Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

viernes, 23 de febrero de 2018

Hanka 753, fragmento: de acá no se escapa nadie.





"No sabía qué mes era, pero sabía que había llegado el invierno. De pronto, alguien comenzó a sacudirla.

-        Hanka, despertate – le dijo Raquel.
Sólo al abrir los ojos y reubicarse en aquel barracón pudo prestar atención al sonido atronador de las sirenas y al frío que desprendían los mosaicos del suelo y le perforaban la espalda hasta congelarle los huesos. Entonces, la puerta del Bloque 5 se abrió de golpe y una voz gritó:

-        Afuera, sin hablar.
Una a una las mujeres fueron saliendo a la noche espesa, sin estrellas, donde la niebla se expandía por los techos de los barracones. Le sorprendió que no les permitieran quedarse en el lugar de siempre, delante del Bloque 5.

-        Al patio – gritó un alemán con un sobretodo con cuello de piel.
Era la primera vez que veía un hombre allí. A lo lejos, otros soldados iban y venían corriendo, sosteniendo las correas de unos perros enormes, negros, que ladraban mostrando los colmillos y soltaban su aliento como vapores del infierno que se elevaban hacia la noche. Varios grupos se lanzaban por distintas puertas hurgando cada palmo de tierra, cada punto ciego del campo.
Ellas fueron avanzando en una larga fila hasta el patio principal, donde los prisioneros de los otros bloques permanecían de pie, formados y custodiados por los nazis y sus perros. Hela caminaba con dificultad. El día anterior, en las letrinas había encontrado aquel enorme  zapato sueco que ahora llevaba puesto en el pie derecho y la obligaba a cojear. Sólo uno, de madera, inmenso, pero al menos la suela la protegía del contacto con el piso.
Las mujeres del Bloque 5 se formaron y permanecieron quietas, de pie en la noche iluminada por los focos del patio, en torno a los cuales se formaban aureolas de humedad que filtraban la poca la luz que había.
Hanka cruzó miradas con el resto, pero nadie sabía qué pasaba.
Al fin, desde otro bloque llegó la noticia.

-        Se escapó una chica. La están buscando.
Suerte para ella, pensó Hanka, aunque al ver la cantidad de soldados armados y perros que cruzaban el campo se dijo que prefería estar allí, de pie pero con vida, con la mente en blanco, vacía de rostros y esperanzas, antes que estar preocupada escapando descalza por los bosques desiertos que rodeaban Auschwitz.
Lentamente, fueron pasando las horas. El frío era tan intenso que la obligaba a juntar los hombros, provocándole dolores en la espalda. Si bien le había crecido un poco el cabello, aun no bastaba para protegerle la nuca y las orejas. Delante de ella, el pie derecho de Hela protegido por el sueco.
El Gallo Rojo iba paseando su cabellera de fuego entre los distintos bloques formados, haciendo restallar el látigo como un mensaje claro: al mínimo movimiento, sufrirían su castigo. Hanka observaba el sueco de Hela con ganas de meter su pie dentro para protegerlo del frío. Pero no quería moverse, no podía darle una excusa al Gallo Rojo.
Al fin, cuando el Gallo Rojo encontró un punto débil en el Bloque 3 y se acercó para golpear a una niña que lloraba, Hanka adelantó una pierna y logró meter su pie dentro del sueco de su hermana. Haciendo equilibro, sentía el calor de Hela y esa era toda su esperanza. Que al menos su pie escapara del frío, que ese contacto con su hermana le devolviera no sólo el calor, sino también un poco de humanidad en medio de aquella cacería nocturna.
Mientras, a su alrededor, los altoparlantes amedrentaban a todos.

-        El prisionero que intente escapar será asesinado – decía una voz en alemán.
Con el correr de los días, los meses, Hanka había comenzado a descifrar el idioma del verdugo. Era tan parecido al idish que uno podía intuir el significado de las palabras que no entendía. Y ahora, en medio de la noche, aquellas palabras hablaban de persecución, de muerte, de flagelos.

El frío se hizo mucho más intenso con la llegada del alba. Entonces, todos los prisioneros que aguardaban en el patio pudieron oír los gritos. A continuación, un grupo de soldados con perros ingresó al patio arrastrando de los cabellos a una chica. Tenía sangre en la boca, y los pies descalzos lacerados por haber corrido a oscuras en campo abierto. Los perros ladraban, excitados por la sangre y empujados por los soldados, que permitían que soltaran dentelladas sobre las piernas de la joven, que no dejaba de gritar.
La condujeron al centro del patio para que todos pudieran verla. Allí, otro grupo de soldados comenzó a armar una estructura de madera.

-        De aquí no se escapa nadie – repetían los altoparlantes, sin descanso.
Hanka presionó el pie de Hela, buscando en el sueco el refugio que no podía encontrar para sus ojos, condenados a mirar lo que estaba ocurriendo. El Gallo Rojo se había acercado a la detenida recapturada y lanzaba latigazos entre los mordiscos de los perros.
A su alrededor, Hanka oía sollozos quedos, contenidos para no llamar la atención de nadie. Y sin embargo, muchos de los prisioneros que estaban allí lo único que querían era que todo terminara para poder regresar a sus bloques, protegerse del frío, volver a dormir para escapar de esa pesadilla. Al fin, alejaron a los perros y obligaron a la chica a ponerse de pie. Un oficial la sujetaba de los cabellos y la exhibía para que todos la vieran.

-        Esto es lo que ocurre cuando alguien intenta escapar – dijo.
El Gallo Rojo se apartó, concentrándose en las demás prisioneras. Caminaba entre las filas con las manos entrelazadas en la espalda, a la altura de la cintura. Al pasar junto a ella, Hanka cerró los ojos. Al abrirlos, vio que habían subido a la chica a la estructura de madera. Sólo entonces comprendió lo que iba a suceder.
Dos alemanes formaron un lazo con una soga. Ataron el extremo al poste más alto de la estructura y luego colocaron el lazo en la cabeza de la prisionera. Todos guardaban silencio. Un silencio profundo que no era de odio ni de tristeza. Sólo resignación. Hanka vio la mano de unos de los alemanes sobre la espalda de la chica que, con las manos atadas, ya ni podía defenderse. El alemán la empujó con fuerza y ella cayó de la estructura, pero la soga la detuvo en el aire con un ruido seco. Las piernas de la chica buscaron apoyo durante unos segundos, hasta que al fin su cuerpo sin vida quedó pendiendo de la horca. El viento helado del amanecer comenzó a balancearla, lentamente, de un lado a otro, mientras los prisioneros que ocupaban el patio guardaban silencio.
Hanka se preguntó si Dios estaba viendo lo que ocurría. Nunca antes había pensado en él. Dios. Ese mismo Dios al que su padre le rezaba antes de cada comida, durante las fiestas, en shabbat. Pero… ¿existía realmente Dios? ¿Aquella chica que ahora pendía de la soga había creído en Dios?
Al fin los alemanes se retiraron con sus perros, dejando el cadáver en medio del patio. Hanka cerró los ojos con fuerza, pero fue en vano: en sus párpados cerrados, ese día y los que le quedaban por vivir, siempre recordaría el cuerpo sin vida de la chica balanceándose como el péndulo de un reloj que sólo podía marcar el final de los tiempos. Después de eso, nada ni nadie en el resto mundo podría volver a ser como antes."

HANKA 753, Capítulo 15. Ed. Sudamericana, 2017. 

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