"En general, para mis cumpleaños no acostumbraba pedir
regalos costosos ni celebrar fiestas espectaculares. Prefería una buena comida en
la intimidad de mi casa. Así pensaba hacerlo el 19 de abril de 1943. Aquel año
mi cumpleaños coincidía con la víspera de Pesaj. Para la cena había conseguido
una botella de vino dulce y un pan de Matzá, algo que por entonces era un lujo
impensado. Esa noche, los pocos sobrevivientes que quedaban de mi familia y la
de Edek vendrían a cenar a la casa de la calle Leszno para festejar mis
veintiún años. Una tía de Edek había sugerido que Bozena debía regresar al
ghetto para pasar las fiestas junto con su familia, pero Edek se opuso porque
temía que al regresar al ghetto su prima corriera peligro. No se equivocaba: al
amanecer, por las calles marcharon cientos de soldados lituanos y letones. Un
oficial de las SS anunciaba a los gritos que los últimos judíos que quedábamos
en el ghetto debíamos presentarnos para partir hacia una fábrica de Poniatowa.
Cuando nos enteramos, Mietec, Hilary, Jacob y yo estábamos en la fábrica. Edek
había entrado con un gesto de preocupación; al conocer la noticia se había
quedado desconcertado, y en su desconcierto sólo había atinado a tomar una
pequeña bolsa con sus fotos familiares. Ni siquiera llevaba abrigo.
Dejamos de trabajar y nos dirigimos a la puerta,
donde Musialowa se burlaba de todos los judíos que
pasaban. Mientras fichábamos vimos
entrar a Konarski. Las ojeras le ensombrecían el rostro como dos manchas de
cabrón; en el centro, sus inquietos ojos claros, miraban a un lado y otro, contagiados
del frenesí de la fábrica: por los pasillos varios hombres iban y venían
cargando bultos, mientras otro grupo se encargaba de desmantelar las máquinas y
las estanterías.
Konarski parecía sorprendido o apesadumbrado de
vernos. “Aún están aquí”, dijo. Dispuesto a despedirse, Edek le agradeció toda
la ayuda que nos había prestado durante los años que habíamos pasado en el
ghetto. Después dijo que íbamos a presentarnos ante los alemanes para ser deportados
a una fábrica de Poniatowa. Konarski sonrió: “Idiota, nos matarán a todos. Hoy
mismo destruirán la fábrica, el ghetto y a todos los judíos que quedamos.” Sólo
entonces oímos los primeros disparos. “Cuando la resistencia se enteró de los
planes de los alemanes, comenzaron a arrojar bombas molotov y a tender barricadas.
Deben que esconderse”, dijo Konarski. Edek y sus hermanos se miraron. “¿Dónde?”,
pregunté. Konarski sacudió la cabeza: “En una de las casas del frente de la
fábrica. Ya he escondido a algunos, pero sólo quedan cuatro lugares”. “Id
vosotros, yo puedo esconderme en el ático de la casa de Shosha”, dijo Mietek con
decisión. Abrazó a sus hermanos, me besó las mejillas y se marchó.
Antes de que pudiéramos reaccionar ya estábamos
siguiendo a Konarski. Se oían órdenes en alemán, en polaco. A saber por lo que
contó, Konarski era uno de los treinta judíos que Schultz había elegido para
que desmantelaran las fábricas del ghetto: debían desarmar las máquinas y
colocar sus piezas en las mismas cajas donde él nos pensaba ir sacando a
nosotros y a los demás judíos refugiados en el escondite.
Lo seguimos hasta los pies de una escalera que llevaba
a los pisos superiores del edificio. Pudimos oír el rumor de las botas alemanas
trotando por la calle, al otro lado de la pared, y el melódico tintineo de las
cintas que sujetaban los fusiles. Konarski retiró la plancha de madera que ocultaba
la entrada al escondite, bajo la escalera, y el sótano se nos reveló como una
boca negra y tibia, presta a devorarnos. La luz de la escalera iluminaba unos
rostros pálidos y asustados; asomando desde el interior para buscar aire
fresco, pude ver a una mujer que sostenía un bebé en brazos. Entramos de uno en
uno: el lugar era estrecho, y apenas si cabíamos sentados en el suelo; no había
rejillas ni ventanas, por lo que el aire estaba cargado con aliento de todos.
