Anoche presentamos
HANKA 753 en el Centro Ana Frank a sala llena. Por eso, el día después sólo
tengo palabras de agradecimiento para toda esa gente.
Al Centro Ana Frank,
por abrirnos las puertas y recibir esta novela, a su autor y a su protagonista,
y en especial a Jezabel de comunicación, y a las guías Lucía y Julieta, que
dijeron cosas tan lindas de la novela.
A Jonathan Karszenbaum,
del Museo del Holocausto, por sus palabras y por acompañarnos, como hizo el
Museo desde aquella primera novela, El ghetto de las ocho puertas.
A Susana Luterstein, de
Generaciones de la Shoa, por su generosidad y su presencia.
A Flor Cambariere, mi
editora, y al equipo de digital y prensa de PRH, por estar ahí conmigo y no
dejarme solo.
A mis amigos lectores,
que se tomaron el trabajo de viajar e ir a conocer a Hanka: Mechi y su hija
Clara; Federico (lindo fondo de pantalla); a Gaby, Inés y Augs, mis amigas de
Hurlingham; a Ivy Morel, que vino desde Avellaneda; a Eduardo, y perdón si me
olvido de algún otro.
A Rita, Celia, Sara y
todo el grupo de viajeras de mi querida Graciela Jinich. A Gladys, que vino de
Corral de Bustos hasta Buenos Aires solo para estar en la presentación.
A Marcelo y Alejandra,
de ORT y Marcha por la Vida.
A mi familia, los
Parisi/Rapoport/Tieffemberg: mis hijos, mi mujer, mis viejos, mis padrinos, mis
cuñados y mis suegros.A mi amigo Mariano.
Y en especial, a los
Erlich/Yoffe: fue una alegría inmensa saber que estaban ahí conmigo, los
queridos Teo, Miryam, Alice, Ana, Santi, Ary y Ale: sin ellos yo no hubiera
escrito este libro.
Y por último, a Hanka y
su familia, los Grzmot. Por confiar en mí, por darme el privilegio de contar su
historia.
A continuación, el
texto que leí. Que lo disfruten. Y gracias otra vez a todos los que nos
acompañaron.
En otro post comparto las fotos.
En otro post comparto las fotos.
“Me
resulta imposible pensar en esta novela por sí sola, porque, creo, aunque nunca
se sabe, es el punto de llegada de un largo, largo viaje que comenzó hace casi
diez años, el día en que mis amigos Ale Cosovschi y Ary Erlich me propusieron
escribir la historia de Mira y Edek, los protagonistas de El ghetto de las ocho
puertas.
El desafío fue doble: primero, porque iba a
conocer los secretos más íntimos de la familia de un amigo, y en segundo lugar,
porque no sabía si iba a ser capaz de escribir algo digno con esa historia
tan maravillosa.
Al
final, por suerte, la sorpresa también fue doble: la familia Erlich quedó
conforme y emocionada, y yo satisfecho de haber podido convertir su historia en
ese libro.
Un
par de años después conocí a Nusia Gotlib. Por entonces, algunos amigos me
decían “no vuelvas a meterte con el tema del Holocausto, te van a encasillar
como autor”. Pero, ¿quién podría
resistirse a escribir una historia tan conmovedora como la de La niña y su
doble? Yo no pude, y durante un año conversamos con Nusia como lo había hecho
con Mira, aprendiendo, indagando en ese pasado que ella le estaba contando al
mundo por primera vez.
Otra
vez me vi sorprendido: Nusia quedó muy contenta y yo también, porque la novela
funcionó, y sigue funcionando muy bien: la leen en colegios secundarios
públicos, católicos, privados, de varios puntos del país, y hasta los alumnos
de la universidad de Colonia, Alemania. Eso querían Mira y Nusia, que los
jóvenes conozcan su historia.
En
ese momento me dije que mi aporte al tema se había terminado. Pasaron tres
años.
Publiqué
otro tipo de libros, policiales, tragedias sicilianas… y entonces llegó esta
mujer que está sentada al lado mío.
Recuerdo una conversación, la primera, con
Hinde Pomeraniec, el día que me contó que había una mujer, una sobreviviente
que quería dejar su testimonio, que tenía que conocerla. Se llamaba Hanka.
Hablé
con su hijo Alejandro por teléfono, después con ella… explicando que estaba con
mucho trabajo, que no podía enfrentar otra historia así. ¿Por qué? Porque venía
bastante agotado emocionalmente. No exagero. Uno se compromete con la
entrevistada, genera una relación de afecto, al menos en mi caso, y la
escritura se vuelve una responsabilidad que no siempre llega a buen puerto.
Me
acuerdo del día que fui a conocerla. Antes de salir de casa, le avisé a mi
mujer que iba a ser una visita corta, mas social que profesional. Que iba a
exlicarle a Hanka por qué no podía escribir su historia.
Entonces
me tomé el colectivo hasta Villa Crespo, subí 12 pisos, me senté en una mesa y
durante más de dos horas la escuché a Hanka contar una historia que era
totalmente distinta a las que ya había oído. Si bien las historias de Mira y
Nusia tenían poco en común, la historia de Hanka tampoco se parecía a nada de
lo que yo había escrito. Y había otra cosa: esa mujer de 85 años me hablaba de
su padre como si tuviera 9 años y los nazis se hubieran llevado a Mordejai el
día de ayer. Después, me contó que pasó 36 horas delante de los hornos
infernales de Auschwitz, bajo la nieve, con el único consuelo de estar rodeada
de sus hermanas, sin más deseos que esa espera acabara ya.
