Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 7 de noviembre de 2017

Fragmento HANKA 753: primeros capítulos.


La invitación

El sol entra tibio a través de las hendijas de la persiana, y resplandece en los portarretratos de metal que contienen las imágenes de un pasado construido con retazos. Desde muy pequeña, Hanka tuvo que aceptar que su historia tendría que ir enhebrándose con recuerdos que ella debía conservar, callada, a la sombra de esa destrucción que signó su vida.

Pero ahora Hanka no está mirando las fotos. Las sabe de memoria, y no necesita pararse frente a esos marcos plateados, ahora dorados por el sol de la mañana, para reconocer los rasgos de todos aquellos que la cuidaron, la protegieron y le permitieron sobrevivir a tanta locura y tanta ausencia. Hoy Hanka está en uno de los cuartos con la vista puesta en el diario, como cada mañana, tratando de leer las noticias del día para aprehender ese mundo incomprensible en el que le tocó vivir. Pero no puede concentrarse en lo que lee.
Aunque lo intenta, no logra abstraerse de lo que va a venir. ¿Qué querrán esos hombres?

Entonces suena el timbre.

De lejos puede escuchar la voz de sus hijos, que dejaron su trabajo en la fábrica para asistir a esa reunión. Desde que murió León la tratan como si ella fuera una niña. La niña que no pudo ser. Escucha sus pasos y gira la cabeza en el momento exacto en que esos dos hombres que son sus hijos entran al cuarto. Con esfuerzo, se incorpora y se frota la espalda. El estruendo de aquella bomba se apagó hace más de setenta años, pero el dolor de la esquirla sigue molestándola, prueba concreta de un pasado que duele cada vez que hace frío.

Se deja abrazar por ambos. Los nota nerviosos, como a la defensiva. Parecen mucho más preocupados que ella ante la visita de esos dos hombres que ¿todavía no llegaron? ¿qué van a pedirte, mamá? Y ella los tranquiliza invitándolos a sentarse.

Cuando la empleada entra cargando una bandeja con tazas de café y el budín que la propia Hanka preparó el día anterior, vuelve a sonar el timbre. Son ellos. Los tres se miran. Alejandro se ofrece para ir a recibirlos a la puerta del edificio, al borde de la avenida Corrientes.

Adrián intenta desalentar cualquier exposición al dolor. Pero ella cambia de tema: le pregunta por el trabajo, por su mujer.

Al fin la puerta del cuarto se abre y entra Alejandro con dos hombres vestidos de traje que le dedican saludos y la miran con respeto, casi con devoción. Los invita a sentarse, y dice:

—Mis hijos insistieron en acompañarme, así que pueden hablar delante de ellos.

Le cuentan que son autoridades de la ORT, una institución educativa y social judía, y que como cada año están organizando un viaje con los alumnos de los últimos cursos de secundario para recorrer Polonia.
Al oír esa palabra Hanka baja la vista. Polonia. Su cuna, su cadalso. Por más que haya viajado varias veces a Europa, con León nunca aceptaron regresar a aquel sitio. Si hasta dejaron de hablar el idioma por la tristeza enfurecida que sentían hacia ese pueblo en el que ambos habían nacido pero que tanto los había perseguido y maltratado. Polonia. Y sin embargo, ¿qué culpa tiene la tierra por los horrores cometidos por los hombres?

Le explican que la Marcha por la Vida consiste en una caminata por los escenarios del horror, particularmente entre Auschwitz 1 y Birkenau. El objetivo, le dicen, es que los jóvenes conozcan el pasado y sepan lo que vivieron los judíos en los campos nazis. Siempre es mejor oír las historias por quienes las vivieron, le dicen.

—Y como usted es una sobreviviente de Auschwitz nos gustaría invitarla para que viaje con nosotros y les cuente a los alumnos qué pasó en ese lugar —dicen, y guardan silencio.

Cuando el hombre termina de hablar, Hanka puede sentir la inquietud de sus hijos, que se cruzan de piernas, mueven tazas y platos, miran celulares. Sólo les falta protestar. Ella, en cambio, está más confundida que asustada y sólo piensa en un largo número del que sólo recuerda las tres últimas cifras: 753. Entonces guarda un profundo y largo silencio.

—Perdón que me meta, pero no me parece que sea una buena idea —dice Adrián.