Antes de cerrar la puerta, Konarski se dirigió a
Edek, como si él fuera el líder del grupo. “No salgáis por nada del mundo. No
habléis. Se oye todo desde afuera. Sólo debéis permanecer en silencio hasta que
mis hombres vengan a buscaros”. Entonces cerró la puerta y nos quedamos a
oscuras, en silencio. Qué silencio. Podía oír la respiración agitada de Edek,
justo delante de mí. Sin darme cuenta, con la tensión había presionado una
parte del pan que llevaba en la mano hasta convertirla en migas. Lo dejé en
suelo, entre mis rodillas, junto con la botella de vino. Poco a poco mis ojos
se fueron acostumbrando a la oscuridad, y los rostros de mis compañeros no se
volvieron nítidos, pero al menos pude descubrir sus rasgos. Además de los
padres del niño, había dos hombres jóvenes que trabajaban en la fábrica.
El día pasó lentamente. El levantamiento del ghetto de Varsovia nos
llegaba en forma de disparos, explosiones y gritos de festejo. A veces, la casa se sacudía sobre nosotros y
las vigas que sostenían el techo del sótano dejaban caer el material cuarteado
por las continuas explosiones. De a ratos mirábamos hacia arriba, más preocupados
porque se desplomara el techo que porque entraran los alemanes.
A oscuras era difícil contar el paso de las horas. Al fin, con la
alarma del toque de queda supimos que era de noche, que el día había terminado
y nadie había venido por nosotros. Recostada sobre su pecho, acariciaba el arco
de piel suave que se extendía entre el dedo pulgar y el índice de Edek, como si
eso bastara para alejar sus temores y engañarme a mí misma: “Nos salvaremos,
Konarski nos rescatará”, le decía.
Pero al día siguiente todo siguió igual: acurrucados unos sobre
otros, nos estremecíamos con el sonido de las bombas y los disparos. Estaba impaciente;
necesitaba salir, ir al baño. Al fin, uno de los hombres pidió perdón y luego
se orinó en sus pantalones. Los demás lo seguimos, inevitable, tristemente, y el
aire del sótano comenzó a volverse agrio y espeso.
Cuando volvió a sonar el toque de queda, comimos un trozo de pan y
bebimos pequeños sobros de vino. En un momento, oímos los pasos de dos soldados
alemanes que, supongo, se detuvieron a fumar junto a la pared de nuestro
escondite. Los oímos reír, festejar el avance alemán sobre el ghetto. Aunque Edek
no lo dijera, yo sabía que estaba pensando en su hermano escondido en el ático
de la casa. Me quedé dormida con la mano aferrada a las fotos que llevaba
colgadas al cuello; en sueños vi a papá bajar del tren que lo traía de Francia,
con una cesta llena de pistolas y panes.
El tercer día nos trajo la desesperación de sabernos olvidados. El
regreso de Konarski era menos probable que la victoria de la resistencia. Sin
embargo, sus hombres regresaron para esconder a otras tres personas. Debíamos
esperar.
El cuarto día llovió. El sonido de la tormenta parecía una burla
divina ante la sed que estábamos pasando. Frustrados, bebimos las últimas gotas
de vino.
El quinto día vimos cómo los hombres de Konarski se llevaban a los
tres nuevos y volvían a encerrarnos. Esa noche se acabó el pan.
Entonces el niño, que durante los cinco primeros días se había
mantenido en calma prendido permanentemente a los pechos de su madre, la mañana
del sexto día acabó por perder la paciencia. Primero soltó una queja
enternecedora, de niño satisfecho; luego el gemido se fue intensificando hasta convertirse
en llanto. Un llanto desgarrador, el mismo que hubiéramos querido soltar
nosotros si no hubiésemos estado tan empecinados sobrevivir. Todos miramos a la
mujer, que se apuró en acunar al niño. Lo volvió de espaldas, le golpeó
cariñosamente la cola, lo hizo eructar, y sin embargo no consiguió calmar su
llanto. La pobre mujer también lloraba, pero en silencio y ante nuestras
miradas de reproche.
