Allí fue donde vivió Nusia hasta que se convirtió en Slawka.
"Subida a una
silla, Nusia observaba la calle a través de las ventanas esperando la llegada
de Ruzyczka. El día anterior, la institutriz le había prometido que irían de
paseo al parque. Pero la muchacha no llegaba, y Nusia estaba tan impaciente
como podía estarlo una niña de cinco años que esperaba salir de su casa para
jugar en el parque. Fridzia, su hermana mayor, estaba en la escuela; Hanna, su
abuela paterna, que vivía con ellos, se había marchado a casa de su hija. Y Nusia
estaba aburrida.
El repiqueteo de
las máquinas de coser le llegaba desde el pequeño taller que sus padres habían
montado en una de las habitaciones del enorme departamento en el que vivían.
Las costureras no dejaban de trabajar en ningún momento. Nusia bajó de la silla
y se dirigió al taller. La puerta estaba entreabierta. Con sigilo, se asomó
para ver si su padre estaba en la casa. En cambio, se encontró con su madre,
que conversaba con una de las empleadas sobre los botones que debía cocer en el
saco que estaba terminando.
Se alejó
rápidamente. Tenía prohibido entrar allí en horas de trabajo. Sin embargo, a
veces se las ingeniaba para observar a sus padres sin que la descubrieran. Le
gustaba ver a su madre dirigiendo a las empleadas, la seguridad con la que les
hablaba de los diseños y de las costuras, de los cortes y de las telas que
atiborraban aquel cuarto convertido en taller. Pero lo que más le gustaba era
ver a su padre conversando con los clientes que hacían sus pedidos de camisas,
sacos de fumar, togas y finos piyamas. Abogados, jueces, militares y
funcionarios polacos, todos trataban a su padre con respeto y él los seducía con
sus formas educadas, sutiles, de hombre de mundo.
De pronto, Nusia
oyó el sonido de la puerta al abrirse. Se volvió, esperando que fuera la
institutriz, pero en la puerta había dos hombres. Uno de ellos era su padre. Al
verlo, Nusia corrió a sus brazos. Durante unos segundos, Rudolph dudó entre
acompañar a su cliente a la oficina o marcharse con su hija para disfrutar el
sol de aquel día de septiembre. Sin embargo, se limitó a abrazarla, besarle las
mejillas y pedirle que volviera a sus cosas para que él pudiera terminar de
cerrar una nueva venta.
Nusia protestó
en voz baja, sabiendo que mientras el pequeño taller estaba abierto a empleados
y clientes, ella no debía molestar a sus padres. A veces le costaba aceptarlo:
el sólo hecho de estar a tan poca distancia de su padre y no poder jugar con
él, conversar o simplemente abrazarlo, la ponía de mal humor. Pero debía
aceptarlo. Su madre le había explicado que la institutriz, la mucama, la casa,
la comida, los paseos, incluso sus juguetes, todo lo que tenían era gracias a
ese trabajo.
Al fin, su padre
y el cliente se encerraron en la oficina y ella regresó junto a la ventana.
Minutos después, Ruzyczka entró a la casa, tan bien vestida como siempre. Al
verla, la institutriz la señaló con un dedo acusador.
-
Una señorita como tú puede sentarse así. Te lo
he dicho mil veces, Nusia. Junta las rodillas.
-
¿Me llevas al parque?
Su casa estaba
ubicada a pocos metros de la Ópera y del edificio de la Municipalidad, una de
las zonas más exclusivas de aquella ciudad habitada en partes iguales por
polacos, judíos y ucranianos, que a lo largo de los siglos había cambiado de
manos y de nombre. Al principio se había llamado Lev, en honor al hijo del rey
de Daniel de Galitzia, quien la fundó en 1256. Cien años después, los polacos
la conquistaron y le dieron otro nombre. En 1772, la ciudad había sido tomada
por los austríacos, que la llamaron Lemberg y la convirtieron en capital de
Galitzia, una de las provincias más importantes del Imperio Austro-Húngaro. Al
fin, tras la primera guerra mundial y la caída del Imperio, los polacos
volvieron a apoderarse de ella y la rebautizaron con el nombre por el que todos
la llamaban ahora: Lwow.