—Mi madre sufrió mucho en Polonia. ¿Para qué va a ir? ¿Para deprimirse? Además, todavía no se recuperó de la muerte de mi papá, que murió hace menos de un año… No sé, él estaba más acostumbrado a hablar de la guerra, pero mamá va a sufrir… ella nunca contó demasiado. Además, mamá tiene ochenta y cuatro años, y en esos lugares hay que caminar mucho. ¿Y si le pasa algo? ¿Y si se descompone? —protesta Alejandro.

Hanka los deja hablar. Después de todo sabía cómo iban a reaccionar. Lo que no sabía era que con sólo oír la palabra Polonia ella caería en semejante confusión: una confusión llena de imágenes atemporales que le muestran a su hermano Oskar jugando al fútbol, a Raquel patinando en el lago congelado, a Malka cantando en torno a la mesa, a Hela regresando de la universidad con los lentes destrozados, la cara ensangrentada de su padre, el hambre, el frío, una cola larga en medio de la noche bajo una lluvia de cenizas, y esa tristeza infinita de ver a las personas vacías de toda humanidad al otro lado de los paredones que rodeaban los ghettos y los alambrados electrificados de los campos.

—Mamá, ¿vos qué pensás? ¿No te parece que es arriesgado?

—Nunca volví… con mi marido nunca quisimos volver —dice Hanka, mirando un punto indefinido de una pared blanca, y con temor pregunta—: ¿Van a Lodz?

—No —se apura a aclarar uno de los hombres—, Varsovia, Lublín, Cracovia, Auschwitz…
—Es una locura —dice al fin Alejandro, dejando de lado cualquier explicación racional, buscando la complicidad de su madre—: ¿O no, mamá?

Como si despertara del sopor que la inmovilizaba, Hanka alza una mano para llamar la atención de esos cuatro hombres.

—Mis hijos me quieren y están preocupados. Yo tampoco tengo claro si quiero ir a ese lugar —dice, sin atreverse siquiera a pronunciar la palabra Polonia—. Pero soy adulta. La decisión la voy a tomar yo. Sólo les pido que me den unos días para pensar.

La frase despierta tanto rechazo en sus hijos como esperanza en los dos hombres de la ORT, que ahora le cuentan detalles del viaje, tratan de seducirla diciendo que podrá visitar a sus amigos de Israel, que la van a cuidar, que los alumnos están muy ilusionados con poder viajar junto a ella. Pero Hanka ya dejó de escucharlos, a ellos y a sus hijos, que bufan como niños caprichosos. Ahora, mientras vuelve a frotarse la espalda, Hanka descubre que son otras voces las que la reclaman, las que susurran en sus oídos y la obligan a cerrar los ojos buscando rostros, gestos, texturas que le permitan recordar su historia y enfrentar su dolor.

 Primera parte

1

Caminaba rápido a pesar del frío que le atería los huesos.
Con sus pequeños pies y la torpe ansiedad de sus tres años, iba pateando la nieve que se acumulaba sobre la calle y que de a poco iba humedeciéndole las medias. Detrás de ella, Raquel le pedía que se detuviera porque a lo lejos, en una esquina, había descubierto a algunos de sus compañeros de escuela que le hacían señas para que se acercara.

—Hanka, ¿podés esperar?

Pero ella ni le contestó. Seguía atravesando la ciudad, ensimismada, como si las calles de Lodz fueran tan sólo el obstáculo que le impedía estar en su casa a la hora en que llegaba su padre. De lejos, su hermana saludó a sus compañeros y siguió andando.

Al llegar a la puerta del edificio se encontraron con las miradas de los tres niños que vivían en la casa de al lado. Como siempre, los tres polacos estaban sentados detrás de un cajón de madera donde habían apoyado las estatuillas de yeso que fabricaban. Santos y Cristos católicos de rostros confusos alzaban las manos para darle su bendición a aquel que quisiera acercarse y comprarlas por un par de zlotys. Los niños las miraron mientras ellas entraban a la casa para protegerse del frío.

En la sala, Abraham escuchaba la queja de Oskar, que se lamentaba porque el mal tiempo le impedía ir al solar a jugar al fútbol. Al ver entrar a las chicas, los dos hermanos dejaron de hablar.

—¿Malka? —preguntó Raquel.

—Con el novio. Se fue hace un rato —respondió Abraham.

—Entonces ayúdenme a poner la mesa, que papá debe estar por llegar —dijo Raquel, dirigiéndose a la cocina.