“Hágalo callar”, dijo Jacob, con voz nerviosa. Alguien le alcanzó un
pañuelo. La madre se encargó de contener las patadas que pegaba el niño
mientras el padre intentaba amortiguar sus gemidos cubriéndole la boca con el
pañuelo. Sólo lo lograba en los momentos en que el niño se ahogaba, tosía y
juntaba fuerzas para volver a llorar. Estuvimos esperando a los alemanes un
rato, unas horas, todo un día. Los estruendos de las bombas, el sonido de los
carros de asalto y el clamor de las tropas que ingresaban al ghetto habían logrado
silenciar el llanto del niño durante todo el día. Pero los ruidos se acallaron
por la noche y, en el silencio del ghetto era imposible no escuchar semejantes
gritos. Contuve la respiración durante un rato, creyendo que con mi esfuerzo el
niño dejaría de llorar. En la penumbra pude ver que el padre del niño buscaba
algo en sus ropas gastadas. Extendió la palma de su mano hacia Jacob,
enseñándole un pequeño sobre de color blanco. “Es cianuro, déselo al niño antes
de que os delate. Yo no puedo, soy el padre”, dijo. Jacob miró al padre del
niño directo a los ojos: en los suyos no había odio ni tristeza ni
desesperación, sólo enojo. “Hágalo usted”, dijo. En el silencio que siguió
quedó plasmada la vergüenza de todos: ¿acaso valía la pena matar a un niño para
salvar diez vidas? Al fin, el padre del niño guardó el cianuro para otro
momento. El niño aún lloraba, pero nuestra desazón nos hizo olvidar el llanto y
poco a poco dejé de prestarle atención.
Al día siguiente el niño dormía sereno en brazos de su madre. Con la
boca reseca por el hambre y la sed, ese, el séptimo día, comencé a desesperarme.
Quería salir, ver qué pasaba allá afuera: quizá todo había terminado, quizá los
Aliados habían bombardeado las posiciones alemanas y ahora los de la
resistencia estarían liberando a todos los judíos… “Lo más probable es que los
hayan matado a todos”, dijo Edek. De todas formas, ¿cómo podíamos saberlo
escondidos allí, bajo las calles donde se producía el levantamiento del ghetto
de Varsovia? Justo cuando iba a salir, unos disparos que sonaron frente a la
fábrica me hicieron cambiar de opinión.
El noveno día sentimos unos pasos junto a la escalera. Era temprano,
quizá poco después del amanecer. Alguien retiró las maderas que encubrían la
entrada al escondite, y a continuación apareció un hombre. No era alemán, sino uno
de los treinta judíos elegidos por Shultz. “Me manda Konarski”, dijo. Esta vez,
los dos elegidos para salir éramos Edek y yo. Mientras me incorporaba y le
deseaba suerte al resto, Edek se despidió de sus hermanos con la promesa de
esperarlos afuera.
Al salir del sótano, lo primero que hice fue hinchar mis pulmones con
aire limpio. Con una mano me protegí los ojos: después de pasar nueve días a
oscuras, la claridad que se filtraba a través de las ventanas me hería la
vista. Seguimos al hombre de Konarski hasta la fábrica: salvo por cuatro
enormes cajones de madera, el salón principal estaba vacío. Ya habían
empaquetado las máquinas, las herramientas y las telas, y ahora las estaban
cargando en un camión para sacarlas fuera del ghetto.
Los hombres de Konarski nos escondieron detrás de un armario y nos
dijeron que esperásemos ahí, que alguien nos vendría a buscar cuando llegara el
momento indicado. Pero no vinieron, ni ellos ni nadie. Acurrucados detrás de
unas estanterías enclenques, que apenas si podían ocultar nuestros cuerpos,
contamos las horas como cuentas de una soga tensa que estaba a punto de romperse.
Se hizo de noche: por los cristales de las ventanas comenzó a entrar la luz de
la luna, que transfiguraba las motas del polvo que había levantado el trajín de
la mudanza.
Prefería enfrentarme a las balas alemanas antes que seguir
escondida. Ya vería si terminaba reuniéndome con mamá en la tierra de los
muertos o con Edwarda en la calle de los vivos. “Saldré: que me atrapen, que me
maten… me da igual”, dije y Edek no pudo detenerme. Al avanzar podía sentirlo
caminar detrás de mí, susurrando reproches y amenazas. Nos acercamos a una
ventana. Afuera continuaba el ir y venir de los treinta judíos encargados del trabajo.
