El sábado se publicó esta nota en Infobae. Es una antigua entrevista a León Grzmot, el marido de Hanka, la protagonista de la novela HANKA 753, que se publica en noviembre por Editorial Sudamericana. La nota revela la historia de vida de León, que aparecerá en la novela, las experiencias de ambos en Auschwitz, su renacimiento, su valentía. Pero, para mí, que durante un año conversé con Hanka buscando reconstruir su vida, tiene un valor especial.
El cronista nombra a Hanka (Janka, dice la nota) como al pasar, apenas una testigo mudo del relato de su marido. Hanka no habla. Y así fue. Como Mira y Nusia, ella también guardó silencio hasta que partió su marido. Sólo entonces comenzó a recordar, a enfrentar los recuerdos, y a hablar. Tuve la suerte de poder escuchar cada una de las anécdotas que vivió en los tiempos del nazismo. En la nota, habla de un zueco. Un zapato. Recuerden ese dato, porque ese zueco es protagonista de, creo, uno de los momentos más conmovedores de la novela.
A poco menos de dos meses que se publique, viene bien para ir conociendo a los personajes.
Los atroces años de una
pareja judía en un campo nazi de exterminio, su lucha por sobrevivir y la
fuerza del amor
León y
Janka se abrieron paso contra viento y marea, se hicieron ciudadanos
argentinos, progresaron, y jamás dejaron de abogar contra el Mal. El recuerdo
de dos personas que curaron sus cicatrices en los barrios porteños
Publicada el 9 de
septiembre de 2017
Por Alfredo
Serra
Especial
para Infobae
León y
Janka sobrevivieron al horror, se conocieron en Suecia y se radicaron en
Argentina
Un domingo, día de elecciones, León Grzmot y Janka, su mujer, sobrevivientes, me recibieron en su casa. La primera pregunta de León me sorprendió: "Hoy es domingo. ¿Interrumpió su descanso para hablar conmigo?". En esas palabras hubo mucho más que simple cortesía: me parecieron un rasgo tan modesto como moral. Un un modo de decir "¿Quién soy yo para alterar su domingo, qué derecho tengo?". Apreté su mano y le dije: "Señor, usted pasó años en un campo de concentración, perdió a su familia, sufrió más allá de lo soportable. ¿Qué son, frente a eso, unas pocas horas de trabajo en un domingo?".
Nos
abrazamos. Janka, su mujer, sirvió café. Empezamos a hablar…
En la
cinta de mi grabador quedó capturada la historia que sigue, y que significa
algo mucho más terrible que los hechos narrados: es sombríamente igual
o parecida a la de seis millones de judíos que no vivieron para contar la
suya, arrasados por el hambre, las torturas, los fusilamientos en masa, las
cámaras de gas: la inimaginable vuelta de tuerca que probó, en los años del
Tercer Reich, hasta qué punto el hombre puede ser también un monstruo,
una máquina de matar y aniquilar a millones, mientras espera que llegue la
noche: la hora de un vaso de buena cerveza, un disco de música clásica, el
riego de los rosales y las caricias a sus hijos y a sus perros. Alguien dijo
que después del Holocausto era imposible escribir poesía. No sé si es cierto.
Pero no me atrevo a refutarlo.
EL PRISIONERO 171984
León
Grzmot nació en Polonia. Argentino naturalizado, tiene en el momento de esta
entrevista 75 años. Está casado desde hace casi medio siglo con Janka, también
polaca y naturalizada argentina. Dos hijos les nacieron: Alejandro y Adrián
(hoy arquitectos), y les dieron nietos.
León y
Janka viven en un soleado piso doce, en el barrio de Villa Crespo. Sobre un
gran mueble, veinte fotografías encerradas en portarretratos guardan otros
tantos recuerdos y afectos: León y Janka casándose en Suecia, el bar
mitzvá de sus hijos, sus nietos a distintas edades. León es, además, dueño de
una empresa.
Cuando
hoy, domingo 7, once de la mañana, posan junto a una ventana en la misma
actitud que en Suecia, cuando se conocieron, la imagen se torna, por segundos,
idílica. Pero sólo por segundos… Porque el sol cae sobre el brazo izquierdo de
León y no ilumina el tatuaje de un corazón, de una sirena, de un remoto nombre
de mujer, de una flor. Ilumina un número azul: 171984. Se lo grabaron en
septiembre de 1939 en el campo de concentración de Auschwitz.
