Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

martes, 8 de mayo de 2018

El final de la guerra según Mira, Nusia y Giuseppina.

Se cumplen 73 años del final de la Segunda Guerra Mundial. Desde acá, recordamos cómo ese final encontró a tres de mis cuatro mujeres literarias. Mira en los campos de Polonia, Nusia en Austria y Giuseppina en Sicilia.




El final de la guerra según Mira, en El ghetto de las ocho puertas:

"Durante los primeros días de enero oímos nuevos bombardeos sobre los territorios aledaños. Una tarde, el soldado que había descubierto a Edek se nos acercó para hablarnos en privado. En su voz no había signos de preocupación, sólo de cansancio: “Buenas noticias: los rusos llegarán en cualquier momento”, dijo y volvió a alejarse. Más tarde el rumor empezó a correr entre los polacos, desesperados por ese temor acérrimo a los rusos que venían heredando de generación en generación.

El 16 de enero nos despertamos al alba por el ruido de unos camiones. A través de las ventanas vimos el ajetreo de los alemanes, que estaban desmontando todo con prisa. Nos ordenaron salir y recoger el material que pudiera ser reutilizado. Una de las mujeres, feliz, trajo la peor noticia que Edek y yo podíamos esperar: “Nos llevarán a todos a Alemania”. Otra vez la muerte nos esperaba en los camiones. “Debemos escapar”, dijo Edek, y su frase me resultó una burla en la situación en la que estábamos: rodeados de alemanes asustados, prestos a disparar el fusil ante el mínimo movimiento. Por la noche, cuando el convoy se preparaba a salir amparado en la oscuridad, oímos un zumbido cruzando el cielo del campo. La primera bomba cayó sobre un camión cargado de municiones, provocando una espiral de fuego y humo que durante unos segundos iluminó la cola de un bombardero que pasaba en vuelo rasante. Desesperada, me tendí en el suelo con la vista puesta en los destellos de las metrallas. Los alemanes corrían sin prestar atención al comandante que, herido en un brazo, los insultaba y los instaba a repeler el ataque.
En medio de los estruendos, sentí la voz de Edek pronunciar mi nombre en algún indeterminado lugar del campo. Intenté incorporarme, pero mi cuerpo no me respondió. Al fin, las manos firmes de Edek me alzaron del suelo y me sujetaron el rostro para reprimir mis gritos desesperados: “Cálmate”, me ordenó con dientes apretados.
Corrimos en cualquier dirección, nos escabullimos dentro de un bosque, saltamos una cerca y volvimos a correr. A lo lejos, el resplandor de las llamas marcaba la distancia que habíamos recorrido. Cuando todo se volvió oscuro y el silencio acalló los ruidos del bombardeo, alcanzamos una pequeña casa de campo. Llamamos a la puerta a los gritos, diciendo que éramos polacos de Varsovia. Nos recibió un hombre de la edad de Edek, que vivía en la casa junto a su madre anciana. Bebimos agua, una enorme cantidad de agua que no logró aplacarnos la sed. Después nos recostamos sobre la paja del establo, temblando del miedo y la excitación que nos había producido ese, quizá nuestro último escape.
El día siguiente el campo amaneció blanco y apacible, como si la batalla de la noche anterior sólo hubiera sido un mal sueño. El polaco y su madre estaban afuera a pesar del frío y de la nieve. A lo lejos, por sobre la espesura de un pequeño bosque de castaños, se elevaba una columna de humo negro. “Allá”, dijo el polaco señalando el horizonte opuesto, donde una mancha de color pardo avanzaba en medio del camino nevado. Poco a poco la mancha fue ganando nitidez, hasta que tomó la forma de un soldado alemán que corría dando tumbos por la nieve, escapando de un peligro invisible que lo acechaba a sus espaldas. Al llegar a la casa comenzó a pedir agua a los gritos. Tenía el rostro resquebrajado por el frío, y los labios cubiertos por una costra sanguinolenta que le impedía hablar con claridad. La madre del polaco le entregó un cubo con agua y el alemán la bebió con tal avidez que terminó atragantándose. Cuando se alejó corriendo, Edek, yo, el polaco y su madre lo vimos desaparecer en el bosque. Entonces la anciana, con una voz apacible, dijo: “Hitler se marcha, pero ya nos ha hecho el favor de acabar con los judíos”.
Al fin, la noche del 18 de enero de 1945 sentimos el rumor de unos motores y el paso inconfundible de las botas militares pisando la nieve blanda del camino. Con Edek nos abrazamos un poco más todavía. Unos pasos se acercaron al establo donde estábamos escondidos. Llamaron a la puerta. Nos incorporamos, cansados de escondernos, y nos dispusimos a enfrentar nuestro destino.
Edek abrió la puerta y el resplandor de la nieve nos cegó por completo: recortada sobre la blancura, en medio de la noche, apareció la silueta de un soldado. “¿Tenéis vodka?”, preguntó. “No”, dije. El precio de nuestra libertad era ridículo, y sin embargo no teníamos dinero para pagarlo. El ruso se alejó insultándonos. Salimos tras él y nos encontramos al Ejército Rojo, que avanzaba por el camino en dirección a Radom. Todo había terminado. “Nos hemos salvado, nos hemos salvado, nos hemos salvado”, le dije a Edek gritando, mientras besaba las fotos de mis padres, una y mil veces, y volví a repetirlo hasta que las lágrimas me impidieron continuar."