En el rumor de voces, Edek reconoció la de Shultz, que llamaba a Konarski a los
gritos. Alcanzamos la puerta con temeridad, y desde allí Edek comenzó a llamar:
“Olek, Olek”. Oímos pasos. La voz de Konarski llegó antes que su cuerpo
maltratado: “Edek, me había olvidado de vosotros”, dijo, pasándose un pañuelo
sucio por el rostro. Sus ojos ya no mostraban la misma vivacidad de antes.
Habló rápido, como si todos los tiempos estuvieran a punto de acabarse: el
ghetto estaba fuera de control, los judíos atacaban a los alemanes, había
trincheras de la resistencia y francotiradores nazis apostados en los tejados
de toda la ciudad. “Nos quieren matar como perros, pero algunos judíos están
armados y ya han matado a una decena de alemanes. Rápido, están por salir las
últimas dos cajas.” No pude contener la pregunta: “¿Y los demás?” Konarski
suspiró: la salvación de decenas de judíos estaba en sus manos cansadas.
Lo seguimos hasta las últimas dos cajas que saldrían del ghetto. Abrió
una de un metro de ancho por dos metros de largo y quitó algunas piezas de las
maquinas para hacernos lugar. Nos metimos con esfuerzo, en posiciones
invertidas, mis pies rodeando la cabeza de Edek y los suyos a un lado y otro de
la mía, los dos apresados entre las planchas de acero y los engranajes
cubiertos de grasa. “Mis hermanos están en el sótano y el otro en el ático,
tiene que salvarlos”, dijo Edek. Konarski hizo un movimiento de cabeza que bien
podía significar una disculpa como una afirmación. Al ver que Edek esperaba
otra respuesta, dijo que intentaría sacarlos por las alcantarillas. Antes de que
volviera a cerrar la caja, Konarski dijo: “Quedaos callados, cuando lleguéis al
depósito no hagáis nada: mandaré a dos hombres de confianza para que os saquen
de allí”. Sin tiempo para despedidas,
comenzó a sellarla con largos clavos de acero.
Oímos pasos de botas y dos voces que se burlaban de Konarski en un imperfecto
alemán. Debían ser soldados letones. Uno le gritó al otro que le pasara la
botella de vodka. Después de beber, alzaron la caja de golpe, y durante unos
metros zarandearon la caja por el aire hasta que la soltaron sobre lo que debía
ser el camión. Con el golpe, sentí que algo me lastimaba el tobillo.
Al salir, noté que el aire frío de la calle cargado de un fuerte
olor a quemado. Se oían disparos lejanos, ahora los enfrentamientos se estaban
dando lejos de la fábrica. Cerca del camión en el que estábamos, un coro de
voces quebradas entonaba canciones militares alemanas. Los soldados gritaban y
reían animados por el alcohol, mientras el traqueteo del camión sacudía la
caja.
De pronto, una voz dio la orden encender las antorchas. Pude sentir el
calor del fuego rodeando nuestro camino. Las posiciones que ocupábamos en la
caja no me permitían verle el rostro, pero notaba cómo Edek se estremecía,
sollozando de impotencia y dolor al saber que las llamas sorprenderían a Hilary
y Jacob dentro del sótano. Me hubiera gustado poder abrazarlo, besarlo, susurrarle
al oído que íbamos a salvarnos todos…, pero la caja era demasiado estrecha y a
mí ya no me quedaban motivos para esperar nada bueno.
Anduvimos cerca de veinte minutos; de a ratos nos llegaba el canto
de las tropas que regresaban del ghetto en busca de descanso. Tras el rechinar
de unas puertas, el camión se detuvo por completo. Los pasos de las botas se acercaron
y bajaron la caja al suelo. El camión se marchó y nos quedamos en medio de un silencio;
dentro de la caja no teníamos forma de saber dónde ni con quién estábamos.
Pasó un rato, diez minutos o tres horas; desde la mañana del 19
hasta aquel 28 de abril el tiempo había tomado un ritmo a su vez frenético y
desganado: la espera prolongaba los minutos y las horas pasaban fugaces con los
giros de las circunstancias. A lo lejos, las explosiones que se producían en el
ghetto se confundían en un rumor impreciso que no decía nada.