Pero de esa
historia Nusia sabía poco y nada. Para ella, Lwow era un hervidero de
gente que iba de un lado a otro
conversando en polaco, idish y ucraniano, entrando y saliendo de bellas
iglesias grecorromanas, de imponentes catedrales católicas y de sinagogas de
fachadas austeras. Le gustaba ver gente tan distinta a su alrededor.
Al salir a la
calle, como siempre, corrió hasta el mercado que cada semana los campesinos del
interior montaban en el centro para vender sus animales, sus panes, sus frutas
y verduras a la gente de la ciudad. Durante los pocos minutos que a Ruzyczka le
tomó encontrarla, Nusia se dedicó a observar a aquellos campesinos y a los
judíos ortodoxos con sus trajes, tan extraños y distintos a los que fabricaba
su padre.
Al fin, Ruzyczka
la tomó de la mano y la arrancó del mercado perfumado por el estiércol de los
animales. Juntas, se alejaron por la calle principal. Tenían un par de horas
antes de que Fridzia saliera de la escuela. Compraron unas galletas de miel en
una tienda y se dirigieron al parque.
Ruzyczka era una
muchacha inteligente, de buena familia, como ella. Sabía de libros y de gente
importante. Había cursado la carrera de Filosofía en la Universidad, pero no
podía ejercer como profesora porque la cuota de judíos estaba cubierta. Debía
esperar que alguno se jubilara, se muriera o se marchara para ocupar su lugar,
y mientras tanto desempeñaba trabajos para los que estaba sobre calificada.
Estaban
conversando en el parque cuando, a lo lejos, oyeron unos gritos. De pronto,
Nusia vio un grupo de hombres armados con palos que cruzaban el césped y sintió
que Ruzyczka la rodeaba con los brazos para protegerla. Los hombres comenzaron
a apalear a todos los judíos ortodoxos que encontraron en el parque al tiempo
que, como un coro fúnebre, repetían:
-
Fuera los judíos, las judías con nosotros.
Confundida,
Nusia miraba la escena a la distancia, y hubiera seguido mirando si Ruzyczka no
la hubiese obligado a alejarse del lugar.
Se dirigieron a
la puerta de la escuela de Fridzia, y cuando la vieron salir, Nusia se apuró a
contarle todo lo que había visto. Su hermana se horrorizó con eso que a Nusia
le causaba tanta curiosidad.
Era viernes, y
mientras en Lwow los polacos perseguían a los judíos desprevenidos, otros
judíos se disponían a comenzar el Shabbat. Como todos los viernes, en casa de
los Stier había las velas encendidas que proyectaban sombras extrañas en el
techo. Sentados a la mesa, Nusia, Fridzia y Helena esperaron que Rudoph se
lavara las manos en el cuenco que tenía junto a él, sobre la mesa. Luego, lo
oyeron murmurar una oración y sólo entonces comenzaron a comer. Excepto por la
vajilla, la comida kosher y la mezuzhá enclavada sobre el marco de la puerta,
la casa era muy distinta a la de muchos judíos. Había comenzado el Shabbat,
pero las luces estaban encendidas y, al día siguiente, en lugar de ir a la
sinagoga, sus padres irían al teatro.
Rudolph apenas
si había probado el pescado relleno. Estaba impaciente. De a ratos, se asomaba
a la ventana y regresaba a la mesa.
-
¿Dónde se habrá metido? – preguntó.
-
En casa de tus hermanos. Siempre hace lo mismo,
no sé por qué te preocupas. Tu madre me teme más a mí que a Petliura.
-
¿Quién es Petliura? – preguntó Nusia.
-
Un ucraniano que llevó adelante cientos de
pogromos – respondió su padre.
-
¿Y qué es un pogromo? – insistió Nusia.
-
Algo mucho peor que lo que has visto hoy en el
parque – respondió su madre, con gesto ausente.
Al fin, cuando
se abrió la puerta y Rudolph vio entrar a su madre, se acodó en la mesa con
alivio. La abuela Hanna saludó a todos en voz baja, se excusó por su tardanza y
se dirigió a su cuarto. Cuando regresó, ocupó su lugar en la mesa y comenzó a
comer. Nusia no entendía por qué su abuela se pasaba el día afuera. Tampoco que
no hablara con su madre.
Cenaron en
silencio. Cuando las niñas se fueron a dormir, Rudolfh y Helena se marcharon a
tomar una copa al café Roma. Más tarde irían al cine, con la confianza de que
la ciudad hubiera recuperado su calma habitual.”
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