La cocinera había dejado la comida lista antes de marcharse. Mientras sus hermanos mayores se encargaban de preparar la mesa, Hanka se encaminó al cuarto que compartía con Raquel, Hela y Malka y buscó el álbum de figuritas coloreadas con imágenes de animales que su padre le había regalado hacía pocos días. Salvo ese álbum y algunos libros de cuentos infantiles, no poseía otras cosas. Mordejai Dziubas trabajaba de sol a sol para que a sus siete hijos no les faltara nada, pero en los pocos meses que llevaban en la ciudad el dinero no les alcanzaba para grandes lujos. Apenas si lograban cubrir los gastos y pagar el sueldo de la cocinera.

Los Dziubas habían llegado a Lodz el verano anterior desde Wielun. De los tiempos de Wielun la pequeña Hanka no recordaba nada, pero sabía que había sido en aquella ciudad donde sus padres se habían conocido, donde habían nacido ella y sus seis hermanos y donde, dos años después de su nacimiento, Gita, su madre, había muerto a los cuarenta y cuatro años dejando a su esposo viudo a cargo de siete hijos. Eran sus hermanas quienes ocupaban el rol de madre y la atendían en todo lo que ella necesitaba. El resto era obra de Mordejai, padre abnegado que había renunciado a la posibilidad de un segundo matrimonio por miedo a que su futura esposa fuera una madrastra cruel para sus hijos.

Pero la muerte de Gita sólo había sido el inicio de los malos tiempos. Poco después de que ella fuera enterrada, la expansión de la revolución bolchevique se extendió por Polonia con crueles pogromos contra los judíos burgueses de la zona. Siempre había sido así: ante cualquier conflicto, las aldeas y las fábricas judías polacas eran incendiadas como una forma natural de expiación. Durante los siglos que llevaban en Europa, los judíos polacos sólo habían tenido unas pocas décadas de consuelo en las cuales habían logrado mezclarse con los católicos hasta que ellos volvían a decidir que esos hombres prósperos y barbados eran la causa de todos sus males.

Así, una noche de 1932, el viudo Mordejai se despertó con gritos que lo llamaban desde la calle. Al salir, siguió a uno de sus empleados judíos hasta la curtiembre que poseía y la encontró sumida en las llamas, iluminando su ruina con los resplandores del fuego. Había perdido a su mujer, la fábrica que le permitía sostener a su familia y ahora, contemplando la violencia bolchevique, también debía temer por la seguridad de sus siete hijos.

Pronto tomó la decisión de marcharse del este de Polonia, escapar de los partisanos rusos y establecerse en Lodz, bien al oeste, en aquella ciudad industrializada que quizá pudiera brindarles mayores oportunidades a él en su trabajo y a sus hijos en su educación. Así lo hizo, sin saber que esa decisión sería tan importante en la vida de todos ellos.

Llegaron a Lodz con poco dinero en la primavera de ese mismo año, 1933, apenas guiados por la fuerza de Mordejai y la confianza en su título universitario de contador público, dejando atrás a la familia paterna que estaba desperdigada por los alrededores de Wielun y la vida acomodada que habían llevado hasta entonces. Sin embargo, Mordejai tardó pocos meses en asociarse con otros hombres y volver a montar una curtiembre con lo que quedaba de sus ahorros. Aún ahora no terminaban de organizarse en la nueva ciudad y el nivel de vida que llevaban había bajado, obligándolos a radicarse en uno de los suburbios pobres de las afueras de Lodz. Mordejai pasaba el día trabajando, confiado en que todo mejoraría y que lograría darles a sus hijos el futuro que él y su mujer habían soñado.

Luego de buscar el álbum, Hanka corrió a la sala para sentarse y esperar, ansiosa porque su padre le contara historias sobre esos animales que ella no conocía pero que miraba día tras día en esas figuritas de colores.

Poco a poco, la casa fue recibiendo a cada uno de los hermanos mayores. Bernardo llegó de la escuela secundaria poco antes de que Malka regresara de ver a su novio. Para entonces la mesa estaba servida y los hermanos Dziubas conversaban sobre lo que habían visto ese día: nieve, tranvías, humo de fábricas y la gente cargando carbón para combatir el frío. Hela pasaba el día atendiendo la casa y por eso debía ir a la universidad por la noche. Cursaba el primer año de contaduría, y siempre era la última en llegar.

Entonces oyeron unos pasos, golpes de zapatos quitándose la nieve, y Hanka se incorporó de un salto dejando caer el álbum y las figuritas. Cuando se abrió la puerta y se recortó la figura alta, envuelta en un abrigo largo y pesado, con la cabeza cubierta por un sombrero y la barba larga que comenzaba a encanecerse, corrió a abrazar a su padre.