 El final de la guerra según Nusia y Slawka, en La niña y su doble:

"A principios de mayo, la radio anunció la caída de Berlín. Hitler estaba muerto. Los rusos habían izado la bandera roja en la puerta de Brandemburgo, mostrándole a todo el mundo que el comunismo había vencido a los fascistas. Finalmente, los camaradas lo habían logrado.

En Altheim todos salieron a la calle. No tenían nada que festejar. Tan sólo querían ver llegar a los americanos y saber que todo había terminado. Durante una semana contemplaron el cielo, los caminos y el horizonte, que seguían tan hermosos y desiertos como siempre.
-        ¿Y si se olvidan de entrar a este pueblo? – preguntó Slawka.
-        No se olvidarán.  
Ígor no se equivocaba.
El ocho de mayo todos en Altheim despertaron con los gritos que se oían en la calle. Rápidamente, Slawka, Claudia y los demás se cambiaron de ropa y se unieron a la gente que esperaba en la calle a los nuevos amos del mundo. Desde el sur, todos podían ver a un grupo de soldados vestidos de verde que avanzaban hacia el pueblo. Llevaban sus armas en alto, y varias banderas americanas que flameaban en el cielo, colgadas en el cañón de un tanque, en la antena de un vehículo sin techo y mástiles improvisados. A la distancia, los pobladores de Altheim no podían ver los rostros de los americanos, sus facciones, pero eso les importaba poco y nada.
-        Espero que traigan cigarrillos – dijo un hombre, junto a Slawka.
-        Y chocolates – dijo el niño que estaba junto a él.
Claudia miraba todo en silencio. Ígor y Slawka tampoco hablaban. Iván, a los gritos, repetía las palabras en inglés que había aprendido en los últimos días.
Poco a poco, los soldados americanos fueron tomando forma a medida que se acercaban. El batallón tomó una curva del camino, y todos desaparecieron detrás de un edificio. Pronto, el rugido de los motores de sus vehículos comenzó a oírse en las calles de Altheim.
Al fin, los soldados tomaron la calle principal del pueblo y comenzaron a avanzar, rodeados por vieneses y ucranianos que los observaban asombrados, confundidos, derrotados.
-        ¿Son monos? – preguntó un niño.
-        No, tienen el rostro pintado para camuflarse – dijo otro.
Luego de unos minutos que les permitieron salir de su asombro, todos en Altheim se lanzaron sobre los americanos rogando cigarrillos, comida y dinero a cambio de trabajo. Los americanos, un batallón de hombres de color, los observaban con desconfianza. ¿Dónde estaba la maquinaria de guerra alemana? ¿Y el orgullo ario? No habían necesitado disparar ni una sola bala para conquistar el pueblo.  
-        Derrotados por una manada de monos – dijo Claudia entre dientes.
Slawka no le prestó atención.
Si hubiera sido por ella, se hubiese lanzado a los brazos de los americanos. Quería estrechar sus manos, darles las gracias, gritar que la guerra había terminado. Alemania había caído, al fin. Y ella había cumplido la promesa que le había hecho a su padre hacía ya cuatro años, cuando partió de Lwow: había mentido, había escapado, había rezado, había callado, había fingido.
Había logrado sobrevivir.
-        ¿Y ahora? – preguntó Ígor.
Pero Slawka no supo qué responderle."