Con las manos, Edek recorría las juntas de la caja en busca de un
clavo flojo que pudiera ser quitado por dentro. Agotada por la espera y la
desesperación, me esforcé por mantener los ojos abiertos hasta que me fui
rindiendo al cansancio.
Me despertó el ruido de la puerta. Como un acto reflejo, intenté
incorporarme y me golpeé la cabeza contra la caja. Ni siquiera recordaba que
estábamos ahí encerrados. En alguna parte, a nuestro alrededor, alguien preguntó:
“Edek, Mira… ¿dónde estáis?”. Al reconocer la voz de Holson, un antiguo vecino
de Edek, los dos empezamos a gritar. De pronto la caja comenzó a sacudirse.
Cuando le quitaron la tapa, descubrimos dos rostros colorados mirándonos
directo a los ojos. Más arriba, un techo altísimo sugería que estábamos en un depósito
enorme. Los dos hombres nos ayudaron a salir y luego se encargaron de volver a
cerrar la caja. Holson dijo que los dos polacos nos sacarían de allí. A nuestro
alrededor, cientos de cajas contenían las distintas partes de la fábrica. No
había soldados, ni agua que me calmara la sed que venía sufriendo desde hacía
días.
Al ver a Edek, noté que aún tenía los ojos rojos de tanto llorar. Nos
abrazamos con fuerza, como si no nos hubiéramos visto durante años. El polaco
que habló era gordo y alto, muy alto: “Os tenemos que sacar de aquí antes de
que regresen los soldados. ¿Tenéis donde ir?” Edek y yo nos miramos y
pronunciamos el nombre de Pietruszka casi al mismo tiempo. “Si quieren vivir, quitaos
eso”, dijo el más pequeño de los dos, señalando el lazo con la estrella de
David que llevábamos puesto en el brazo.
En la puerta del depósito se nos echaron encima una decena de
polacos pobres y hambrientos que gritaban: “Judíos, por aquí” y nos tiraban de
las ropas. Me aferré a Edek, asustada, mientras los dos polacos enviados por
Konarski los empujaban y los amenazaban con los puños. Cuando nos alejamos por
la calle Elektralna, le pregunté al hombre más bajo qué querían los polacos que
habíamos visto antes. “Dinero”, respondió, “esperan a los judíos que se escapan
para denunciarlos a los alemanes a cambio de comida, o los matan y les roban lo
que aún tienen”. El gordo parecía muy
atento y sensible a nuestros gestos, y al ver que Edek no podía disimular su
furia dijo que nos acompañarían sólo mientras nosotros lo creyéramos necesario.
El miedo a ser descubiertos nos obligaba a caminar con la vista en el
piso. Ante cada ruido, el corazón me latía tan fuerte que parecía a punto de
estallar. Bastaba que nos cruzásemos con un soldado para que se me cubriera el
cuerpo de sudor. Me temblaban las manos, y mis piernas, entumecidas por el
encierro de la caja y el sótano, se negaban a responderme. Cuando me detenía a
tomar aire y alzaba la vista, el mundo me provocaba una furiosa tristeza. La
parte aria de la ciudad funcionaba como si el ghetto, el hambre, las matanzas, nada
de lo que habíamos sufrido hubiera ocurrido en Varsovia: allí las tiendas seguían
vendiendo embutidos, quesos y licores; los niños no jugaban con cadáveres sino
con pelotas; y las chicas de mi edad caminaban tomadas del brazo ante la mirada
de los soldados que patrullaban el barrio. Toda aquella felicidad me resultaba
ajena, cruel y sinsentido.
Minutos más tarde alcanzamos el edificio de la calle Orla donde
vivía y trabajaba Pietruszka. Los polacos se dispusieron a partir. Les
estrechamos las manos con agradecimiento, y el gordo se quitó la gorra con respeto.
Antes de que se marcharan, Edek les perguntó si Konarski les había dicho algo
referido a sus hermanos. “No sabemos nada”, dijo el más bajo mientras el gordo,
tal vez avergonzado, bajaba la vista hacia sus zapatos. Edek les dio algo de
dinero y les pidió que cuando sacaran a Mietek y Jacob los llevaran hasta lo de
Pietruszka, donde él los estaría esperando.
