Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

domingo, 9 de septiembre de 2018

Año nuevo, bombas nuevas.



Por estas fechas, los judíos celebran la llegada del año nuevo. A todos, muchas felicidades. Sin embargo, lejos de cualquier fiesta, esta fecha siempre me recuerda un fragmento de "El ghetto de las ocho puertas", o mejor dicho aquella conversación que tuve con Mira, donde ella me contaba, completamente sorprendida, que en 1939 la Luftwaffe aprovechó que todos los judíos estaban celebrando en sus templos y sus casas para dedicarle un bombardeo especial al barrio judío de Varsovia. Y su frase: "¿cómo pudieron hacer eso?".
Acá, el fragmento de la novela, que derivó de esa charla.



"Algunas noches, con mis amigos nos juntábamos a oír la radio alumbrados con una sola vela. Cuando oímos que Inglaterra y Francia le habían declarado la guerra a Alemania hicimos una pequeña fiesta, si puede llamarse fiesta a oír música en la radio y beber vodka junto a unos jóvenes ciegos de esperanzas.
Pero los días pasaron y los ingleses no sólo no llegaron a Varsovia sino que comenzaron a evacuar Londres por temor a los bombardeos alemanes. En Polonia las cosas empeoraban: Cracovia se había rendido, mientras el ejército alemán avanzaba hacia Varsovia desde el oeste. Previendo la derrota, el 7 de septiembre el gobierno polaco decretó que los hombres jóvenes debían marcharse al bosque para no caer en manos de los alemanes y, tal vez de ese modo, conformar una resistencia que lograra luchar contra los nazis. Inmediatamente, el tío Zygmunt, su mujer y sus hijos se marcharon en dirección a Rusia sin siquiera despedirse de nosotras.
Fueron muchos los que se marcharon, aunque otros decidieron esperar. Boris permaneció en casa junto a su mujer y su hijo. De a ratos, cuando las sirenas dejaban de sonar, mamá y yo íbamos a casa de Edwarda caminando entre los gritos, el llanto y el cabeceo milenario de los judíos que recitaban la Torá confiados en que ese Dios que los había expulsado del paraíso, que los había convertido en esclavos y que luego los había condenado a caminar durante cuarenta años a través del desierto sin prestar atención a sus súplicas, esta vez sí que intervendría a favor de ellos…  
Para nosotros, que sólo nos guiábamos por las noticias que llegaban desde el frente, el final sólo podía ser desgraciado: una a una, con la pasividad de las fichas de dominó, Lodz, Radom, Tarnów y Premysl habían caído ante las fuerzas alemanas. Boris insultaba en voz alta al ejército polaco: “¿Qué pueden hacer unos hombres a caballo contra los tanques alemanes?” Nuestro ejército era una caricatura de ese ejército que avanzaba desde el este. Desde el oeste, las tropas soviéticas también reclamaban su parte. Así, atrapados en el centro de Europa, amenazados por Alemania de un lado y la Unión Soviética del otro, esperábamos el milagro que ya no iba a ocurrir.
El 14 de septiembre, mientras los judíos festejábamos la llegada del Año Nuevo, los bombarderos alemanes concentraron su ataque en el barrio judío de Varsovia. Un par de días más tarde la ciudad quedó cercada, incomunicada, convirtiéndose en el último foco de resistencia polaco que combatía a los invasores. 
Luego de disputarse la propiedad de Polonia durante siglos, rusos y alemanes se reunieron en Brest-Litovsk y por primera vez llegaron a un acuerdo: el 19 de septiembre de 1939 Hitler anunció la desaparición del estado polaco.  


Un día a la semana, judíos y católicos descansamos del trabajo para rendir honores a Dios; unos lo hacemos el sábado, otros el domingo. En ambos casos es el día más tranquilo de la semana… Y sin embargo los alemanes eligieron un domingo para desatar el infierno sobre Varsovia.
La noche del 24 de septiembre de 1939 las estrellas se ocultaron detrás de miles de aviones de la Luftwaffe. Las sirenas aullaban sin descanso anunciando el bombardeo. Los más jóvenes habíamos pasado los últimos días tapiando las ventanas y las puertas para impedir que las luces delataran las posiciones de las casas y los vidrios no estallaran con los estruendos. Las explosiones eran tan potentes que podía sentir mi pecho vibrar con el temblor de las paredes. Durante uno de los bombardeos vi que mamá aferraba una vieja foto de papá entre sus manos y la acariciaba con gesto ausente. Sólo entonces me di cuenta de que yo estaba haciendo lo mismo. Permanecimos así varias horas, acurrucadas en un rincón del cuarto, encomendándonos a nuestros muertos en silencio, como todos en Varsovia.  
Sólo teníamos que sobrevivir hasta el amanecer, entonces los aviones dejarían el bombardeo para la noche siguiente. Y lo logramos: cuando despuntó el alba, los aviones se alejaron hacia el oeste y las sirenas al fin dejaron de sonar. El bombardeo cesó, y hubo un breve silencio lleno de desconfianza. Sólo entonces escuchamos el grito de los heridos.
Aturdidas, pasamos un rato sin hablar acurrucadas una junto a la otra. Poco a poco, la claridad del sol comenzó a filtrarse por las rendijas de las ventanas tapiadas, transfigurando el polvo que venía de la calle. Con esfuerzo, logré ponerme en pie; sentía las piernas entumecidas, y un hormigueo que me hacía temblar las rodillas. Mamá me siguió y entre las dos quitamos una de las maderas de la ventana. Afuera, casas derruidas, columnas de humo negro. Pensé en Edwarda y en Teo, que debía estar llorando de pánico en medio de los ruidos. En ese momento, un anciano salió a la calle. Gritó el nombre de alguien, pero nadie respondió.
Necesitaba salir. Al abrir la puerta, mamá empezó a gritar. “No salgas”, repetía señalando la ventana, donde vi pasar a tres hombres corriendo, llevando ropas y valijas, botines del saqueo. Besé a mamá en la frente y bajé hacia la calle.
Afuera una cortina de humo y cenizas me obligó a cerrar los ojos. Me cubrí la boca con un pañuelo, avancé hacia la calle. De entre la nube de humo salieron dos caballos ensillados que, como fantasmas, corrían arrastrando los restos de un droshky incendiado. La plaza de enfrente estaba destrozada, la iglesia, en cambio, se mantenía en pie; al verla sentí un poco, apenas un poco, de esperanza.
Volví a casa para comunicarme con Edwarda, pero las líneas telefónicas habían dejado de funcionar. Sentada a la mesa, con una taza de té entre las manos, mamá miraba la foto de mi padre. No nos dijimos nada, no había nada que decir.
Volvió el silencio, y por la noche también volvieron las bombas."

No hay comentarios.:

Publicar un comentario