LLEGAN LOS BÁRBAROS
Dombrwatz, Polonia, 5 de septiembre de 1939. Hace cuatro días
que las tropas nazis cruzaron la frontera e invadieron a su vecina más cercano.
Ha empezado la Segunda Guerra Mundial.
Israel y Lea, los padres de León, de Esther y de Rosa (esta
última de apenas dos años), son prósperos. No saben de hambre, de frío, de
violencia. Pero en menos de media hora de esta fría madrugada abandonan
su departamento a punta de bayoneta, casi desnudos, rodando por
las escaleras, y ven morir ahorcados a veinte vecinos
"porque sí, sólo para mostrarnos lo que nos esperaba", recuerda León.
Y recuerda también que "un soldado alemán tenía bajo su bota a un niño muy
pequeño, y su madre, desesperada, le besó la bota para que lo liberara, pero él
la apartó de un golpe y aplastó la cabeza del niño contra el suelo".
Muy poco después, en camisones, hacinados, emprenden el viaje
hacia Auschwitz, uno –el más terriblemente emblemático– de los
campos de exterminio erigidos por el Tercer Reich. Los templos de la muerte…
"Allí todo era barro, frío y pestilencia. Nos dejaron a
la intemperie. Éramos cientos, tal vez miles, amontonados como fardos. Los
soldados cavaron una fosa: nuestro baño. Pero estaba lejos y éramos tantos, que
para llegar hasta allí nos pisábamos unos a otros, y la mayoría acababa por
hacer sus deposiciones donde podía. Los excrementos de unos caían sobre
las cabezas y los cuerpos de otros. Era una macabra y repugnante sinfonía de
horror".
Al cabo de unos días los encierran en una barraca donde se
fabricaban botas de lana para el ejército alemán. Para entonces, los más
viejos, los más débiles y los más chicos eran rematados a palos, tiros o bayonetazos.
"Por eso los padres, cuando veían entrar a los soldados a la barraca,
escondían a sus hijos detrás de la pila de botas. Pero era inútil. Los
soldados las perforaban con sus bayonetas, como en un trágico juego de ruleta,
y sabíamos que un chico acababa de morir porque las botas se teñían de
sangre…".
RAYAS BLANCAS Y NEGRAS
Año
1939. León tiene 14 años. Antes de la invasión nazi a Polonia logró entrar a
una escuela secundaria de alta exigencia: sólo ocho de cada mil
inscriptos alcanzaba el puntaje. Uno de los comandantes del campo
lo lleva a su oficina y le pide que interprete un dibujo técnico. León lo
hace sin esfuerzo "y entonces pasé a formar parte del grupo privilegiado. Todavía
hoy agradezco a mi madre que me haya hecho estudiar, porque gracias a mis
conocimientos, salvé mi vida. Los más viejos, los enfermos, los más débiles,
todos los que aquellos criminales consideraban inútiles, morían en las cámaras
de gas, y sus cuerpos terminaban en los hornos
crematorios…".
crematorios…".
León no
llevaba el ominoso uniforme a rayas negras y blancas, comía todos los días
-aunque sólo seiscientas de las mil novecientas calorías que exige ese clima-,
pero aún medio siglo después del fin de la guerra, en esta mañana de domingo,
no olvida a "ese comandante de campo que calentaba su casa con combustible
humano: con los cuerpos que cada día se consumían en los hornos. O ese otro
que, como una trágica prueba de la eficiencia alemana, no se permitía terminar
el día sin matar por lo menos a veintidós judíos. O ese golpe de bayoneta que
todavía me duele: el golpe que me separó de mi madre, a la que yo me había
aferrado antes de subir al camión que me llevó a Auschwitz".
UN ZUECO DE MADERA
Todos los Grzmot, salvo un tío de León, murieron en Auschwitz,
el mismo campo donde también estuvo Janka, que hoy recuerda: "Sólo dos
cosas voy a decirle. Que todavía tengo la marca del látigo, y que mi historia
(soy de pocas palabras, no me gusta hablar de ese espanto) se reduce a un
zueco. Sí, señor. A un zueco de madera que era lo único que teníamos unas
compañeras y yo. Mi pie era chico y lo metí, desesperada por el frío, dentro de
ese zueco que calzaba una de ellas. Después, y por mucho tiempo, en ese
zueco comimos, bebimos y -disculpe usted- hasta hicimos nuestras
necesidades. Es todo lo que quiero decirle".
LA MARCHA DE LA MUERTE
Cuatro años más tarde, en 1943, León y sus compañeros oyen
"algo así como truenos lejanos. No sabíamos qué era, pero pronto corrió el
rumor por todo el campo: en un ataque pinza llegaban las tropas norteamericanas
y las soviéticas. Hitler estaba perdido, sí. Pero todavía nos
faltaba La Marcha de la Muerte. Para no dejar evidencias, los alemanes
decidieron abandonar Auschwitz llevándonos a otros destinos: Dachau,
Buchenwald, etcétera, corriendo una inútil carrera que estaba perdida de
antemano.
Prepararon trenes, pero la estación estaba a unos veinte kilómetros,
de modo que tuvimos que cubrir ese tramo descalzos y sin abrigo. Todavía veo el
camino. Todavía veo los tres colores que tiñeron ese camino: el negro
del barro, el blanco de la nieve y el rojo de la sangre de nuestros pies.
Ya en los vagones, que eran abiertos, empezamos el viaje. Desde lo alto de
los puentes, algunos nos tiraban panes porque sabían que estábamos
famélicos. Cuando los soldados lo advirtieron, les dispararon con sus rifles, y
varios, muertos o heridos, cayeron sobre los vagones todavía con un pan en la
mano. Fue una de las grandes lecciones de solidaridad que recibí en mi vida, y
que no olvidaré jamás".
Dejan el tren y siguen su marcha a pie. Pero sólo sobreviven
los que todavía son capaces de caminar: los otros, los que desfallecen y caen,
son rematados a tiros. "Yo fui uno de los que desfallecí. Pero antes de
que mis piernas dejaran de responderme, un compañero me cargó a babucha.
Todavía me pregunto de dónde sacó fuerzas, ¡de dónde!".
Se acerca el mediodía de este domingo. León mira su reloj:
"Tengo que ir a votar -me dice-". Pero aún tiene tiempo para
recordar, como sombrías piezas de un puzzle, que "un día vi al monstruo
Mengele, y otro día vi volver a la barranca a un compañero al que le habían
cortado los testículos para hacer un experimento genético, y otro día
aprendí el ruego que corría por el campo: 'Si sobrevivís, contá. Contá para que
el mundo no olvide'".
APENAS UNA ANÉCDOTA
Es 1945. La guerra ha terminado. Hitler se ha pegado un tiro.
Del Tercer Reich sólo quedan ruinas. León Grzmot elige el lado norteamericano.
Lo llevan a Suecia, "donde aprendí el valor de la palabra libertad, la más
hermosa del idioma". Lo rehabilitan en un hospital, trabaja duramente,
conoce a Janka, se casa con ella, y en 1952 llega a la Argentina. Empieza a
trabajar en un taller metalúrgico de Villa Devoto y a estudiar ingeniería.
"Es paradójico: en Auschwitz conocí máquinas de
tecnología avanzada, y gracias a eso me abrí camino en el taller. Era
capaz de hacer seis bulones en menos tiempo del que tardaba un operario común
para hacer dos. Progresé trabajando doce, catorce horas por día, y sin
dejar de estudiar. Llegué a tener una empresa. Pero, ¿sabe, Alfredo? Mi
historia no tiene ninguna importancia. Es apenas una anécdota si no sirve como
mensaje. Y mi mensaje es éste: nunca olvidemos el Mal, pero trabajemos
para que cada día prevalezca el Bien. Borremos de nuestro idioma la
discriminación. Jamás digamos 'este negro, este amarillo, este judío, este…',
porque así empieza el camino hacia el horror. Jamás creamos que aquella
pesadilla es sólo historia, porque las pesadillas pueden repetirse. Honremos,
en cada pequeña buena acción, a la especie humana. A esta especie que los
criminales despreciaron y desprecian todavía. Porque hay muchos genocidios en
el mundo, aunque no lleven el signo de la cruz esvástica…".
(Post scriptum: León murió el 19 de junio de 2013. Janka,
su mujer, en 2015 todavía pudo estar en la que ahora se llama Marcha de la
Vida: dolorosa por los recuerdos, pero también luminoso símbolo de la
resistencia humana hasta más allá de los límites. Y del amor. Ese indomable
sentimiento que unió a León y a Janka a pesar de sus años en el infierno).
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