Alejandro Parisi

Alejandro Parisi

miércoles, 11 de julio de 2018

El parque que fue cárcel, y el Lacho Pardo corriendo por ahí.





"Cuando Domingo Faustino Sarmiento construyó la penitenciaría de la Avenida Las Heras, los porteños pensaron que era demasiado grande para los pocos convictos que había. “Algún día esta cárcel será demasiado pequeña para encerrarlos a todos”, dicen que dijo Sarmiento, y su premonición se cumplió mucho antes de que llegara Frattini.
Ubicada en el centro de la ciudad, demasiado cerca de las zonas donde vivían los ricos y los aristócratas porteños, la Penitenciaría parecía una ciudad secreta en la que sólo vivían los hombres prohibidos. Tan prohibidos que ni siquiera podían ser vistos por los vecinos, que por ley municipal debían tener las persianas de sus ventanas cerradas hasta que cayera la noche.
Si bien los exteriores del penal estaban delimitados por bellos jardines, al cruzar la reja que protegía el perímetro todo era tan gris como en cualquier cárcel. La diferencia, además del tamaño, era que allí los presos con buena conducta podían mantenerse ocupados realizando distintas tareas. En los talleres podían aprender el oficio de herrero, panadero, carpintero, sastre y decenas de ocupaciones que permitían que el tiempo pasara más rápido. Allí, en los tiempos de Perón, los ocho hornos del Penal trabajaban noche y día, cociendo el pan que se repartía en todas las escuelas y hospitales públicos de Buenos Aires. Aquella, dicen, fue una época dorada para los presos de Las Heras.
Al llegar, Frattini fue destinado al Pabellón 1º. En el 5º, le dijeron, estaban los presos más peligrosos del penal. Con el correr de los días, los fue conociendo a todos. Los amigos en común, las historias que uno y otros conocían, los acercaban hasta la confesión.
Así conoció a los hermanos Prieto. Mario y Miguel Prieto. Miguel, el Loco Prieto, como lo llamaban la prensa y sus amigos, era uno de los héroes del penal. Su leyenda decía que siempre iba armado, pero que casi nunca disparaba. Eran tiempos de valientes, y no de asesinos. El Loco Prieto podía entrar a un banco y vaciar la caja fuerte sin hacer un solo disparo. Le bastaba mostrar la culata de su pistola, asomando por la cintura, para que todos le hicieran caso. Su leyenda era tan inmensa que había superado los límites de las cárceles. Los diarios hablaban de él. Los policías hablaban de él. A Frattini le gustaba oírlo hablar, siempre con los ojos en blanco, como si tuviera tatuados en las pupilas cada uno de sus hechos.
-        Si sacás el arma, sólo es para disparar – decía el Loco Prieto.
Y no mentía.
Algunos presos, que lo habían visto en acción, decían que nunca sacaba el arma en los asaltos. Por más que tuviera que detener un camión en medio de la ruta, le bastaba mostrar su rostro, apretar los dientes y correr levemente el saco para dejar ver la pistola. Frattini valoraba esos detalles como ninguno. Escuchando al Loco Prieto recordaba la estupidez de Zamudio y Peralta, caricaturas de ladrones, más pendientes de dañar que de realizar su trabajo.
Dicen que una de las pocas cosas que llevaba a Prieto a sacar el arma era la traición. Para eso no había misericordia. Si un compañero lo vendía o lo estafaba, podía darse por muerto. Entonces no amenazaba, no exigía arrepentimiento, no mediaban las palabras. Directamente, se acercaba al traidor y con crueldad la agujereaba a los tiros. Como un Loco.
Villarino era otro peso pesado que tenía muchas cosas en común con el Loco Prieto. Él tampoco usaba su arma. Lo que le interesaba era robar, hacer su trabajo, obtener un botín y marcharse sin problemas. Un profesional que nunca se dejaba llevar por el mal humor del día ni por la sed de revancha que podría sentir hacia la policía que lo perseguía desde hacía años. Durante su primera estadía en Las Heras, Frattini a Villarino sólo lo vio de lejos. Lo llamaban el Rey del Boleto, porque nunca nadie sabía qué parte era verdad y qué parte mentira de todo lo que contaba. Pero lo contaba tan bien, que nadie podía resistirse a sus historias.
Otro de los personajes de Las Heras era el Mono Paz. Nunca nadie tuvo un sobrenombre tan acertado como él. Morocho, con la cabeza repleta de pelos negros, cejas espesas, ojos lascivos y una dentadura maltratada, parecía un primate. 


