Obsesivos y
aplicados, Frattini y el Tano Martinelli trabajaban los siete días de la
semana. Durante aquellos meses lograron botines extraordinarios. En el camino,
Perón había sido derrocado, y había cambiado la casa de Gobierno por un
carguero de bandera paraguaya mientras el General Lonardi se autonombraba
Presidente de la República.
A fin de año,
Frattini le preguntó al Tano dónde pasaría las fiestas.
-
Con vos en la calle, pelotudo – dijo el Tano.
Así fue que, el
24 de diciembre de 1955 a las nueve de la noche, los dos socios recorrieron la
avenida Santa Fe vestidos con sus mejores ropas. A esa hora, los porteños ya se
encontraban sentados a una mesa que los vería embutirse de comida y alcohol
hasta pasada la medianoche. Y ellos, como los Reyes Magos Chorros que eran,
abrían puertas y desvalijaban departamentos mientras el país celebraba la Navidad.
Por los
departamentos decorados con árboles de Navidad, por las joyas abandonadas, por
el dinero que todos habían cobrado del aguinaldo, por la soledad de las calles,
por la ausencia de la policía que se encerraba en las comisarías a brindar y
beber sin prestarle atención a los delitos, aquellos días fueron
espectaculares.
El 31, al forzar
una puerta de un tercer piso de Recoleta, los ruidos llamaron la atención de un
vecino. Cuando lo vieron en el palier, Frattini le mostró la caja vacía
envuelta en papel de regalo que llevaba para la ocasión.
-
Vinimos de Rosario de sorpresa a visitar a
nuestros primos – dijo, mostrando el falso paquete.
-
Qué lástima, se fueron hace un rato – dijo el
vecino.
-
Feliz Navidad – gritaron Frattini y el Tano a
coro, conteniendo la carcajada, mientras se alejaban escaleras abajo.
A las doce de la
noche, las explosiones de los petardos que saludaban el año nuevo acallaron el
ruido de las puertas que Frattini y el Tano cerraban. Sólo entonces, cargados
de dinero, de oro y brillantes, se marcharon a una cantina a cenar y festejar, y
bailaron hasta el amanecer con bellas mujeres que eclipsaban las luces
titilantes de las marquesinas decoradas con bolas rojas y hojas de muérdago.
***
1977 terminó con
una gran cena en casa de Frattini. Había comprado regalos para toda su familia,
había comprado comida y bebidas, hasta un árbol de navidad que su hija decoró
con los dibujos que ella misma había pintado. La felicidad de Maga lo
emocionaba tanto a veces olvidaba el engaño.
El primer
domingo de enero, mientras Maga y los chicos dormían la siesta, a Frattini se
le ocurrió una idea. Llevaría a su familia a descansar a la Costa. Ya podía
imaginar a Ana corriendo tras las olas, a Alejandro en brazos de su madre,
hermosa, inocente, bronceada. Pero para eso debía juntar más dinero.
Miró el reloj.
Le quedaban unas horas antes de la cena. Tenía un presentimiento. Con cuidado, se visitó sin hacer ruido y
garabateó una nota con cualquier excusa.
En el primer
departamento al que entró confirmó todos sus presentimientos. Una vitrina de
cristal le ofrecía un juego de tres piezas de plata. Con cuidado, abrió la
cristalera y tomó una de las piezas para sopesarla. Se sorprendió de lo pesada
que era. La hizo girar, la raspó con una llave. Con ansiedad, se guardó las
piezas que pagarían las vacaciones y regresó a su casa.
Al verlo entrar,
Maga le preguntó dónde había estado.
-
Me llamaron para hacer un viaje. El doctor tenía
que ir a Ezeiza para tomar un vuelo.
-
No escuché el teléfono – dijo Maga, mientras le
daba de mamar a Alejandro.
Frattini sonrió para
ahuyentar su vergüenza.
-
Si dormían como troncos – dijo, besando a su
hijo en la frente.
Al día
siguiente, Carlos lo esperaba en la puerta con la mirada y el ánimo en el piso.
-
Ojalá que nos vaya bien – dijo a modo de saludo
-, necesito plata.
Los deseos de
Carlos se convirtieron en una sombra que los persiguió todo el día. Cada cajón
que abrían, cada ropero, parecía burlarse de la necesidad del pobre portero de
edificio.
-
Volvamos – dijo Frattini, cuando su reloj marcó
las seis y media de la tarde.
-
Sigamos un poco más, a ver si consigo plata.
-
No, nos vamos.
Habían visitado
siete edificios de los que sólo les había quedado unos pocos billetes y cuatro
piernas entumecidas de cansancio. Últimamente, Frattini sentía que las fuerzas
lo abandonaban. Ya no era un tan ágil, y con la agilidad, también había perdido
algo de su antigua inconsciencia.
Quería estar en
su casa. Sin embargo, el rostro abatido del portero le daba lástima. Más de una
vez algún compañero suyo le había dado dinero para calmar sus necesidades.
Frattini no lo olvidaba. Por eso, al llegar al edificio en que vivían, le pidió
al portero que lo esperara en la calle.
Cansado, subió
las escaleras hasta su casa, saludó a su familia y se metió en el cuarto.
