"Cuando Domingo
Faustino Sarmiento construyó la penitenciaría de la Avenida Las Heras, los
porteños pensaron que era demasiado grande para los pocos convictos que había.
“Algún día esta cárcel será demasiado pequeña para encerrarlos a todos”, dicen
que dijo Sarmiento, y su premonición se cumplió mucho antes de que llegara
Frattini.
Ubicada en el
centro de la ciudad, demasiado cerca de las zonas donde vivían los ricos y los
aristócratas porteños, la Penitenciaría parecía una ciudad secreta en la que
sólo vivían los hombres prohibidos. Tan prohibidos que ni siquiera podían ser
vistos por los vecinos, que por ley municipal debían tener las persianas de sus
ventanas cerradas hasta que cayera la noche.
Si bien los
exteriores del penal estaban delimitados por bellos jardines, al cruzar la reja
que protegía el perímetro todo era tan gris como en cualquier cárcel. La
diferencia, además del tamaño, era que allí los presos con buena conducta
podían mantenerse ocupados realizando distintas tareas. En los talleres podían
aprender el oficio de herrero, panadero, carpintero, sastre y decenas de
ocupaciones que permitían que el tiempo pasara más rápido. Allí, en los tiempos
de Perón, los ocho hornos del Penal trabajaban noche y día, cociendo el pan que
se repartía en todas las escuelas y hospitales públicos de Buenos Aires.
Aquella, dicen, fue una época dorada para los presos de Las Heras.
Al llegar,
Frattini fue destinado al Pabellón 1º. En el 5º, le dijeron, estaban los presos
más peligrosos del penal. Con el correr de los días, los fue conociendo a
todos. Los amigos en común, las historias que uno y otros conocían, los
acercaban hasta la confesión.
Así conoció a
los hermanos Prieto. Mario y Miguel Prieto. Miguel, el Loco Prieto, como lo
llamaban la prensa y sus amigos, era uno de los héroes del penal. Su leyenda
decía que siempre iba armado, pero que casi nunca disparaba. Eran tiempos de
valientes, y no de asesinos. El Loco Prieto podía entrar a un banco y vaciar la
caja fuerte sin hacer un solo disparo. Le bastaba mostrar la culata de su
pistola, asomando por la cintura, para que todos le hicieran caso. Su leyenda
era tan inmensa que había superado los límites de las cárceles. Los diarios
hablaban de él. Los policías hablaban de él. A Frattini le gustaba oírlo
hablar, siempre con los ojos en blanco, como si tuviera tatuados en las pupilas
cada uno de sus hechos.
-
Si sacás el arma, sólo es para disparar – decía
el Loco Prieto.
Y no mentía.
Algunos presos,
que lo habían visto en acción, decían que nunca sacaba el arma en los asaltos.
Por más que tuviera que detener un camión en medio de la ruta, le bastaba
mostrar su rostro, apretar los dientes y correr levemente el saco para dejar
ver la pistola. Frattini valoraba esos detalles como ninguno. Escuchando al
Loco Prieto recordaba la estupidez de Zamudio y Peralta, caricaturas de
ladrones, más pendientes de dañar que de realizar su trabajo.
Dicen que una de
las pocas cosas que llevaba a Prieto a sacar el arma era la traición. Para eso
no había misericordia. Si un compañero lo vendía o lo estafaba, podía darse por
muerto. Entonces no amenazaba, no exigía arrepentimiento, no mediaban las
palabras. Directamente, se acercaba al traidor y con crueldad la agujereaba a
los tiros. Como un Loco.
Villarino era
otro peso pesado que tenía muchas cosas en común con el Loco Prieto. Él tampoco
usaba su arma. Lo que le interesaba era robar, hacer su trabajo, obtener un
botín y marcharse sin problemas. Un profesional que nunca se dejaba llevar por
el mal humor del día ni por la sed de revancha que podría sentir hacia la
policía que lo perseguía desde hacía años. Durante su primera estadía en Las
Heras, Frattini a Villarino sólo lo vio de lejos. Lo llamaban el Rey del
Boleto, porque nunca nadie sabía qué parte era verdad y qué parte mentira de
todo lo que contaba. Pero lo contaba tan bien, que nadie podía resistirse a sus
historias.