Pietruszka vivía en la portería, ubicada en la planta baja del
edificio. El rechinar de las maderas del suelo me daba escalofríos, estábamos
tan cerca de salvarnos que me parecía imposible. Golpeamos la puerta de
Pietruszka, y durante los pocos segundos que tardó en abrirse pensé que el
polaco no estaba, que lo habían matado y que ya no teníamos adonde ir. Sin
embargo allí estaba Pietruszka, sorprendido porque hubiéramos logrado escapar.
Entramos y nos dejamos caer en el sillón de la sala. “Agua”, dije.
Bebí más de un litro. Necesitaba descansar, cerrar los ojos, poner la mente en
blanco y dormir durante varios días. Al quitarme los zapatos descubrí que la
media estaba manchada con sangre. La herida no era profunda, pero me ardía
bastante.
Pasamos el día dormitando en la sala, sin hablar, esperando en
silencio que llegaran los hermanos de Edek. Pero cayó la noche y ellos no
aparecieron.
La mujer de Pietruszka preparó la cena, no era mucho, pero
compartieron su comida con nosotros. Animada por la tibieza de aquel guiso
escuálido, les pedí que me contaran algo de Teo. La mujer se sentía orgullosa
de haber convencido a la señora Stempke de que lo escondiera. “El niño crece
sano, es inteligente y sabe callarse cuando es necesario”, dijo. En todo ese
tiempo no había hablado de sus padres verdaderos y vivía como un integrante más
de la familia cristiana que lo estaba cuidando. Edek permanecía en silencio, la
vista fija en la puerta y el gesto triste de la derrota.
Al día siguiente Pietruszca nos despertó a los gritos. Estaban
buscando a los sobrevivientes por todo el barrio ario. Teníamos que mudarnos ya
mismo al escondite donde estaban Edwarda y Boris, en el que también había sitio
para nosotros… Pero Edek no estaba dispuesto a dejar a sus hermanos; si lo que
habían dicho los dos polacos era cierto, Hilary y Jacob ellos no tardarían en
llegar. “Lo dudo”, dijo Pietruszka con cara de resignación, “los alemanes
avanzan pero los judíos siguen combatiendo, ahora están atrincherados en la
calle Mila. No quedará un solo edificio en pie.” Edek insistía en que Konarski
iba a salvar a sus hermanos. Pietruszka sacudió la cabeza: “Anoche, antes de
destruir el ghetto, la GESTAPO
encerró en una sala a los treinta judíos que desmantelaron la fábrica y los molieron
a palos. Konarski está muerto.”
Al oír la noticia los dos dejamos de hablar. Como cientos de judíos,
nosotros le debíamos la vida a Konarski. Su mujer había escapado del ghetto y
lo esperaba en otro escondite, pero nunca lo vería llegar.
Edek siempre había sido un hombre decidido, y nada de lo que dijeran
podía cambiarlo de parecer. Si sus hermanos se habían salvado, él estaría ahí
para verlos llegar. Después de meditarlo, Pietruszka tomó una decisión: me
llevaría con Edwarda en ese mismo momento y Edek se quedaría un día más hasta
que llegaran sus hermanos. Aunque en lo de Jarosz sólo había sitio para Edwarda, Boris, Edek y
yo, Pietruszka podía conseguirles sitio a Mietek y Jacob en casa de un tal Ptaszynski.
Agradecidos, aceptamos su plan sin poner ninguna
objeción. Confiábamos en él, después de todo si hubiera querido entregarnos ya
no lo habría hecho antes. Pietruszka estaba apurado, debíamos llegar a lo de
Jarosz antes del toque de queda. Con un esfuerzo del que ya no creía capaz,
logré incorporarme y sostenerme sobre mis piernas.
Edek me abrazó y nos besamos, en su boca tibia encontré
el aliento que necesitaba para seguir escapando. Pietruszka ya había abierto la
puerta de su casa y me miraba con impaciencia, pero con la comprensión
suficiente como para permitirme una nueva despedida.
Detrás de su máscara de entereza, podía ver que
Edek sufría. Lo tomé por los hombros y, con un convencimiento que me sorprendió
hasta a mí misma, le dije: “Nos salvaremos. Tú no hagas ninguna estupidez, que
salvaremos”. Confundido, él me acarició la mejilla por última vez y yo me lancé
a las calles de Varsovia"
El ghetto de las ocho puertas. Ed. Sudamericana, 2009.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario