"Una
mañana, dos semanas después de que Stanislawa ingresara al orfanato, ella y los
demás niños recibieron la orden de presentarse en el comedor. Uno a uno, los ochenta
y seis niños fueron formando dos filas enfrentadas. El director del orfanato
estaba pletórico. Gesticulaba y se detenía delante de cada huérfano para
chequear que todos estuvieran presentables. Luego, se alisó su propio traje, se
miró los puños de la camisa, se acomodó el cabello pajizo y se dirigió a uno de
los extremos del salón. Desde allí
contempló a los niños formados antes de salir por una puerta.
Al
quedarse solos, todos comenzaron a murmurar.
-
¿Qué ocurre? – preguntó Stanislawa
a la niña que estaba junto a ella.
-
Habrá una selección.
De
pronto, el director volvió a aparecer por la puerta. No iba solo. Lo acompañaba
una mujer de rasgos finos y ojos vivaces, vestida con un traje sencillo pero
extremadamente formal. Llevaba las manos embutidas en finos guantes blancos y
el cabello, a medio camino entre el amarillo y el gris, perfectamente peinado
en una trenza que se perdía a sus espaldas.
El
director la trataba con obsecuencia y con gestos de vasallo. Stanislawa pensó
que aquella mujer debía ser importante. Al fin, el director y la mujer
comenzaron a recorrer una de las filas pasando delante de cada niño. La mujer
los observaba de reojo, y cuando se detenía frente a alguno, el Director lo
describía:
-
Mire qué ojos – decía -, qué
cabello. Sangre ucraniana de primera categoría.
Sin
embargo la mujer no parecía conforme con ninguno.
-
Parece débil.
-
¿Y este?
-
Demasiado pequeño.
-
Esta niña…
-
No, tiene un ojo desviado.
Al
pasar junto a Nusia, la mujer se detuvo y la miró directo a los ojos. Stanislawa
bajó la mirada. La mujer se acercó, tomó una de las trenzas de la niña con la
mano enguantada e inclinó la cabeza para oler su cabello con los ojos cerrados.
Luego suspiró, como si el aroma de la trenza de Stanislawa le hubiera traído
lejanos recuerdos.
Extendió
uno de sus dedos, con delicadeza presionó el pómulo derecho de Stanislawa y
volvió a acercar la cabeza para mirar el color de sus ojos.
-
Ojos verdes. Cabello rubio – dijo
el Director.
Al
fin, la mujer posó su mano sobre el hombro de Stanislawa diciendo:
-
Me llevo a esta.
-
Pura sangre ucraniana – dijo el
director, satisfecho.
Con
un gesto imperceptible, Nusia miró a los otros niños y descubrió que la miraban
con envidia. Incluso el pequeño que tenía marcas de viruela se echó a llorar. Ella
no terminaba de creer lo que estaba pasando.
-
Regresen a sus habitaciones –
ordenó el Director, y comenzó a hacer gestos para que todos se marcharan.
Lentamente,
los niños fueron rompiendo filas. Parecían derrotados. Stanislawa, en cambio,
no podía dejar de sonreír.
-
Por aquí – dijo el Director,
señalando la puerta que conducía a la oficina donde le habían tomado los datos
a Nusia el día de su ingreso.
La
mujer la tomó de la mano y juntas siguieron al Director del orfanato. En la
oficina, el hombre le ordenó a una de las secretarias que buscara la ficha y
los documentos de Stanislawa. Luego se los entregó a la mujer, que los leyó en
silencio.
-
¿Eres greco-católica? – preguntó.
-
Sí - respondió Stanislawa.
-
Yo soy católica ortodoxa. Pero no
es un problema, lo importante es que ambas creemos en Cristo. Y tu nombre es… ¿Stanislawa
Jendrus? – preguntó, leyendo la ficha.
-
Sí – dijo ella.
-
Stanislawa – repitió la mujer.
Sacudió la cabeza y agregó: - No me gusta. Te llamaré Slawka.
Minutos
después, un celador se encargó de empacar todas sus pertenencias dentro de la
misma maleta con la que había llegado hacía un par de semanas.
Delante
de ella, la mujer convino con el Director que Slawka continuaría asistiendo al
colegio en horario de clases. Al fin, el Director besó la mano de la mujer y la
despidió con todo tipo de reverencias y demostraciones de respeto.
Se
marcharon tomadas de la mano. Cuando cruzaba la puerta del orfanato, Nusia respiró
profundo el aire que llegaba desde la calle.
-
Tomaremos el tranvía – dijo la
mujer, y a Slawka le sorprendió que, dada su importancia, no tuviera un auto
con chofer como tenía su padre.
El tranvía las
condujo hacia las afueras de Varsovia. A medida que se alejaban del centro,
Nusia, Stanislawa y Slawka se convencieron de que al fin se encontraban a
salvo.
Bajaron del tranvía y
entraron a un edificio cercano a la estación. Subieron las escaleras, pero a
Slawka ya no le pesaba el equipaje. En realidad, se sentía ligera, etérea, como
si acabara de nacer a una nueva vida.
La mujer se detuvo
frente a una puerta del tercer piso. Retiró una llave de su cartera y abrió. El
departamento parecía un pequeño museo. Banderas ucranianas, enmarcadas como
cuadros, colgaban de las paredes empapeladas hacía tiempo. Sobre un mueble, el
retrato de Petliura estaba iluminado por una vela. A su lado había otra
fotografía. En ella, Petliura abrazaba al otro militar que aparecía en las
demás fotos que decoraban la sala. Imágenes marciales, civiles, de fiestas y
actos, donde aquel hombre aparecía vestido de uniforme, con el pecho cargado de
condecoraciones. Slawka también descubrió decenas de cajas pequeñas, revestidas
con raso de vivos colores, que guardaban insignias y condecoraciones militares
por toda la casa.
La mujer, que
permanecía junto a ella en silencio, tenía el rostro surcado por una sonrisa de
orgullo y satisfacción.
-
Esta no es una casa cualquiera,
Slawka. Debes saberlo. Mi nombre es Claudia. Te trataré como a una hija. Pero
no me llames “mamá”, soy demasiado mayor como para ser tu madre. Puedes
llamarme “tía”.
-
Sí, tía – dijo Slawka.
-
Ahora conocerás a mi marido, el
general Marko Bezruchko. Debes besarle la mano. Trátalo con el respeto que
merece. Marko es un héroe. Ha sido la mano derecha de Petliura, Dios lo guarde
en la gloria. Marko ha luchado valientemente contra los bolcheviques y los
judíos.
Slawka asintió. Nusia
tragó saliva. Claudia la tomó de la mano y la guió hasta una puerta, que estaba
cerrada. En voz baja, repitió:
-
Debes besarle la mano.
Entonces llamó a la
puerta. Nadie contestó. Sin embargo, ella abrió y entraron. La puerta daba a un
estudio de proporciones mayores que la pequeña sala. Las paredes, cubiertas con
bibliotecas de madera oscura y brillante, estaban atiborradas de libros. Sobre un escritorio, Slawka
vio decenas de mapas de Ucrania con inscripciones militares. También había una
cama. En el centro, en bata y pantuflas, un anciano de ojos pequeños y húmedos
movía los labios mientras su dedo señalaba las líneas trazadas en el mapa que
tenías sobre el regazo. Ni siquiera se volvió para mirarlas.
-
Marko… - dijo Claudia.
El hombre alzó las
cejas, como si hubiera despertado de un ensueño. Claudia se acercó y se
arrodilló delante de él.
-
Mírame, Marko.
El general Bezruchko primero
la miró con extrañeza, como si fuera la primera vez que la veía. Luego sonrió,
como si aquel rostro le recordara tiempos mejores. Entonces Bezruchko giró la
cabeza hacia un costado, plegando la piel que cubría sus huesos faltos de
músculos y carne para ver a la niña.
-
Halina – dijo, emocionado.
-
No, Halina está en Viena. Ella es
Slawka. Vivirá con nosotros – dijo Claudia, y con una seña le pidió que se
acercara.
Slawka se acercó al
sillón, hincó una rodilla en el suelo y besó la mano que el general le ofrecía.
Al incorporarse, pudo ver que Claudia tenía los ojos llenos de lágrimas.
-
Dejémoslo estudiar tranquilo –
dijo, señalando la puerta.
Para entonces
Bezruchko había vuelto extraviar sus ojos en el mapa, quizá con la esperanza de
encontrar el camino de regreso a su juventud.
En la sala, Claudia
le dijo Slawka:
-
Debes tener hambre, hijita. Hoy es
viernes. En casa los viernes no comemos carne, sino pescado.
-
En mi casa también – dijo Nusia,
recordando el comienzo del Shabbat.
Entonces Claudia alzó
las cejas, un gesto breve que a Slawka le dio pánico. ¿Qué estaba diciendo?
¿Así quería mantenerse a salvo? Tenía
que inventar algo para despistarla. Inmediatamente, dijo:
-
Es que mis tíos eran muy
religiosos.
-
Esa es una buena noticia – dijo
Claudia.
Juntas, se dirigieron
a la cocina, donde, además de los enseres y una mesa con dos sillas, también
había una cama.
-
La casa es pequeña. En Ucrania
vivíamos mejor, todo cambió por culpa de los bolcheviques. Dormirás aquí. Pero
no te asustes, no serás una criada. Te trataré como a una hija.
Slawka preguntó:
-
¿Halina es su hija?
-
No hemos tenido hijos – dijo
Claudia, y bajó la mirada.
Slawka vio cómo el
rostro de su madre adoptiva volvía a endurecerse con los mismos gestos severos
que había mostrado en el orfanato.
-
Perdón – dijo Slawka.
-
No te preocupes. Halina era la
hija del General Zmiienko, compañero de armas de mi marido. Cuando Zmiienko murió
en manos de los bolcheviques, Halina tenía tres años. Marko y yo la adoptamos y
la criamos como a una hija. Ahora está en Viena, estudiando odontología en la
universidad. Está casada, su marido vive en Lublin. Ven, te ayudaré a
desempacar.
Entre las dos
colocaron la maleta sobre la cama. Al abrirla y descubrir las finas ropas que
había dentro, Claudia se sorprendió tanto como sus compañeras de orfanato.
-
¿Una huérfana con semejantes
vestidos?
-
Se las he robado a una familia
judía – dijo Slawka.
Claudia, satisfecha,
le acarició los cabellos con afecto.
-
Tú y yo nos llevaremos muy bien."
No hay comentarios.:
Publicar un comentario