Además de historias de robos y asesinatos, a veces los presos contaban historias de regeneraciones fallidas. Muchos habían intentado cambiar de trabajo, dejar las armas, ser como los demás. El aburrimiento, el aislamiento, el silencio, pero sobretodo la soledad del encierro los enfrentaba con sus miserias, con las ausencias que habían acompañado sus años criminales. Algunos incluso lloraban, y perjuraban que cuando acabaran de cumplir la condena dejarían todo para reinsertarse en la sociedad.
Durante meses leían los diarios buscando anuncios con ofertas de trabajo. Se presentaban en todos, acompañados por su prontuario pero sobretodo por una inexperiencia que no podían ocultar: ninguno sabía hacer otra cosa que robar, y aunque estuvieran dispuestos a aprender cualquier tarea, los empleadores nunca se decidían a contratarlos. Así, empujados al desempleo, volvían a dedicarse a lo único que sabían hacer. Acaban siendo asesinados o, en el mejor de los casos, detenidos y confinados otra vez a prisión.
Por entonces Frattini había aprendido que la regeneración de un delincuente no dependía de su deseo, de su decisión, sino de la respuesta que encontrara en el mundo que lo rodeaba. Un mundo que desconfiaba de ellos y les negaba cualquier posibilidad de rectificación.
Otros, como Frattini, sólo querían recuperar la libertad para poder continuar su carrera criminal. De esos, Frattini y la mayoría se limitaban a soportar la condena en silencio, esperando el día de la liberación. Otros, en cambio, habían sido condenados a demasiados años de prisión, un tiempo precioso que no estaban dispuestos a resignar. A esos la única esperanza que les quedaba era la fuga, como a Lacho Pardo.
En Las Heras todos sabían que pronto se iba a fugar. Frattini se preguntaba cómo haría el Lacho para sortear los seis controles que separaban a los presos de la libertad. Un día, en el recreo, oyeron por los altavoces la orden de regresar al Pabellón. El ajetreo de los guardias, las armas que portaban, todo indicaba que algo había pasado. Todos los internos se presentaron para una nueva requisa improvisada. En voz baja, Frattini le preguntó al que tenía al lado qué había pasado. El preso lo miró y, con ojos soñadores, dijo:
-        El Lacho Pardo se las tomó.
Días después, al fin supieron lo que había pasado. Una hermana del Lacho lo había ido a visitar emperifollada con dos vestidos, uno debajo del otro. Inexplicablemente, la chica se había quitado uno y se lo había entregado al Lacho sin que los guardias se dieran cuenta de nada. Al día siguiente, disfrazado de mujer, Pardo se había mezclado entre las visitas y había cruzado los cinco primeros controles sin ser descubierto. Al fin, al llegar al último puesto de seguridad, los pantalones que llevaba debajo del vestido se deslizaron por sus piernas y el guardia descubrió la verdad. A los gritos, comenzó a alertar al resto del personal penitenciario, pero ya era tarde: el Lacho Pardo corría por Avenida Las Heras como una mujer enajenada, alzando los brazos con felicidad. Lo esperaba un auto. Se subió y nunca más volvió a caer en prisión."

Un caballero en el purgatorio, Ed. Sudamericana, 2012.

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