El final de la guerra según Giuseppina, en Su rostro en el tiempo.


"La partida de los soldados provocó una reacción contradictoria entre los refugiados. La mayoría festejaba que se fueran las tropas del Duce y de Hitler, aunque todos desconfiaban cómo sería la nueva invasión. Como la mayoría tenía familia en América, deseaban que los invasores fueran americanos y no esos ingleses que tenían fama de ser salvajes piratas con sed de venganza. Lo cierto era que todos ansiaban el final de aquella guerra, y por eso pasaron los días siguientes mirando los caminos, esperando descubrir las banderas de los nuevos invasores adentrándose en la isla.

Así lo habían hecho siempre.
Generación tras generación.
Pero no vieron nada, ni ese día ni el siguiente: apenas grupos perdidos de soldados italianos corriendo hacia las montañas, donde los partisanos los esperaban para asesinarlos o tomarlos prisioneros. 
Al fin, una noche julio de 1943, todos los refugiados despertaron por un rugido ensordecedor. Cuando alzaron la vista descubrieron que no era uno, sino una decena de aviones los que cruzaban el cielo de la isla. Los niños se aferraron a las ropas de Giuseppina; Peppino y Giulio temblaban, Francesca se había orinado las ropas y se cubría la cabeza con un canasto de mimbre con la esperanza de que eso la protegiera de las bombas. Marianinna, que para entonces ya tenía trece años, temblaba en un rincón:
-     Dicen que violan a las mujeres, Pina.
Giuseppina le pidió que se acercara. Mientras su hermana se echaba a su lado, le dijo:
-     Tranquila, no voy a dejar que te lastimen.
Marianno y los mellizos estaban afuera; el primero con el rifle colgado al hombro, los niños con un revólver y un sable alemán que habían encontrado entre los pastizales. Pronto, en las montañas otros niños y otras mujeres comenzaron a gritar.
Todos alzaban las manos al cielo, rogando
-     Santa Madonna
que los aviones se alejaran,
-     Santa Madonna
que las bombas no cayeran sobre ellos,
-     Santa Madonna
que la muerte no se ensañara aún más con la isla.
Y así fue que las bombas no explotaron, ni siquiera las vieron caer, y los aviones se alejaron por donde habían venido. Hubo un silencio en el que Giuseppina pensó en Vito.
Entonces alguien gritó:
-     Paracaidistas.
Todos miraron hacia arriba: pendidos de blancas burbujas que flotaban sobre la noche, cientos de paracaidistas caían lentamente sobre el campo. Aterrizaban con un ruido seco, desperdigados por el monte, los viñedos y los caminos. Al caer se despojaban del equipo con velocidad y empuñaban sus metrallas para ocupar posiciones que les permitieran dominar el terreno. Atemorizados, le apuntaban a todo lo que se movía.
De pronto, los sicilianos comenzaron a salir de sus escondites gritando:
­   Americanos, americanos…
Quizá los americanos esperaban ser atacados por las tropas italianas; quizá temieran el recelo de aquel pueblo atrasado y hambriento… Tal vez por eso gritaban palabras incomprensibles para los sicilianos, les enseñaban sus armas con gesto amenazante y luego blasfemaban, desconcertados por aquellos ancianos, mujeres y niños que, en lugar de atacarlos, se acercaban sonriendo para abrazarlos, besarlos y darles la bienvenida
-        Santa Madonna
felices porque después de tantos siglos, después de generaciones enteras, los ángeles de la Madonna volvían a descender a la tierra y los enemigos de la isla otra vez huían lejos, hacia el mar."

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