Me
despedí de ella sin darle una respuesta. Muy perturbado. Pensé mucho, pero en
el fondo yo tenía la respuesta. Ana, mi mujer, se dio cuenta de todo cuando me
vio volver a casa. “La vas a escribir, ¿no?”, dijo. Y me rendí: si no escribo
esta historia me voy a arrepentir toda la vida.
Así
fue. Hablé con Flor Cambariere, mi editora, que como siempre me apoyó, y me
embarqué con Hanka en busca de esa nena de 9 años a la que los nazis le habían
robado a su padre, sus hermanos, su casa, sus libros… la infancia.
Sentados
a la mesa, siempre con un café y una torta marmolada de por medio, conversamos
durante un año. Poco a poco, fuimos reconstruyendo la historia bajo la premisa
que Hanka repetía todo el tiempo: “cuente sólo lo que yo vi, no invente nada”.
Era
cierto, no hacía falta inventar nada. La historia era tan maravillosa, tan
desgarradora que mi escritura debía limitarse a transmitirles a los lectores
todas esas emociones que Hanka sentía al contar lo que había pasado.
Espero
haber hecho justicia con eso: lo único que me interesa es que los lectores
experimenten todo eso que yo viví escuchando hablar a Hanka.
Los
años del ghetto de Lodz, las primeras y crueles selecciones, el día en que le
arrebataron a su papá. La soledad, los meses de hambre, el frío, el vaciamiento
sistemático del ghetto, el viaje a Auschwitz, el infierno.
Y
siempre la misma pregunta: “¿usted puede creer que un ser humano le haga eso a
otro ser humano? Yo no”, repetía Hanka, tratando de explicarse eso que tan bien
recordaba y de lo que habían pasado más de 70 años.
A
veces, en las semanas que no nos veíamos, Hanka me llamaba y me decía: “Lo
terminó? Mire que no me queda tanto tiempo.” ¿Vio que tenía tiempo, Hanka? Acá
estamos.
Y
seguimos hablando. Al fin terminé de armar el borrador de la historia ordenado
cronológicamente, y me senté a escribir. Habíamos hablado tanto, yo había
estado pensando tanto en cómo contar la historia que, la escritura, lo más
lindo de todo esto, duró poco: la novela se me fue de las manos en apenas dos
meses y medio. Pero faltaba algo. La historia de los años de la guerra era tan
cruel, tan conmovedora que, como autor, tenía mis dudas de que los lectores
llegaran al final, que quedaran en el camino y se perdieran el maravilloso
viaje que hizo Hanka con Marcha por la Vida, y, creo, terminó de convencerla de
dejar su testimonio.
Gracias
al comentario sabio de la querida Ale Cosovschi, me di cuenta de que ese viaje
era fundamental, no solo para Hanka, sino también para que los lectores
conocieran realmente a esta mujer: su decisión, su constancia, su poder para
convencer a este autor, pero también a sus hijos, al médico, a todo el mundo y
salirse con la suya. Esa segunda línea de relato creo que también le hace
justicia a la Hanka de hoy, que da charlas, tiene hijos, nietos… y sigue
buscando explicaciones para eso que vivió.
En
retrospectiva, creo que las tres novelas que componen esto que terminó siendo
una trilogía están construidas en tres planos distintos. En la primera, El
ghetto de las ocho puertas, que es mi inicio en el tema, el plano es abierto,
hablamos de la guerra, de lo que ocurre en el mundo. Con La niña y su doble, el
plano se acorta al recorrido de Nusia y Slawka. En cambio, en HANKA 753 el
plano es muy estrecho, casi una foto carnet, un cuadro donde vemos a una nena
en medio de la barbarie, sobreviviendo a todo, sin ver más allá.
Yo
creo que no es casual que este libro sea tan minimalista. A lo largo de estos
años, fui entendiendo que son las pequeñas historias, las particularidades de
cada ser humano las que nos muestran mejor las distintas dimensiones de la
tragedia. Si me preguntan, para mí uno de los momentos mas tristes de la novela
es cuando Hanka debe dejar su álbum de figuritas de animales que tanto quería.
Quizá por eso decidí darle tanta entidad a ese álbum y a esas ardillas
voladoras que Dante, mi hijo, inventó. Después de todo, Hanka tenía la misma
edad que él tiene ahora. ¿Qué sentiría al abandonar sus juguetes, sus cosas?
Estoy
convencido de que son esos pequeños detalles los que nos permiten identificar
eso que los grandes números y las frases grandilocuentes no pueden transmitir.
Quiero
agradecerle a Hanka haberme permitido acompañarla en este recorrido. Su
confianza, su decisión, el apoyo constante. Ojalá que se sienta tan orgullosa
de este libro como me siento yo. Cada vez que le preguntaba para qué quería
contar su historia ella decía lo mismo: para que el mundo sepa lo que pasó,
para que esto no vuelva a pasar. Espero que Hanka 753 sirva para que las
futuras generaciones recuerden, estén alertas, sepan que a veces la humanidad
busca echarle la culpa a otro para no aceptar sus propios fracasos. Eso
hicieron los nazis. Pero fracasaron: el testimonio de Mira, de Nusia y Hanka
son la prueba más contundente de ese fracaso.
Gracias
Hanka. Y gracias a todos.”
Gracias siempre, gracias!
ResponderBorrarGracias a ustedes!
Borrara vos Ale por la buena onda, hermosa tarde-noche, muy emotiva, no fuiste el único al que se le anudó la garganta por momentos, abrazo de gol maestro!
ResponderBorrarLindo fondo de pantalla, loco. Abrazo
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