Después, con los bolsillos cargados de joyas disimuladas, le dijo a Maga que
debía salir un momento.
-
No te vayas, papi, vienen los reyes magos.
Esperalos vos que yo me tengo que ir a lo del abuelo… - dijo Ana.
-
Vuelvo en un rato para esperarlos – respondió
Frattini.
De regreso en la
calle, rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar una de las tres piezas de plata
que había robado el día anterior. Sin agregar nada, se la tendió a Carlos.
-
Esto vale una fortuna, Carlos – dijo el portero.
-
Te va a ayudar por unos días – dijo Frattini, y
al ver que su compañero seguía mirando la pieza en plena calle, se apuró en
decir: - Guardala, ¿o querés que sospechen los vecinos?
-
Gracias.
Se despidió del
portero y tomó un taxi en dirección al Centro. Últimamente no se animaba a
conservar sus botines más de veinticuatro horas. José no pudo evitar sus gestos
fastidiosos al ver semejantes piezas.
-
No me canso de decirlo, Pistola: sos el mejor.
-
Gracias, pero me tengo que ir rápido.
-
Tomá.
Las piezas
valían tanto que José ni siquiera se molestó en contar los billetes que le
daba. Al fin, con los bolsillos llenos de dinero, Frattini salió a la calle y
tomó un colectivo hacia el barrio de Once. Buenos Aires anochecía impregnada de
una humedad que parecía bañar la ciudad con una parsimonia que demoraba cada
movimiento de las calles. El aire parecía detenido. Al bajar del colectivo,
Frattini sintió la camisa pegada a su cuerpo sudado. Necesitaba una ducha.
Maga estaba
preparando los morrones asados que a él tanto le gustaban. Al verla inclinada
sobre la mesada de la cocina, con las piernas aún hinchadas por el parto, la
quiso más que nunca.
Su hijo dormía
con la placidez que sólo se les permite a los niños.
Frattini se
alejó de la cuna para acercarse a su mujer.
-
No trabajes más. Basta – dijo, quitándole el
delantal de cocina y el cuchillo que tenía en la mano. Después, mirándola a los
ojos, le anunció: - Ponete linda. Vamos a comer afuera con Alejandro.
Maga sonrió.
-
¿Y los morrones?
-
Los dejamos para mañana. Dale, me pego una ducha
y salimos.
Besó a Maga y entró
al baño.
Se quitó la ropa,
entró en la ducha.
Abrió el agua
caliente. Acercó el rostro.
Entonces, en el
mismo instante en que el agua tibia le caía sobre la cabeza, la puerta del baño
se estremeció con un golpe. Antes de que pudiera cerrar la canilla, vio que un
tipo corría la cortina y lo encañonaba.
-
Frattini, estás detenido.
“Maga”, pensó Frattini
mientras alzaba los brazos. “La perdí para siempre”.
-
Vestite, hijo de puta.
Mientras volvía
a ponerse la ropa que se acababa de quitar, sobre el cuerpo mojado, oyó que
afuera del baño un policía decía:
-
Su marido está metido con la guerrilla, señora.
-
No – comenzó a decir, pero un golpe le impidió
seguir hablando.
Lo esposaron ahí
mismo, en el baño. Luego, lo empujaron hacia el living. Con la mirada en el
suelo, Frattini buscó los pies de Maga. No hubiera soportado mirarla a los
ojos. Pero ella no estaba, y Alejandro tampoco. Mientras salía del
departamento, rodeado de policías, pudo sentir el olor de los morrones asados,
como el perfume de un cadáver en plena descomposición.
-
Caminá hijo de puta.
Estaba muerto en
vida. Lo había perdido todo. Ni siquiera tenía fuerzas para mover los pies. En
la puerta del edificio lo esperaban dos Falcons. En el segundo, el idiota del
portero lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Lo subieron al primer auto y
junto a él, se sentaron dos tipos que le apuntaban con Itakas. Cuando la
caravana comenzó a alejarse, Frattini tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no
ceder al llanto.
El viaje fue más
corto de lo que pensaba. Al llegar a Plaza Once, los autos se detuvieron. Lo
obligaron a bajar y también lo obligaron a acostarse boca abajo en el piso
húmedo de la plaza. El calor era insoportable. Si lo habían confundido con un
guerrillero podían asesinarlo ahí mismo y luego declarar que había intentado
escaparse.
Al fin, por
alguna razón que no podía comprender, los policías le patearon la cabeza y lo
obligaron a que se levantara. Volvieron al auto, volvieron a girar por las
calles. No le importaba a dónde lo llevaban. No le importaba nada. Sólo le
importaba el dolor, la tristeza y la desilusión que Maga debía estar sintiendo
en ese momento, sola, abandonada a su suerte con dos niños tan pequeños.
Lo condujeron
hasta una oficina que tenía las ventanas tapiadas y una cama sin colchón. Cuando
lo desnudaron y lo tendieron sobre los elásticos de la cama, Frattini aceptó que
merecía el encierro y la brutalidad de la tortura.
Fragmento de "Un caballero en el purgatorio", Sudamericana, 2012.
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