Hace ya 10 años, Mira me contaba esta historia. Hoy, más vigente que nunca. No hace falta ser nazi para someter mujeres. Basta con ser hombre.
El ghetto de las ocho puertas. Fragmento.
"En aquella época todos hablábamos en susurros
imperceptibles para no captar la atención de nadie. Y así conversamos esa
mañana sobre las últimas palabras que había aprendido Teo, sobre su indecisión
para largarse a caminar y la viveza de sus pequeños ojos que todo miraban. Yo hacía
varios días que esperaba el momento oportuno de hablar con mi hermana, así que esa
mañana me detuve en medio de la calle y, ya sin poder contener la emoción, le
confesé a Edwarda que Edek me gustaba. Ella me abrazó y dijo algo que primero
me hizo reír, y luego sonrojarme. Sabía que esa tarde él iría a saludar a
Boris, y eso hacía más feliz el festejo.
Habíamos decidido gastar sólo unos pocos zlotys,
sin embargo, o quizá fuera por eso, nos deteníamos frente a las vidrieras de
las tiendas para contemplar todas aquellas cosas que no podíamos comprar.
Porque si bien ya comenzaba a notarse la escasez propia de la guerra, en las
tiendas aún se podían encontrar algunos relojes de bolsillo, trajes modernos,
sombreros de hongo entre caftanes de terciopelo y frutas confitadas, vinos y
aguardientes de todos los sabores… Luego de mucho discutir, nos decidimos por una botella de vodka, que mamá reprobaría
pero que todos nosotros disfrutaríamos con ganas.
Pero entonces llegaron ellos. El carro se detuvo
en medio de la calle, bloqueando el tránsito con esa autoridad invasora que los
amparaba para hacer todo. Las dos apartamos la vista de la vidriera y dejamos
de sonreír. Apuramos el paso. A nuestras espaldas oímos un silbido, el mismo
que se utiliza para llamar a un perro. Como no le prestamos atención, el
soldado alemán gritó que nos detuviéramos. Al volvernos, vimos que ya había
bajado del carro. Ahora su mano enguantada hacía una seña: quería que nos
acercáramos. Lo hicimos, ¿qué otra cosa podíamos hacer?
De pronto, la calle, que segundos antes rebosaba
de gente, se vació por completo. Se cerraron las puertas de las tiendas, aunque
los cristales de las vidrieras no podían ocultar las decenas de ojos que
miraban con espanto. Noté que Edwarda me apretaba el brazo más que antes.
Cuando llegamos junto a él, el soldado se detuvo a observarnos: nos miraba como
si estuviera evaluándonos, buscando cualquier imperfección. Al fin, se volvió
hacia los compañeros, que seguían en el carro, intercambiaron un par de
palabras y nos hizo señas para que subiéramos con ellos. Ni siquiera atinamos a
correr, tan sólo obedecimos con la vista en el suelo.
Durante el camino nadie habló. Nosotras conteníamos
la respiración, agitadas por todos los rumores que, de pronto, volvían de un
extraño lugar de nuestra memoria para recordarnos historias que todos
conocíamos sobre los alemanes. Los soldados callaban; por extraño que
pareciera, aunque llevábamos el brazalete que nos identificaba como judías,
ellos no nos escupieron, ni siquiera nos insultaron, y eso nos preocupaba aún
más.
Un rato después, el carro se detuvo en una calle
donde, sabíamos, funcionaba un edificio de la GESTAPO. Nos
ordenaron subir las escaleras hasta las oficinas del primer piso. Allí nos
informaron que debíamos limpiar el lugar. Por un momento hasta nos sentimos
agradecidas, como si juntar sus desechos fuera una bendición de aquel Dios que
había decidido intervenir a favor de su pueblo. Durante más de tres horas
ordenamos papeles, lustramos muebles y barrimos y enceramos los pisos de
aquellas oficinas donde se gestaban las detenciones políticas y militares de la
ocupación.
Con Edwarda evitábamos mirarnos, no fuera que el
miedo terminara por unirnos en un abrazo y nuestro llanto acabara llamando la
atención de los soldados. Lo mejor era obedecer, limpiar y lograr salir con
vida de aquel lugar. Agachada, con las rodillas ardiendo por la fricción de las
maderas del suelo, pensaba en Edek y me preguntaba si volvería a verlo. De
pronto recordé algo, y me llevé una mano al cuello para palpar el bulto que,
bajo la ropa, formaba la bolsa en la que, desde los bombardeos, llevaba
escondidas las fotos de mi padre: si los alemanes descubrían las insignias
hebreas que tenía escritas al dorso se desencadenarían burlas, amenazas y
nuestra muerte.
De a ratos, un soldado pasaba junto a nosotras y
se detenía a mirarme con una sonrisa desde un rostro perfectamente afeitado,
marcado por una antigua cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda. Los
oficiales estaban reunidos en el salón principal, y desde donde nosotras
estábamos se los oía conversar en voz alta.
Al fin, el soldado se acercó a la puerta por la
que se accedía a una de las oficinas y se quitó la chaqueta del uniforme. Batió
las palmas para captar mi atención y, en voz baja, muy baja, me ordenó que
fuera con él. Pasaron unos segundos en que no pude decir ni hacer ni pensar
nada, tan solo veía cómo caían mis lágrimas sobre el piso que acaba de limpiar.
Ansioso, el hombre retiró la pistola de su cartuchera y apuntó hacia mí.
Edwarda se acercó y se interpuso entre el soldado
y mi cuerpo. Entonces él quitó el seguro del arma, la insultó con los dientes
apretados y caminó hacia nosotras. Estaba a punto de golpear a Edwarda cuando
me incorporé. Sin decir nada, me dirigí con él hacia la oficina desocupada.
Entramos, él cerró la puerta.
Lo ví desabrocharse el cinturón, lo ví acercarse.
Miré en dirección a la ventana, y pensé arrojarme
a la calle.
Pero entonces escuché los gritos de Edwarda, y
luego las voces de los oficiales al otro lado de la puerta. Cuando abrieron,
salí corriendo a los brazos de mi hermana. Los alemanes amenazaron al que me había
encerrado, aunque uno de ellos sonreía.
El soldado que nos había traído se disculpó en
nombre del Estado Alemán y dijo que las oficinas debían volver a limpiarse al
día siguiente, pero que conmigo alcanzaría para hacer el trabajo, así que debía
regresar sola. Bajamos las escaleras llorando en silencio, y al salir a la
calle decidimos que lo mejor era no decirle nada a nadie, y mucho menos a mamá.
Esa noche apenas si me acordé de llamar a Boris
por su cumpleaños. Ni siquiera fui para ver a Edek: algo parecido a la
vergüenza me impedía mirarlo a los ojos. Me acosté temprano, aunque no logré
dormir en toda la noche.
Al día siguiente regresé al edificio de la GESTAPO por miedo a que mi
ausencia complicara aún más las cosas. El soldado del día anterior no estaba,
tampoco los demás. Me echaron a los empujones, gritándome que me fuera lo más
rápido posible porque aquel no era un lugar para los judíos. Tampoco la calle,
donde desfilaban cientos de soldados alemanes con esvásticas en sus
estandartes. En el cielo, los cazas de la Luftwaffe sobrevolaban Varsovia como moscas sobre
un cadáver podrido."
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