Mordejai la tomó de las mejillas, le olió el cabello y luego le besó la frente. A medida que se quitaba las capas de abrigos que lo habían protegido del frío y el viento, fue saludando a cada uno de los hijos y preguntándoles cómo les había ido en sus actividades del día. Al fin, los miró de nuevo en silencio.

—¿Hela?

—Todavía no regresó de la universidad —dijo Malka.

Si bien él no solía imponer muchas cosas, las dos normas que regían la casa eran inobjetables: cada uno debía ocupar su tiempo en las aulas de las escuelas, y todos debían estar sentados a la mesa a las ocho en punto para compartir la cena familiar. Mordejai consultó su reloj: aún eran las siete.

—Entonces tenemos unos minutos para mirar las figuritas escuchando cantar a Malka —contestó Mordejai, acariciando una de las trenzas de la pequeña Hanka y mirando a su hija mayor.

Malka comenzó a cantar con esa dulce voz que parecía embellecer el aire, la casa, Polonia entera, mientras su padre ocupaba el sillón de la sala y sentaba a Hanka sobre sus rodillas para, en susurros, con la voz de Malka de fondo, contarle que en los bosques de Europa existían unas ardillas voladoras capaces de saltar más de treinta y cinco metros de un árbol a otro.

—¿Y sabés por qué saltan?

Entornó los ojos con fuerza, como si ese gesto la ayudara a acelerar su pequeño cerebro de tres años en busca de una respuesta que sorprendiera a su padre.

—¿Para escapar?

Mordejai sonrió, orgulloso.

—Muy bien, Hanki. Cuando algún depredador quiere atraparla, la ardilla salta de un árbol a otro.

—¿Qué son los depredadores?

Pero entonces Mordejai abrió los ojos de par en par y Malka dejó de cantar al escuchar los gritos que llegaban desde afuera.

—Judía, judía —decía alguien en polaco.

De inmediato, Mordejai bajó a Hanka de sus rodillas y se incorporó. Seguido por sus hijos mayores, se acercó a las ventanas.

—Hela —gritó Mordejai.

Bernardo y Abraham se apuraron en abrir la puerta. En el vano, recortada en la oscuridad, Hela lloraba en silencio sosteniendo sus lentes destrozados. Bernardo y Abraham salieron sin detenerse a mirar a su hermana, soltando insultos a los niños que corrían hacia su casa cargando el cajón con las estatuillas de yeso.

Cuando volvieron a entrar, Bernardo y Abraham se acercaron a su hermana, que estaba sentada junto a su padre.

—¿Estás bien? —preguntó Mordejai, mirando detenidamente la pequeña herida que Hela tenía en la frente.

—Sí, pero me rompieron los lentes —decía Hela, preocupada.

—¿Qué te hicieron? —quiso saber Bernardo.

—Me tiraron piedras. Nada más —dijo Hela, y bajó la voz al ver el gesto persuasivo de su padre, que señalaba a Hanka con los ojos para que Hela dejara de hablar.

—Vamos a buscarlos —dijo Abraham, tomando el palo de una escoba.

—Acá nadie va a golpear a nadie —dijo Mordejai con un tono que no dejaba lugar a otras opiniones. Y sosteniendo la mano de Hela, agregó—: Mañana compramos otro par de lentes para que puedas seguir estudiando—. Al fin, mirando en derredor, dijo—: Y ahora cenemos, por favor.

Nadie habló. Lentamente, los siete hijos fueron ocupando sus lugares y esperaron que Mordejai se lavara las manos y bendijera la mesa con ese ritual que se repetía cada noche. Sin embargo la tensión era tan palpable como la nieve que cubría la vereda, la calle y todo Lodz.

En un momento pudo oír que Malka le decía a Bernardo:

—Son todos católicos, los vecinos. No podemos hacer nada.

—Lo mejor es seguir con nuestra vida sin molestar a nadie —dijo Mordejai—, y ustedes deben dedicarse a sus cosas, estudiar, crecer… si hacen eso, van a tener una vida digna y van a poder mudarse a otro barrio.

—Siempre igual. Escapando… —murmuró Bernardo, temiendo la reacción de su padre.

—Como las ardillas voladoras —dijo Hanka, sonriendo.

—Como las ardillas voladoras —dijo Mordejai, sin sonrisas, buscando ocultar sus verdaderos pensamientos.

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