Otro de los
personajes de Las Heras era el Mono Paz. Nunca nadie tuvo un sobrenombre tan
acertado como él. Morocho, con la cabeza repleta de pelos negros, cejas
espesas, ojos lascivos y una dentadura maltratada, parecía un primate.
Además de
historias de robos y asesinatos, a veces los presos contaban historias de
regeneraciones fallidas. Muchos habían intentado cambiar de trabajo, dejar las
armas, ser como los demás. El aburrimiento, el aislamiento, el silencio, pero
sobretodo la soledad del encierro los enfrentaba con sus miserias, con las
ausencias que habían acompañado sus años criminales. Algunos incluso lloraban,
y perjuraban que cuando acabaran de cumplir la condena dejarían todo para
reinsertarse en la sociedad.
Durante meses
leían los diarios buscando anuncios con ofertas de trabajo. Se presentaban en
todos, acompañados por su prontuario pero sobretodo por una inexperiencia que
no podían ocultar: ninguno sabía hacer otra cosa que robar, y aunque estuvieran
dispuestos a aprender cualquier tarea, los empleadores nunca se decidían a
contratarlos. Así, empujados al desempleo, volvían a dedicarse a lo único que
sabían hacer. Acaban siendo asesinados o, en el mejor de los casos, detenidos y
confinados otra vez a prisión.
Por entonces
Frattini había aprendido que la regeneración de un delincuente no dependía de
su deseo, de su decisión, sino de la respuesta que encontrara en el mundo que
lo rodeaba. Un mundo que desconfiaba de ellos y les negaba cualquier
posibilidad de rectificación.
Otros, como
Frattini, sólo querían recuperar la libertad para poder continuar su carrera
criminal. De esos, Frattini y la mayoría se limitaban a soportar la condena en
silencio, esperando el día de la liberación. Otros, en cambio, habían sido
condenados a demasiados años de prisión, un tiempo precioso que no estaban
dispuestos a resignar. A esos la única esperanza que les quedaba era la fuga,
como a Lacho Pardo.
En Las Heras
todos sabían que pronto se iba a fugar. Frattini se preguntaba cómo haría el
Lacho para sortear los seis controles que separaban a los presos de la
libertad. Un día, en el recreo, oyeron por los altavoces la orden de regresar
al Pabellón. El ajetreo de los guardias, las armas que portaban, todo indicaba
que algo había pasado. Todos los internos se presentaron para una nueva requisa
improvisada. En voz baja, Frattini le preguntó al que tenía al lado qué había
pasado. El preso lo miró y, con ojos soñadores, dijo:
-
El Lacho Pardo se las tomó.
Días después, al
fin supieron lo que había pasado. Una hermana del Lacho lo había ido a visitar emperifollada
con dos vestidos, uno debajo del otro. Inexplicablemente, la chica se había
quitado uno y se lo había entregado al Lacho sin que los guardias se dieran
cuenta de nada. Al día siguiente, disfrazado de mujer, Pardo se había mezclado
entre las visitas y había cruzado los cinco primeros controles sin ser
descubierto. Al fin, al llegar al último puesto de seguridad, los pantalones
que llevaba debajo del vestido se deslizaron por sus piernas y el guardia
descubrió la verdad. A los gritos, comenzó a alertar al resto del personal
penitenciario, pero ya era tarde: el Lacho Pardo corría por Avenida Las Heras
como una mujer enajenada, alzando los brazos con felicidad. Lo esperaba un
auto. Se subió y nunca más volvió a caer en prisión."
Un caballero en el purgatorio, Ed. Sudamericana, 2012.
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