Nos escribe el amigo Leandro Frapiccini, un lector de Puerto Madryn que terminó de leer Hanka 753 poco antes de viajar a Polonia para conocer Auschwitz. De regreso, nos envía esta foto que sacó especialmente para recordar la lectura de la novela y mostraron el Bloque 5, el lugar donde Hanka y sus hermanas pasaron su estadía en ese campo de exterminio. "Un lugar que seguro vos conocés", nos dice Leandro. Nunca fui a Polonia, pero no importa: vi Polonia a través de los ojos de Hanka, Nusia y Mira. ¿Qué más se puede pedir?
Debajo, un fragmento de HANKA 753. La llegada a Auschwitz.
"Condujeron
a los sobrevivientes del ghetto de Lodz a fuerza de golpes y amenazas a través
de un sendero de tierra, en dirección al portón por el que se ingresaba al inmenso
campo. Hanka caminaba en silencio, arrastrando los pies, rodeada por Hela y
Raquel. Al atravesar el portón, miró hacia arriba: “El trabajo los hará
libres”, decía un cartel forjado con letras de hierro.
Alcanzaron
la puerta de un barracón, donde había varias mesas con oficiales hombres
sentados ante unos cuadernos de hojas largas donde fueron inscribiendo el
nombre de las recién llegadas. Cada vez que una mujer se acercaba, la obligaban
a desnudarse y, luego de preguntarle el nombre y el origen, le otorgaban un
número de varias cifras. Hanka vio cómo dos alemanas le quitaban la ropa a Raquel
y la increpaban a los gritos. El cuerpo blanquísimo por los años de encierro, y
el rostro, el cuello y los brazos negros de carbón. Avergonzada, Raquel demoraba
sus movimientos. Al recibir un golpe en las costillas comenzó a apurarse.
Cuando terminó, se volvió y pudo ver que lloraba. Siguieron pasando otras
mujeres. Y entonces llegó su turno. Lentamente, caminó hasta la mesa, dijo su
nombre. El hombre la contempló con una media sonrisa, y dijo un largo número
del cual ella sólo puedo retener las últimas tres cifras:
- 753.
Ya
no era Hanka Dziubas. Hasta eso le habían quitado. Ahora era 753, apenas un
número en aquel engranaje de odio y destrucción. Pensaba en ese número cuando
dos alemanas comenzaron a quitarle la ropa. Su primera reacción fue resistirse,
pero al recibir el primer golpe no pudo hacer otra cosa más que obedecer.
Pronto, la vergüenza superó al miedo. Mientras la desvestían, ella intentaba
cubrirse sus partes íntimas con las manos para que el oficial de las SS no
viera su desnudez.
La
condujeron junto a las demás mujeres desnudas y allí tuvo que esperar que el
grupo entero se registrara, se desnudara y obtuviera su número de
identificación. Junto a la mesa del SS se había formado una montaña de ropa
sucia. ¿Y ahora? Con la mirada buscó a sus hermanas. Estaban petrificadas, tan
sorprendidas y asustadas que no le dedicaron ni una sola palabra de esperanza.
Sólo silencio.
Las
obligaron a caminar hasta otro lugar donde tuvieron que formar una fila. Una a
una, las mujeres fueron presentándose ante una alemana corpulenta que sostenía
una máquina extraña que Hanka nunca había visto.
-
¿Qué nos van a hacer? –
preguntó.
Pronto
tuvo su respuesta. La alemana sujetó la cabeza de la primera mujer de la fila y
comenzó a cortarle el cabello hasta dejarle la cabeza completamente rasurada. Llegó
su turno, y debió caminar sobre una alfombra de cabellos mutilados. Se dejó
tomar la cabeza con violencia, y poco a poco vio cómo aquellas trenzas que
Mordejai acariciaba iban cayendo al suelo, como el traje de aquella niña que
Hanka ya no volvería a ser. Cuando la alemana terminó, 753 fue a reunirse con
sus hermanas y el resto de las mujeres de rostros negros y cabezas rasuradas. No
pudo evitar llevarse una mano a la nuca y acariciar esa piel áspera que ahora
le cubría la cabeza. Enflaquecidas, calvas, derrotadas, todas miraban el suelo.
¿Qué más podía ocurrirles?
Mientras
la última mujer de la fila perdía sus cabellos rubios, las alemanas eligieron
algunas prendas estrechas de entre la montaña de ropa y señalaron a tres chicas
que a pesar de las carencias del ghetto aún se mostraban obesas. Riendo, las
alemanas las obligaron a vestirse con esas ropas demasiado pequeñas para sus
cuerpos exuberantes, que dejaban sus partes íntimas a la intemperie. Una de las
alemanas empezó a aplaudir y las demás obligaron a las tres chicas a que
bailaran para ellas. Las tres lloraban, pero obedecían. Bailaban y lloraban
mientras Hanka y las demás se desmoronaban y comprendían que habían llegado a
un lugar mucho más peligroso que el ghetto.
Las
alemanas se aburrieron o recordaron que estaban allí para otra cosa, y entonces
condujeron a todo el grupo a un barracón vacío. Durante unos segundos, Hanka y
las demás esperaron que las asesinaran. Pero de pronto, desde los caños que
atravesaban el techo, comenzó a caer una lluvia de agua helada. Hanka temblaba.
Con las manos intentaba lavarse el rostro, las manos, la cabeza áspera, viendo
cómo un río ennegrecido por el carbón comenzaba a escurrirse por el suelo.
Al
fin, las duchas se apagaron y otro grito las obligó a salir al sol del campo.
Allí, otras mujeres que no llevaban ropas alemanas les fueron entregando ropa
al azar. Apenas unos vestidos de tela fina, sin ropa interior ni calzado. Hanka
se apuró en vestirse. La sensación de no tener ropa interior la hacía sentirse
desnuda, expuesta ante un peligro y una humillación mucho más peligrosa que los
fusiles nazis.
Las
dividieron según habían viajado en los vagones y recibieron la orden de
avanzar. La noche comenzaba a caer. Descalza y hambrienta, caminaba junto a
Hela y Raquel hacia un grupo de barracones, cada uno separado del otro con
alambrados electrificados que rodeaban el perímetro del barracón y dejaban diez
metros cuadrados vacíos, con tierra reseca.
-
Entren.
Todas
las mujeres se lanzaron deprisa hacia el interior mientras Hanka leía el cartel
que estaba sujeto sobre la puerta: BLOQUE 5. En un momento vio que sus hermanas
entraban, y las siguió. Dentro, todas las literas de dos y tres pisos que
rodeaban las paredes ya estaban ocupadas por otras mujeres. El resto se habían
acostado sobre los mosaicos del suelo, sin esperar nada. Agotadas por el viaje
y las vejaciones del día, todas guardaban silencio y se disponían a dormir o,
al menos, descansar el cuerpo. Buscó un sitio junto a Raquel y Hela, que
seguían sin hablar. Ella tampoco tenía ganas de decir nada. Acostada en el piso
helado, apenas sintiendo el contacto de sus hermanas y la presión de los otros
cuerpos que la rodeaban, podía oír quejidos, suspiros, murmullos lastimeros que
no decían nada.
En
el aire, entre los olores fétidos de aquellas mujeres que llevaban horas
enteras sin poder ir a un baño, creyó sentir el dulce perfume de la carne
asada. Sintió hambre, se le llenó la boca de saliva y su vientre emitió un
quejido. Llorando, buscó la mano de Hela y se aferró a ella con todas sus
fuerzas, como si ese mínimo contacto bastara para quitarle el miedo.
Habían
llegado al infierno de Auschwitz."
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