dedos se toparon con algo duro. Instintivamente,
retiré las manos temiendo que fuera una granada. Pero no explotó, así que
escarbé entre los porotos blancos y retiré una caja roja de metal que alguien
había escondido en algún momento de la guerra. Me aparté de mis compañeras
ocultando mi botín. Escondida debajo de una mesa, descubrí que la caja contenía
una fortuna: 52.000 slotys en billetes de 500. Nerviosa, cerré la caja y la deslicé
dentro de mis ropas.
Cuando volví a reunirme con mi hermana le conté mi
hallazgo. Ella me acarició la cabeza, invocando mi suerte. Inmediatamente
dividimos el dinero entre las dos. Ya pensaríamos cómo utilizarlo más tarde.
Hacia fines de agosto, los alemanes, que habían
sido rechazados una y otra vez por los partisanos, decidieron tomar la Ciudad Vieja a
cualquier precio. Los primeros días descargaron su artillería desde las calles
lejanas. Sitiado entre los alemanes y el Vístula, el barrio comenzó a sacudirse
con las explosiones entre nubes de polvo y las avalanchas de escombros provocadas
por el derrumbamiento de los techos. Las casas eran consumidas por las llamas,
y las ventanas vomitaban un humo negro asfixiante. Todos nos desbandamos por las
calles. Los oficiales de la resistencia impartían órdenes contradictorias, los
heridos se arrastraban hasta el puesto de enfermería que habíamos improvisado
en un búnker, donde los médicos amputaban miembros, cosían y operaban sin
anestesia.
Por Bozena nos fuimos enterando de las novedades.
Las tropas de soldados letones, ucranianos y alemanes estaban a las puertas de la Ciudad Vieja, pero no
avanzarían hasta que intercediera la Luftwaffe. Los
aviones llegaron hacia fines de mes. Día y noche descargaron sus bombas sobre la Ciudad Vieja, reduciéndola a
escombros y cenizas. Al no tener artillería antiaérea, no podíamos más que
buscar refugio y rezar para que las bombas no cayeran sobre nosotros. Mientras
los alemanes nos atacaban con una fuerza desproporcionada, podíamos oír cantar
a los rusos embriagados de vodka que esperaban órdenes en sus campamentos al
otro lado del Vístula. Inexplicablemente, habían detenido su avance a pocos
metros de la Ciudad Vieja.
Acaso esperaban que nos mataran a todos para entrar y ocupar una ciudad
desvastada.
La derrota era inevitable. Al fin, en medio de los
bombardeos los oficiales ordenaron la evacuación de la Ciudad Vieja. Los primeros en
salir fueron los que, como Bozena, se encargaban de la organización y la
logística de la resistencia. Los demás escaparíamos de a tandas. Edek y yo salimos
en uno de los primeros grupos, y convinimos con Boris y Edwarda que los
esperaríamos afuera.
El primer miércoles de septiembre de 1944, con
Edek nos lanzamos a las alcantarillas oscuras mezclados con otros treinta
partisanos. Las bombas que estallaban en la ciudad sacudían los túneles de las
cloacas con un rugido de cavernas. Con el agua hedionda hasta las rodillas era
difícil caminar: en las intersecciones de los distintos túneles, la corriente
era tan fuerte que arrastraba a los más débiles y a los desprevenidos. Avanzábamos
aferrados a las sogas que rodeaban los lados del túnel, deslizándonos en la
oscuridad guiados apenas por las voces de los oficiales que estaban organizando
el escape. Durante horas soportamos el encierro y el mal olor, hasta que al fin
descubrimos una luz breve al final del camino.
El túnel nos dejó a la vera de un arrollo ubicado
en el oeste de Varsovia. No había alemanes, ya que la zona era dominada por la
resistencia. Allí nos esperaban otros partisanos que nos guiaron hacia una
fuente donde pudimos quitarnos las ropas hediondas y lavarnos. Inexplicablemente,
durante todo el trayecto Edek había logrado proteger la bolsa que conservaba
sus fotos familiares. Vestidos con las ropas limpias que nos dieron los
partisanos, nos dirigimos hacia el puesto de mando donde estaba Bozena. La
encontramos sentada en una silla en medio de la calle, frente a una mesa
cubierta de armas y planos de Varsovia. Nos abrazamos y sólo entonces
descubrimos que tenía una pierna vendada. Había recibido un disparo en el
muslo, y sin embargo continuaba impartiendo órdenes y organizando los grupos
que debían escapar en dirección al bosque.
Anocheció, Edek y yo nos dormimos abrazados en el
portal de una casa, buscando la serenidad que nos daba sentir el calor de los
cuerpos.
Esperamos a Edwarda y Boris durante más de dos
días. De a ratos, las cloacas volvían a vomitar a los sobrevivientes del
levantamiento. Salían exhaustos, con los fusiles en alto y medio cuerpo cubierto
de excrementos. Pero Boris y mi hermana no aparecían por ninguna parte, y todos
a los que les preguntábamos no sabían que había sido de ellos. Una de las
mujeres de la cocina lloraba arrancándose los cabellos: “Varsovia ha dejado de
existir. Es sólo una montaña de escombros y cadáveres.” No, no había visto ni a
Boris ni a Edwarda. Quizá estuvieran muertos, quizá no tardaran en salir.
El 1º de septiembre, un domingo absurdamente
soleado, al fin vimos a Boris llegar con los últimos partisanos. Estaba solo, y
lloraba. “Estábamos juntos, no sé qué le ha pasado a Edwarda”, dijo. Me eché a
llorar en los brazos de Edek. Boris se frotaba los ojos, al tiempo que se
tendía en suelo rendido de cansancio. “Ya aparecerá”, me susurró Edek al oído
con la certeza que sólo podía darme su cariño.
Pero pasó el día y mi hermana no apareció. La
bomba había bloqueado la salida del túnel, obligando a Edwarda y todos los que
habían quedado dentro a vagar por las cloacas hasta hallar otra salida. Por la
tarde, Bozena nos entregó unos abrigos de soldados alemanes para camuflarnos.
Al colocarme el abrigo descubrí que en uno de los bolsillos había una herradura
pequeña de metal: un amuleto de la buena suerte que no había tenido aquel alemán
caído en la batalla de Varsovia.
“El levantamiento está perdido. Cuando entren, los
alemanes matarán a todos los hombres, y primero a los judíos. Edek, tienes que
escaparte al bosque”, dijo Bozena, y parecía decidida. Ella se quedaría a
esperar a los demás sobrevivientes para continuar con la evacuación, amparada
en sus papeles de falsa polaca. Edek le pidió que le consiguiera identificación
falsa que reemplazara esa que rezaba “Edek Erlich, judío”. En menos de una hora
Bozena le entregó una nueva cartilla de identidad casi idéntica a la anterior, que
decía: “Edek Erlicz, polaco”. La “z” final de su apellido lo convertía en
polaco y, por lo tanto, lo mantenía a salvo de los alemanes. Tan desquiciado
estaba el mundo que una vida no valía más que una letra.
Apurada, Bozena nos ordenó que partiéramos con el
grupo que salía hacia el bosque. Boris preguntó si él podía ir con nosotros,
pero Bozena se negó: debía esperar que partiera el siguiente grupo. Nos
despedimos de ella y Boris con la promesa de reunirnos en el bosque, y nos
echamos a andar tras el grupo de partisanos disfrazados de alemanes.
El zumbido de los aviones retumbaba en las calles
vacías, donde los cadáveres se pudrían al sol.
Atravesamos la ciudad rumbo al este. Quizá mi hermana ahora estuviera
oculta en el bosque, o bien escapando por el Vístula junto con el resto de los
sobrevivientes que habían quedado atrapados en el túnel. Todo estaba demasiado
tranquilo. De pronto, comenzamos a cruzarnos con la vanguardia de nuestro
grupo, que regresaba corriendo dando la voz de alto. “Los alemanes nos están
esperando en el bosque”, gritó una mujer al pasar, “nos están matando a todos”.
Antes de que pudiera reaccionar, Edek me tomó de la mano y me arrastró lejos de
allí, en dirección al campo abierto. Corrimos hasta que los gritos se
convirtieron en un eco lejano.
Caminamos durante horas. Ya no había nadie a
nuestro alrededor. Casi sin darnos cuenta dejamos Varsovia para siempre, y
aunque allí habíamos vivido rodeados de amigos y familiares, ahora estábamos
solos, Edek y yo."
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